lunes, 28 de noviembre de 2011

El poder del sonido

La materia con la que trabajamos los músicos es el sonido, así que toda reflexión acerca del mismo es primordial. Durante nuestros estudios nuestros profesores se esfuerzan muchísimo en enseñarnos todos los medios para producirlo, controlarlo; están pendientes de su calidad, de que no forcemos los límites de nuestros instrumentos llegando al ruido. Nos obsesionamos con la calidad del sonido. Pero tenemos que ir más allá, pues hacer verdadera música no se trata sólo de producir un sonido "bello". Tampoco creo (y tuve profesores que pensaban eso) que la única preocupación acerca del sonido sea la de tocar "con la técnica" y confiar en que el sonido producido es "de calidad" y que esa es toda la "belleza" (como si se tratara sólo de eso...) que podríamos esperar.

En una entrevista a Pierre Boulez en el programa "School for the Ear" (Escuela para el Oído) , grabación de una serie de talleres del maestro Daniel Barenboim, el primero explicaba cómo hacer que la música "moderna" llegara al público no especializado. Habló de ser muy cuidadoso en la lectura del texto musical, ya que, no porque la música sea disonante y desconocida puede uno permitirse leer cualquier cosa, y dijo algo que me impactó (parafraseo): el hecho de transmitir el texto de una forma clara produce una calidad de sonido que le llega al  público, pues, claro, es el sonido con lo que podemos tocar los corazones de la audiencia.

Y es cierto. Cuando entramos en youtube y empezamos a oír una grabación, no hace falta más que oír el principio para "engancharnos". Una nota, un acorde, es suficiente. Adoro ésta anécdota sobre el legendario violonchelista catalán Pau Casals, tomada del libro "Pablo Casals cuenta su vida", de J.M. Corredor, Editorial Juventud, Barcelona (España),1975, pie de las pp 70-73:

"Para el siguiente relato nos valemos de un artículo publicado en La Suisse, de Ginebra (25 de mayo 1958), que llevaba por firma únicamente la letra 'M'. El día 4 de noviembre de 1905, en San Petersburgo, Siloti -discípulo de Liszt, primo de Rachmaninov- estaba desesperado porque acababa de recibir un telegrama en que la cantatriz polaca Marya Freund -ídolo de los melómanos rusos- le comunicaba que, debido a la huelga de los ferroviarios, no podía participar en el gran concierto anunciado para el día siguiente. Ya estaban vendidas las tres mil localidades de la suntuosa sala...

De pronto entró un criado y le dijo que le llamaba por teléfono un señor que hablaba en francés y que no hacía más que repetir: '¡Monsieur Siloti!¡Monsieur Siloti!' Éste se puso al habla, escuchó y contestó (a Pablo Casals, naturalmente): 'Mon cher, no le dejo doscientos rublos; le doy dos mil para que sea el solista de mi concierto de mañana por la noche. Dentro de un momento vamos a buscarlo en trineo.'

El día 5, por la mañana, terminado el ensayo, 'la Orquesta de la Ópera tributó una ovación tumultuosa al artista catalán, cuando hubo ejecutado la última nota del concierto de Saint-Saëns. En la sala, Rimsky-Korsakov, Glazunov, Liadov, Ossovsky, Blumenfeld, etc., no cabían en sí de gozo.'

Pero Siloti y todos sus amigos estaban inquietos porque conocían muy bien el verdadero fanatismo del público petersburgués por Marya Freund. 'Inquietud que se transformó en angustia cuando, en el descanso del concierto, al anunciar Siloti el cambio de programa, se produjo en el auditorio un rumor de desaprobación general. Era evidente que el público estaba muy mal dispuesto. Y las cosas tomaron un cariz aún peor cuando la concurrencia vio aparecer en el estrado al minúsculo joven un poco encorvado y ya medio calvo, que llevaba un violoncelo casi tan grande como él y se abría paso entre los atriles de la orquesta, seguido por el gigantesco y mefistofélico Siloti.

'El espectáculo resultaba tan irresistiblemente cómico, que la hilaridad era general. Por todas partes se oían burlas. La gente se reía a carcajada suelta...

'No obstante, Casals se había sentado. Con la mayor calma, como si no hubiese visto ni observado nada, afinaba minuciosamente el instrumento. Luego, satisfecho, con la cabeza hizo una señal al director de orquesta. Éste levantó el brazo. Resonó un poderoso y seco acorde en la menor...

