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viernes, 1 de febrero de 2013

Action painting en Los Andes venezolanos


Hoy asistí a la vernissage de la exposición "El Color y las Formas-La Couleur et les Formes" del artista plástico Alfredo Salazar, oriundo de Tovar, en la Alianza Francesa (La Castellana, Caracas), la cual estará abierta al público hasta fines de este mes de Febrero. Action painting de tres y no más de cuatro colores sobre lienzo, ya liso, ya doblado paralelamente, en acordeón; cuatro paneles cuadrados que configuran un círculo es el eje alrededor del cual danzan vibrantes colores hasta llegar a la tridimensionalidad (cita Alfredo a Picasso: el lienzo es un sueño, la escultura es la realidad).

Ya en Pollock el action painting no era un simple chorrear pintura al azar sobre un lienzo: como latidos, como latigazos dolorosos había un ritmo y un paralelismo en esas pinturas cumbres de ese verano único y sobrio de 1950. Las pinturas de Salazar dan el siguiente paso: del ritmo apenas vislumbrado se llega a la configuración consciente de esas esferas; el lienzo se apodera de la pared en blanco al fragmentarse en cuatro y (fruto de un azar experimental y travieso, como cuenta Alfredo mismo) la superficie del cuadro también se deforma, también ordenada y conscientemente. Las decisiones responden a un afán pragmático, a la humildad del diseño y lo artesanal, así tras ellas latan los abismos inefables del inconsciente a los cuales el action painting siempre ha logrado acceder con su automatismo iluminado.

¿Por qué, de dónde la elección enigmática del cuadrado fragmentado que converge en círculo? La respuesta de Alfredo: lo primero que dibujamos de niños es una casa, un sol. Un cuadrado y un círculo. Vuelta a los orígenes para encontrar un camino a través de esas otras esferas de cuya música sólo hemos escuchado hablar.



Para más información visiten el website de Alfredo Salazar: www.alfredo-salazar.com

viernes, 10 de junio de 2011

La importancia del gesto: Armando Reverón y Jackson Pollock

Por supuesto que la razón principal que me ha movido a escribir sobre Pollock y Reverón es el amor, no hay otra explicación y no hace falta. Lo que justamente me ha intrigado, con respecto al gesto, en ambos, es la necesidad del mismo "desde adentro", como movimiento al crear y no como acto teatral, como performance, aunque en el caso de Reverón lo pareciese.

En el libro de Juan Calzadilla "Armando Reverón" (Ernesto Armitano Editor, 1979, págs. 30 y 31) se lee la descripción de la forma de pintar de Reverón hecha por Alfredo Boulton y Julián Padrón. Boulton: "Era un ejercicio extremadamente libre y sutil durante el cual las formas cobraban vida a medida que el movimiento de su cuerpo mantenía su ritmo. Era una gesticulación que sugería reminiscencias de tipo erótico y ancestral ante la presencia del toro, tan constante en algunos pintores ibéricos y que en el ímpetu con que Reverón embestía el lienzo pudiera significar una velada intención de tipo sexual. En aquellos momentos el artista se aislaba de todo contacto exterior: no tocaba metales, taponaba sus oídos con grandes tacos de algodón o pelotas de estambre, y dividía su cuerpo en dos zonas, ciñéndose cruelmente la cintura. Luego, mediante un ritual lleno de gestos y ruidos, como entrando en trance ante el lienzo, entornaba los ojos, bufaba y similaba los gestos de pintar hasta que el ritmo del cuerpo y las gesticulaciones hubiesen adquirido suficiente ímpetu y velocidad. Entonces, con actitudes de espasmo, era cuando embestía la tela como si fuese el animal que rasgaba el trapo rojo de la muleta. A veces, en esas embestidas, lograba perforar la obra". Boulton describe "el ritmo de algunos gestos que tenían como reminiscencias toreras y que resultaban del impulso del cuerpo desnudo -vibraciones como de espasmos, como un prolongado orgasmo- cuando el artista se movía delante de la obra". A este respecto es interesante el relato que sobre una sesión de pintura nos dejó el novelista Julián Padrón en 1932: "El pintor se atavía con su guayuco de cañamazo fajándose fuertemente la cintura, esconde bajo la tarima sus alpargatas y se queda descalzo. Saca de una de las cajas dos palitos, forrada una de las partes en cañamazo y se los atornilla en los conductos auditivos para poder concentrarse en su mundo interior. Se acuesta en el suelo boca arriba con las piernas encogidas y las manos por debajo de la cabeza en una invocación a los espíritus propicios a la inspiración. Después se levanta, desenvuelve los pinceles y los tubos de pintura y otros mil pañitos de diferente tacto, extendiendo todo en una plataforma al pie del caballete (...) El pintor palpa febrilmente los diferentes pañitos impregnados de aceite hasta encontrar el tacto de su inspiración. Cualquier otro tacto más o menos duro puede hacerla huir. Toma la paleta y el pincel apropiados, entorna un poco los ojos como si quisiera ver más allá del contorno de las cosas y empieza a pelear con la tela hasta matar en ella los colores vivos. Se siente cantar la tela bajo los embates de la mano fuerte, armada con el pincel reforzado y casi sin cerdas."

