sábado, 7 de mayo de 2011

Elegía a un gran pianista

Hoy en Moscú, en el cementerio de Vagankovsky,  se llevó a cabo el funeral de Vladimir Kráinev, quien nos ha dejado demasiado tempranamente. No será el mismo el mundo de la música al tener la certeza de no poder escucharlo en vivo de nuevo.

Y esto era realmente un suceso, el escucharlo. Tuve esa afortunada oportunidad en Kíev, a donde el maestro iba anualmente a tocar en el Festival en honor suyo. Allí lo escuché tocar el segundo concierto de Rachmáninov y el primero de Shostakóvich. Al oír, sobre todo el Rachmáninov que podríamos decir que es un concierto bastante trillado (hermoso pero demasiado tocado) inmediatamente pensé: para tocar por enésima vez una obra tan conocida hay que ser un gran maestro, y no menos; para lograr una frescura tal que dé la impresión de estar oyendo esa obra por primera vez, al punto de hacernos descubrir cosas nuevas, cosas que no habíamos oído antes en ella, hay que ser uno de los grandes. Esas obras maestras merecen no menos.

Frescura es una palabra que definitivamente asocio con Kráinev. Y en este mundo nuestro de la música académica eso es difícil de encontrar, sobre todo con un currículum como el suyo. Pues habiendo sido ganador nada más y nada menos que del Concurso Tchaikovsky jamás, al escucharlo, hubiera tenido uno la impresión de que fuera una persona pedante, cubierta de esa pátina cansada que tienen los virtuosos empolvados quienes se la pasaron encerrados practicando, sin vivir. Además de ser un gran artista y un gran pianista, Kráinev era una especie de activista pianístico. Viajaba siempre a Ucrania, ya teniendo una vida célebre y cómoda en Hannover, Alemania, y escuchaba y promovía a los jóvenes talentos que encontraba en los rincones más escondidos. Sus conciertos en Kíev estaban repletos de cátedras enteras de estudiantes de piano de todas las edades y niveles, algo de lo que formar parte era realmente conmovedor (yo fui uno de ellos).

Había algo extremadamente divertido y transgresor en su interpretación. Era muy teatral sin ser afectado o ridículo, pues todos sus gestos estaban relacionados con lo que "decía" al piano. En ningún otro concierto de un pianista he visto un efecto como ese: todos nos reíamos en pleno concierto de algún giro musical o gesto suyo que tenía la intención de ser pícaro o chistoso. Evidentemente, dada la altísima cultura musical de Ucrania, se "hablaba" un idioma musical, para todos los presentes en la sala de la Filarmónya, absolutamente inteligible. Pero estoy segura de que incluso en ambientes musicales menos desarrollados debe haber tenido el mismo efecto, pues era un gran comunicador y lo que transmitía era musicalmente (y humanamente) claro y evidente.

No todo en Kráinev era gracioso. Su inmensa personalidad abarcaba todo el horizonte emocional musical. En los momentos de gran lirismo llegaba, como una espada, directo a esa parte tan blanda de nuestro interior donde nos conmovemos hasta las lágrimas, donde, cuando un artista nos toca con su mano invisible o nos habla de esa forma ininteligible en que sólo la música puede hablarnos directo al corazón, cambiamos para siempre y ya nunca volvemos a ser los mismos. El impacto de su interpretación era tan grande y tan real que en ocasiones la vulnerabilidad del oyente era sacudida al punto de sentir una especie de susto. Ese miedo que a veces también nos inspira el amor cuando nos sorprende distraídos.

Por supuesto que el amor tenía que salir a relucir al referirse a Kráinev. Sólo un amor verdadero y profundo por la música puede hacer a alguien tan libre en la escena (ama y haz lo que quieras, decía San Agustín). Sé que muchos, sobre todos los participantes de concursos (de algunos de los cuales era jurado) lo verán con otros ojos, pues, como buen profesor al estilo de Rusia, Ucrania y otras repúblicas ex-soviéticas, debe haber sido terrible al juzgar. Pero puedo dar fe de que encontraba en sus juicios a sus iguales, como al joven pianista ucraniano Denis Proschaev, ganador del Concurso Horowitz, quien luego se trasladó a Hannover para estudiar con él y a quien también tuve la fortuna de poder escuchar en vivo. El único caso en que escuchar a alguien tan joven fue una experiencia real musical válida y no simplemente un circo de niño prodigio. Y no estoy hablando de virtuosismo a ultranza, pues eso no impresiona a alguien como yo que tuvo la fortuna de estudiar en un país como Ucrania donde tener una técnica impecable para tocar el piano es lo normal (y tampoco estoy diciendo que no lo poseyera Denis, pues evidentemente es un virtuoso de primera línea), sino de tocar, a los 16 años, una Partita en si bemol de J. S. Bach con una expresividad y una profundidad casi de profeta. Una personalidad musical avasallante como la de su maestro, que le hizo, ya con los laureles del concurso de piano para jóvenes pianistas más notable del mundo encima, escoger como siguiente concierto a interpretar en público el re menor de J. S. Bach. Una dimensión pianística paralela, donde, teniendo todo lo que se puede tener en términos de técnica, parece de todas formas prevalecer el eslogan: "La música por sobre todas las cosas".

Adiós, querido maestro. Me despido con la traducción literal del ruso de dos expresiones usadas para decir adiós a aquellos que se fueron de la vida antes que nosotros (y que en español suenan increíblemente poéticas): que la tierra le sea polvo y que luminosa sea su memoria. El recuerdo de haberle oído tocar en vivo siempre será una luz para mí.