'¡Y se produjo el milagro imprevisible!

'Declamado con una autoridad soberana por una voz estremecida e imperiosa que se proyectaba hasta el fondo del vastísimo local, el apóstrofe perentorio y apasionado con que principia el concierto de Saint-Saëns aún no estaba enteramente expuesto e, instantáneamente, ya se había apoderado de toda la sala un silencio de muerte. Cinco arcadas, diecinueve notas habían bastado a Pablo Casals para cambiar a un público que un minuto antes sólo tenía sarcasmos para él y que, subyugado súbitamente por una elocuencia tan apremiante, una precisión de acento y entonación tan absoluta, una sonoridad tan generosa y penetrante, ahora escuchaba con ojos atónitos y se aguantaba la respiración para no perder nada de esa revelación tan prodigiosa.

'En cuanto terminó el Allegro non troppo inicial, se oyó en toda la sala una salva ensordecedora de aplausos y gritos. Puestos de pie, delirantes de entusiasmo, los melómanos petersburgueses no se cansaban de aclamar al joven artista, que, emocionado por estas demostraciones estruendosas, saludaba con toda sencillez a unos y otros."

El autor de este artículo no necesita adiciones cuando describe lo que impactó a la audiencia esa noche: "una elocuencia tan apremiante, una precisión de acento y entonación tan absoluta, una sonoridad tan generosa y penetrante". Calidad de sonido, expresión, declamación. Luego usa la expresión revelación prodigiosa. Hay mucho de iluminación y de misticismo cuando escuchamos a los grandes, como he escrito en este blog antes, a nuestra "Liga de David" personal, aquellos que nos mueven y que cambiaron nuestra vida para siempre en un instante. En este momento recuerdo de mi experiencia personal a Lazar Berman tocando los "Cuadros en una exposición" de Mussorgsky en la Sala Ríos Reyna del Teatro Teresa Carreño. Yo estaba en balcón, pero en el momento de los aplausos me hallaba, sin poder recordar cómo había llegado hasta allí, al pie del escenario, en patio. Supongo que me encontraba en una especie de trance.

El sonido no sólo varía con el estilo, sino que forma parte de la interpretación, una muy importante pues es su espíritu, su cuerpo y su vehículo. Hay que crear una "imagen sonora" con cada obra que interpretamos (como dice nuestro viejo y querido Heinrich Neuhaus en "El arte del piano": antes de decir algo, se tiene que tener algo qué decir). No hablo de técnica, aunque la producción del sonido evidentemente depende de ésta y no puede ser encarnada sino a través de la técnica: hablo de teatro. Así como un actor decide cómo habla, camina, se viste, se comporta su personaje, así nosotros debemos darle "una voz" particular a la obra que interpretamos. Es por eso que en el Conservatorio en Ucrania mi profesora me aconsejaba leer a Stanislavsky, específicamente, en su traducción al castellano, "Un actor se prepara".

El sonido viene de los escondites del alma de los que habla Stanislavsky. Es parte elaboración y parte fuerza salvaje, incontrolable. No debe ser, en el aspecto técnico, como dice Barenboim, sólo destreza digital; tampoco puede ser sólo caos pues entonces no sería música, como también dice el maestro. El meollo del asunto reside en que el texto musical debe pasar por el tamiz de la mente y de las emociones y salir de allí transformado en algo nuevo que, sin embargo, es fiel al texto original. Stanislavsky, en su libro "Mi vida en el arte" (edición rusa, "Моя жизнь в искусстве", Editorial Estatal "Iskusstvo", 1954 pág, 26, traducción mía) escribe: "Un artista debe mirar (y no sólo mirar, sino saber ver) lo hermoso en todas las áreas de su arte y su vida y en las de los demás. Necesita impresiones de buenos artistas y espectáculos, conciertos, museos, viajes, buenos cuadros de todas las tendencias, desde los más izquierdos a los más derechos, ya que nadie sabe qué conmoverá su alma y abrirá los escondrijos creativos." Pues según Stanislavsky, y ya he escrito sobre esto antes, no hay manera directa de abrirlos, sólo formas indirectas. Cualquier intento de forzar la entrada a ellos los cerrará, causando bloqueo artístico y tensión corporal.