Jackson Pollock explicó su forma de pintar, el dripping (chorreado) en una entrevista a Robert Motherwell: "Prefiero fijar el lienzo sin extender al duro suelo. Necesito la resistencia de una superficie dura. En el suelo me encuentro más que a gusto. Me siento más cerca de la pintura, más parte de ella, ya que de esta forma puedo moverme alrededor del cuadro, trabajar desde los cuatro costados y, literalmente, "estar" en la obra. Es parecido al método por el cual los indios del Oeste pintaban sobre la arena. Cuando pinto no me preocupo de lo que estoy haciendo. Sólo después de un breve período de "toma de conocimiento" veo lo que he hecho. No tengo miedo a hacer cambios, destruir la imagen, etc., porque el cuadro tiene vida propia. Intento que salga por sí mismo. Sólo cuando pierdo el contacto con la obra el resultado es un desastre. En caso contrario, es pura armonía, un fluido toma y daca, y el cuadro sale bien". (Tomado de "Pollock" de Leonhard Emmerling, editorial Taschen, Köln 2003, pág. 65). No había nada de azar en su pintura (como escribieron algunos críticos contemporáneos suyos en la prensa y algunos desconocedores aún puedan pensar). Respondiendo a un crítico de Times quien escribió que sus cuadros  "se caracterizaban sobre todo por el caos, Pollock envió furioso un telegrama al editor: "MUY SEÑOR MÍO: NADA DE CAOS. CUADROS RECARGADOS, COMO PUEDE VERSE [...]". Lo importante que era para Pollock aclarar ese punto, se confirma en unas notas manuscritas que fueron publicadas póstumamente: "[...] control total   negación de     el accidente   Estados de orden    intensidad orgánica   energía y movimiento hechos visibles    recuerdos detenidos en el espacio[...]" (op. cit., pág. 69).


Reverón, quien después de todo era figurativo, mediante el gesto, que en él era todo baile, todo embestida torera, todo ritual, aprehendía la luz, que le obsesionaba. Representándola hacía salir justamente a la luz sus ángeles (y demonios) internos. En Pollock, el gesto buscaba conectar con el insconsciente, lo cual sabía al pintar, pues tenía conocimientos de psicología jungiana (estuvo en terapia con un psiquiatra discípulo de Jung, Joseph Henderson) y de cómo la "pintura automática" era como soñar encima de una tela. Reverón también iba al encuentro de su inconsciente, con el paso extra del "tema". Ambos tenían una dificultad que superar: para Pollock era su alcoholismo y para Reverón su esquizofrenia. No pintaban "gracias a" sino "a pesar de". En ellos el gesto tenía mucho de exorcismo.


El gesto me fascina en cuanto (en el caso de ser) necesario para conectar la mano con el inconsciente. ¿Cuándo nuestro gesto deja de estar definido por la técnica (sin la cual evidentemente no se inicia el movimiento pues ella es la forma relajada, "económica"  y definitoria de moverse) y empieza a estar conectado con algo más que nuestra habilidad aprendida para pintar o, en nuestro caso, tocar? ¿Por qué siempre cuando un pintor va más allá de la técnica llega justamente a un punto en el que da la impresión de no tener ninguna? Creo que es justamente porque sólo más allá del conocimiento, cuando llega la automatización del movimiento, se logra dejar de pensar en este y se deja fluir "lo de adentro" hacia afuera. Y, sin embargo, hay un tipo de automatización, cuando la técnica se convierte en fondo y deja de ser forma, en que justamente se cae totalmente fuera de contenido. En música eso es virtuosismo vacío, el movimiento por el movimiento en sí. "El propio Pollock era muy consciente de ello: "Naturalmente, el resultado es la cosa; carece de importancia, por tanto, cómo se haya realizado el cuadro siempre que éste exprese algo. La técnica no es más que el medio para llegar a un estado" (op. cit., pág. 69).


¿Depende de la voluntad llegar a ese punto o al extremo opuesto? Pienso que sí. Pienso que además la falta de voluntad cuando practicamos o adquirimos destrezas técnicas siempre nos lleva a donde no queremos. Creo que, así como en las cosas de la vida se toma la actitud de víctima, igual sucede en nuestro trabajo artístico. ¿Seremos aquellos a quienes las cosas en arte les suceden, o tomaremos el asunto en nuestras manos? Y sin embargo, no se trata de perfeccionismo o control neurótico sino de justamente lo contrario: dejarse llevar. Parece una contradicción, pero así funcionamos.

Miguel Ángel representó la creación de Adán en la Capilla Sixtina como un gesto de la mano de Dios, y no por casualidad. En el libro del Génesis Dios creó al hombre como una vasija, del barro, con sus propias manos. El gesto nos define como creadores. Con nuestras manos podemos tocar el infinito.


jueves, 13 de enero de 2011

Jackson Pollock, la música y las estrellas

Durante mi reciente viaje de Año Nuevo a la ciudad de Nueva York y luego de un conmovedor encuentro con la pintura de Jackson Pollock, he reflexionado sobre el efecto subjetivo de la belleza del arte tal como lo he experimentado. Así que este es mi cuaderno de bitácora, en cierta forma, y registraré en él el evento más notorio de la travesía.

 Así como la Tierra está rodeada por una atmósfera consistente en varias capas, así nosotros poseemos varias capas de percepción. Hay cosas que afectan la más externa de estas capas, la cual podría denominar de goce puramente estético. Es la reacción ante la belleza evidente, y el placer producido es bastante parecido al de comer comida exótica: es inmediato, nos llena por ese instante y nos deslumbra, pero pasa rápido y aunque luego nos quede el recuerdo de la sensación agradable, el eco de la misma desaparece casi al mismo tiempo que el estímulo. En este viaje también he descubierto a este pintor de arte "fantástico", Daniel Merriam. Su pintura es muy detallada, técnica y estilizada y representa hadas y seres y lugares fantásticos. Es una especie de Bosco pintando escenas de Lewis Carroll. Algunos no consideran arte a esta pintura (yo sí), sino diseño. A pesar de que poseo cierta cultura al respecto, me he dejado simplemente llevar por la exquisitez de estas maravillosas representaciones como quien degusta un manjar y en verdad me importa poco la posibilidad de que, si lo analizo más profundamente, podría llegar a considerarlo kitsch. Pero no soy crítico de arte y he aprendido a simplemente disfrutar de lo que se presenta a mis sentidos, por lo que puedo ver películas de Fellini tanto como "El quinto elemento" (que para mí es una especie de Blade Runner destartalado pero encantador) sin juzgarme a mí misma, al igual que he decidido seguir un camino de lectura bastante mercenario y no leer necesariamente todos los clásicos, como planeaba de niña. La experiencia de estas pinturas deslumbrantes, volviendo a Merriam, ha afectado ciertamente esa capa externa de mi propia percepción: ha llenado mi vista y me ha hecho evocar literatura fantástica, ha creado asociaciones y las considero de entre las pinturas más bellas que he visto en mi vida. Es algo que podría tener en mi pared y verlo diariamente sin cansarme.


Más profunda, hay otra capa de percepción que está más cerca del núcleo, del corazón. Cuando yo era una niña sólo dos cosas podían tocar esa esfera: la contemplación de las estrellas en el cielo nocturno y la música. Era una pequeña bastante cerrada que sólo leía y pintaba y luego cantaba y tocaba el piano, pero no disfrutaba otras cosas aparte de estas. Jugar o la compañía de otros niños me era indiferente. Y ya que las únicas dos cosas capaces de afectarme hasta las lágrimas eran la música y las estrellas, ya entonces decidí que sería músico o astrónomo.

El impacto inmediato, directo y profundo que tiene la música o la contemplación visual, en mi caso, es una flecha directo al corazón. Y me pregunto si acaso el parecido de este magnífico cielo nocturno, cuajado de estrellas (como es raro ver desde Caracas pero no desde este avión que vuela de Newark a Houston sobre las nubes en una noche clarísima y estupenda) y la pintura de Jackson Pollock en su etapa de action painting es providencial o proverbial. Jamás lloré antes delante de una pintura, y jamás imaginé que la primera pintura que ocasionaría esa reacción en mí sería de un abstracto salvaje y absoluto (hablo de "Autumn Rhythm Number 30" en el Museo Metropolitano de Nueva York). Al tener la misma violenta reacción emotiva ante "One: Number 31, 1950" en el MoMA, me senté un rato con mi amiga Verónica a tratar de dilucidar un poco y encontrar una razón medianamente objetiva al menos para explicar el impacto tremendo de estas pinturas en mí, quien antes, en una edad temprana, fuera más bien una adoradora absoluta de Salvador Dalí (aunque también de Armando Reverón) pues, según yo entonces, la realidad se puede torcer hasta un punto donde deja de significar algo, y de ese umbral en adelante en realidad no estaba interesada. Era una especie de clasicista de vanguardia (aunque justo en el ensayo introductorio del libro de Daniel Merriam que me traje de NY se habla de que los pro abstraccionistas furiosos consideran al surrealismo también como kitsch). Yo siempre pensé (y esta era mi posición juvenil) que el arte abstracto tenía mucho de cerebral, de efecto calculado fríamente, de experimento pictórico. Pensaba que existía todo un proceso mental muy depurado para ir de lo figurativo a lo no figurativo. Nunca fui, no obstante, de los que sacrílegamente consideran al arte abstracto como unas cuantas rayas al azar o como obra de niños.