En el mismo libro hay otra historia, esta vez venida de las impresiones del mismo Stanislavsky, que describe el impacto del sonido sobre la audiencia. Habla del tenor italiano Francesco Tamagno de quien dice que fue más grande que la Patti, Lucca, Cotogni (dejando aparte por supuesto a Chaliápin, quien para él se encontraba en la más absoluta cumbre). Pero lo que justamente le impactó de Tamagno fue el sonido (Ibid., pág.25, traducción mía):

"Antes de su primera presentación en Moscú no se le había hecho suficiente propaganda. Se esperaba a un buen cantante, no más. Tamagno salió en el traje de Otello, con su enorme figura de poderosa contextura, e inmediatamente aturdió con una nota contundente. La multitud intuitivamente, como una sola persona, se echó hacia atrás, como protegiéndose de una contusión. La segunda nota fue más fuerte, la tercera, la cuarta, más y más, y cuando, tal cual fuego salido de un cráter, en la palabra 'mu-sul-maaaa-ni' voló la última nota, el público por unos minutos perdió la consciencia. Todos saltamos. Los conocidos se buscaron, los desconocidos se dirigieron a quienes no conocían con una misma y única pregunta: '¿Usted escuchó?¿Qué fue eso?'. La orquesta se detuvo, en el escenario había turbación. Mas de pronto volvieron todos en sí, la muchedumbre se precipitó al escenario y enloquecieron de alegría, pidiendo un 'bis'."

Muchos intérpretes confunden esta grandeza de sonido con volumen: con gritos, los cantantes; con golpes, los pianistas (hablo de lo que conozco bien). Pero se trata en realidad de la intensidad, de la onda expansiva proveniente de una explosión interna, única, de la capacidad del artista de alcanzar a la audiencia como un rayo, como una especie de "golpe del odio de Dios" como escribió, con otro sentido, César Vallejo. Y escojo esa expresión en particular porque la sensación ante un fenómeno semejante es estupor, vulnerabilidad absoluta, como reaccionamos ante los fenómenos de la Naturaleza. ¿Y acaso no lo es, no nos viene el talento de Lo Inefable, no lo traemos en los genes? Porque nadie puede enseñarnos a tener "temperamento, sinceridad y espontaneidad", como escribe Stanislavsky en la misma página del texto más arriba. Los genios, los maestros de la técnica (y Verdi estuvo entre ellos, pues él mismo lo escogió y lo moldeó para su Otello) que ayudaron a Tamagno, según Stanislavsky, "supieron descubrir su esencia talentosa y espiritual". Pero también escribe inmediatamente que hay algo más que hacer: "entender y manejar el arte del actor."

Hay un dicho popular que reza: "Los ojos son los espejos del alma". El sonido es su voz, como decía el queridísimo maestro Vladimir Krainev: "El sonido es la prolongación del alma."



martes, 22 de noviembre de 2011

Beethoven 1815-16: la paradoja

Hoy Piano y Forte no sólo celebra el Día del Músico sino también su primer aniversario. Y qué mejor manera de hacerlo que reflexionando un poco sobre nuestro querido y viejo Ludwig.

El próximo domingo 29, 11 am, en el foyer de la Asociación Humboldt tocaré por primera vez la cuarta sonata para cello y piano, op. 102 no. 1 junto con el cellista Kenny Aponte. Durante mi trabajo sobre esta maravillosa obra advertí su evidente parentesco con la sonata 28 para piano solo, op. 101. A pesar de la numeración, que sólo indica el orden de publicación, la sonata de cello fue compuesta un año antes que la de piano, en 1815. En este momento de su vida ya Beethoven estaba sordo, lo que, sabemos, no sólo le producía un dolor emocional inmenso sino que afectó sus relaciones personales y profesionales. La vida de Beethoven, a partir del comienzo de su dolencia, fue en decadencia: cada vez peor de salud, solo, con la única compañía familiar de su problemático sobrino (cuyos líos en vez de disminuir al hacerse éste mayor sólo aumentaban), incapaz de dirigir o tocar en público, considerado insoportable por sus vecinos y sus amas de llaves...