Yo creo sinceramente que no se trata de "ismos" o de buen o mal gusto (los "ismos" no son más que elaboraciones mentales). Ni siquiera creo que se trate de una cuestión de "gustos" estrictamente, sino de estas esferas de las que hablo: cuál de ellas y en qué medida son afectadas por lo que percibimos, qué cuerdas logran tañer en nosotros.

En las relaciones interpersonales percibo algo parecido. Hay personas, compañeros de trabajo o conocidos, que nos agradan y con los que nos relacionamos en un nivel más superficial. Hay otras que afectan profundamente nuestra vida. Las obras de arte están "vivas" en cierta forma, y como seres vivos que son también nos relacionamos con ellas de maneras distintas. Y estas relaciones están predeterminadas por nuestras experiencias anteriores. Por eso relaciono mi amor infantil por las estrellas con el amor por Pollock: sus lienzos enormes no parecen tener principio ni fin, son como un pedazo de cielo recortado y puesto en la pared.

Cuando comencé a apreciar (a través de reproducciones, documentales y la película del 2000) la obra de Jackson Pollock, simplemente sucedió, en un momento. A partir de ahí empecé a justificar lo que sentía: que si la repetición de patrones, que si el ritmo interno de la pintura. En realidad no sabía lo que estaba sucediendo. Pero luego heme allí, en Nueva York, por primera vez, frente a mi primer Jackson Pollock de carne y hueso (¿o debería decir: de lienzo y pintura?). Solos, él y yo, en su territorio, en su país. Las lágrimas que se me vienen a los ojos al evocar ese encuentro son incontrolables y vienen desde lo más profundo, desde una parte de mi alma que es totalmente vulnerable. Pollock me afecta en lo más blando, en esa capa del alma donde las cosas te cambian para siempre.

Volviendo a mis reflexiones conjuntas con Verónica ahí mismo enfrente del Pollock (en ese momento tratábamos de ponerle palabras a mis repentinos ataques de llanto en plenos MoMA y Museo Metropolitano de NY que en realidad fueron mucho más que sólo eso: los puedo describir como espasmos del alma) vimos en esta maravillosa pintura (One: Number 31, 1950) la representación literal de las emociones. Al fondo, el goteado de colores verde oliva claro y amarillo mostaza pálido, transparentes, con una textura casi de acuarela eran para nosotras la representación de las emociones en su estado primigenio, viéndose como deben "verse y moverse" dentro del alma, si se las pudiera fotografiar. Encima, esos terribles chorros de blanco y negro, como latigazos, que transmiten la sensación de desesperación y tormento. Al leer un poco sobre el action painting en Wikipedia encontré una frase afortunada que me hace pensar que no estábamos tan lejos de la realidad (aunque ¿qué es la realidad cuándo hablamos de arte? y sin embargo ¿hay acaso algo más real en la vida?): según eso, la pintura automática es "capaz de desbloquear y sacar a la luz la mente inconsciente". Me emociona pensar que en la creación de estas dos pinturas que adoro los movimientos mismos y la ubicación de Pollock con respecto al lienzo le hacen muy cercano a ellas: es el resultado de tal danza, pintura en mano. Es como música improvisada grabada en un lienzo.

Ver estas pinturas es como si alguien se abriera el corazón con un cuchillo y te dejara mirar adentro: la conmoción de tal contacto se compara a ciertos encuentros breves pero conmovedores, cuando te conectas realmente con otra persona de una manera inexplicable que ni siquiera tiene que ver con la conversación que se está teniendo. Una conexión humana, de corazón a corazón. Y Jackson Pollock, ya ido, nos ha dejado pintado el interior de su alma. De repente, a la vuelta de una esquina de un hermoso gran museo en una hermosa gran ciudad, te encuentras con ese corazón, latiendo, abierto de par en par, y el tuyo se detiene por un instante para luego latir juntos en un gran sollozo que es el abrazo de dos corazones humanos vivos: uno en el lienzo, el otro en el pecho.