Pero la gran paradoja de Beethoven reside en el contraste entre ésta situación personal terrible y la música que componía. Yo considero que ésta época de los años 1815-16 ( juzgo por estas dos obras que como pianista conozco bien) es el comienzo del viaje a las estrellas del Maestro, el arranque, el momento de empezar a elevarse de la superficie de la tierra. Se les puede escuchar en esos largos trinos en pianissimo, que flotan sobre o entre lentas melodías o en los trinos brillantes, eufóricos, de los movimientos rápidos; en el uso del fugato (una técnica polifónica venida del barroco en que un tema se repite en imitaciones, para mis lectores no músicos. Es como si el tema se mirara a sí mismo en diferentes espejos...). Una de las cosas que más me impresiona es la ausencia de melancolía en los movimientos lentos. Sí hay un instante de pathos (πάθος) en el brevísimo movimiento lento de la op. 101, pero la indicación, en alemán, es "lento, con afecto", nunca cae en un dramatismo desgarrador, y ciertamente no es melancólico, no es un estado de ánimo deprimente: es una especie de reconocimiento sabio y triste de una situación dura y real...que desemboca en una de esas breves cadencias de Beethoven que adoro, donde el tiempo se detiene para caer de nuevo en la dulzura del primer tema del primer movimiento. Es un momento realmente moderno, que influenciará la forma sonata hasta el siglo XX, ese retomar en un movimiento temas de otro, como los personajes de los cuentos de Gabriel García Márquez, que se mueven de un cuento a otro como si todos vivieran en una gran casa de muchas habitaciones. En los momentos lentos de la sonata de cello, que tiene sólo dos movimientos, cada uno muy complejo (y en la que sucede justamente lo mismo: una remembranza del primer tema del primer movimiento antes del Vivace del segundo) no existe depresión. Esos momentos son de contemplación, de humilde reconocimiento de la maravilla de la Naturaleza y de lo mejor del ser humano; son momentos elevados, de una especie de éxtasis que sin embargo viene de las entrañas del ser, de la tierra. Hay un instante muy declamatorio al principio del segundo movimiento, en el Adagio. En el auftakt del cuarto compás el cello prefigura (en mi opinión) el recitativo del barítono en el cuarto movimiento de la novena Sinfonía. Lo que quiero decir es que el cello casi habla; esa necesidad de decir llega hasta justo ese punto final y culminante de la Novena Sinfonía (porque en Beethoven el camino hasta el final es siempre hacia arriba: hacia Dios, la Naturaleza, la hermandad de toda la Humanidad). Y en este op. 102 no. 1 se empiezan a oír esos ecos del futuro beethoveniano.

No todo es contemplación en ambas obras, por supuesto. Evidentemente se mantienen los rasgos característicos del período anterior de creación, se pueden oír en el Vivace del primer movimiento de la sonata de cello, ese dramatismo al mismo tiempo rítmico que nos mata a todos de su obra, que nos gana, nos seduce, esa llamada del destino a la puerta que no es un cliché, un lugar común: simplemente es así y todos podemos sentirlo y oírlo, por eso todos lo decimos . Hay, como siempre en Beethoven, algo que el Maestro nunca perdió: humor, alegría desmedida. Se oye en los ritmos punteados del segundo movimiento de la 101, en la fuga del último movimiento de ésta misma, en el loquísimo Vivace del segundo movimiento de la sonata de cello. Éste último es tan brillante, tan lleno de contrastes que parece una obra bufa de teatro instrumental, con sus momentos elevados, claro está (allí en el medio de éste movimiento está el fugato de esta obra).

Así que este momento especial, 1815, 1816, cuando se habla de una transición en la obra de Beethoven, en donde la forma sonata cambia para siempre, no es una mera formalidad. El contenido empieza a desbordar el molde clásico porque el espíritu del Maestro desborda su Humanidad y afortunadamente nos lleva con él al escucharlo o interpretarlo. No me gusta hablar de moralidad en la Música, pero en este caso de verdad ésta música nos eleva, nos instruye internamente, nos lleva a donde de otra manera no podríamos llegar. Somos realmente afortunados de tener a Ludwig van Beethoven en nuestras vidas, tenemos la suerte de poder volar al cielo musical, humanista, junto con él. Ésta música no tiene fin: cuando uno toca la fuga de la 101 sabe que está en una especie de espacio exterior musical, donde no hay arriba ni abajo, donde sólo hay estrellas, música y silencio.