domingo, 30 de enero de 2011

Apología de las lágrimas

Hace unos días, recibí un correo insultante en reacción a mi entrada sobre Jackson Pollock. En él se daba a entender (esa era la única parte no insultante), entre otras cosas, que las lágrimas no eran una reacción digna ante una obra de arte, menos ante una pintura del expresionismo abstracto. Uno de los argumentos de la carta era el de que a veces se pretende (o sea, yo pretendo) reducir las reacciones y los criterios artísticos en que supuestamente éstas se basan a expresiones puramente naturales, en este caso las lágrimas, lo cual en cierta forma rebaja de categoría el encuentro con la obra de arte pues, según el crítico, se puede tener la misma reacción (u otra bastante más escatológica descrita por él) ante cualquier otra cosa de la cotidianidad, como una colilla de cigarro o una cuenta por pagar. Como si necesitáramos de todo un nuevo juego de sentidos para la percepción del arte y el viejo, el que ya tenemos, lo usaríamos para lo demás. Esta entrada no es una respuesta a ese correo. Pero éste me dejó pensando en por qué las reacciones emotivas producen tanta incomodidad en el medio artístico, sobre todo entre los "eruditos". Hasta el extremo de llegar a pelearse con un amigo y colega.

Defiendo la postura de que, quien se enfrente a una obra de arte, lo haga con lo que tenga, con aquello de lo que emocional e intelectualmente disponga,  pues quienes somos y lo que sentimos es suficiente. ¿Por qué tendríamos que convertirnos en alguien más, saber algo más, tener algo más que el momento presente para poder disfrutar del arte? Esa actitud tiene que ver con aquello del "más" y del "mejor" que es característico del ego, del que tanto he escrito ya .

Las reacciones puramente emocionales ante lo artístico son válidas, en mi opinión. Si poseemos alguna cultura previa al respecto, claro, eso contribuye con un disfrute más profundo del fenómeno, pero yo no lo considero una condición "sine qua non". Junto a la posesión de cierta cultura (entendida como conocimiento previo sobre el asunto, la cual no necesita defensa y por eso no me detengo en ella, pero la que por otra parte considero sobrevalorada al igual que la educación universitaria) desgraciadamente a veces viene el esnobismo. Tanto de los mismos artistas como del público que "consume" arte. Hay un esnobismo vulgar que consiste en imitar las maneras de aquel que sabe, de llenar con una actitud docta las lagunas del propio conocimiento verdadero. Hay uno más profundo: el de los que verdaderamente saben y creen que eso los hace superiores a los mortales comunes, y comparten esta característica con sus pares artistas. Todos tienen en común el culto por la apariencia y el desprecio de los que consideran "inferiores". Tienen toda una lista no escrita de cosas prohibidas: odian a los iconoclastas que aman despojar a las celebridades culturales de su halo de seres inalcanzables (como aquellos editores quienes en el s. XIX borraron muchas expresiones vulgares usadas por Mozart en su correspondencia para no herir los sentimientos de los melómanos); no les agradan aquellos que, cándidamente y sabiendo menos que ellos, osan expresar su opinión en asuntos de apreciación artística, como si la opinión no fuera libre; persiguen con palos, estacas y antorchas a los ignorantes (como si la ignorancia no fuera un "derecho humano", a veces una condición inevitable, y como si no existieran además "los doctos ignorantes", aquellos que, sabiéndolo todo sobre algo, ignoran el resto) y, en general, detestan a los que gustan de gritar que el Rey (a veces) en realidad va desnudo.

En el caso específico de las lágrimas, están asociadas a la sensiblería y, según los misóginos, "son cosa de mujeres". ¿Qué es lo que tiene de negativo lo femenino? Pero no entraré a defender lo que no necesita defensa. Esa postura es absurda, pues los seres humanos del sexo masculino también están provistos del mismo mecanismo. Atacar a las lágrimas, por otro lado, es, en cierta forma, atacar lo humano, lo vulnerable. El ser humano es el único animal que llora. Es, junto con el habla, lo que nos separa de los otros animales y nos define como humanos. Las lágrimas expresan lo que a veces las palabras no pueden. Las lágrimas son necesarias para la salud mental y emocional. Son una salida para el dolor. En el caso de la pérdida de un ser querido, son indispensables. A veces nos bloqueamos, en casos incluso por años, y somos incapaces de llorar. Es un síntoma de desconexión con el alma, de represión, un mecanismo de defensa. Pero debe ser desmontado: el río de las lágrimas debe fluir y, como dice la Dra Clarissa Pinkola Estés, éste nos llevará a alguna parte.

Lo que defiendo es la sinceridad y libertad absolutas en nuestras actitudes cuando contemplamos las obras de arte, pues de lo contrario considero que se desvirtúa el significado del último. Ahora además disponemos de la Internet para averiguar más (y más rápida y fácilmente) sobre aquello que nos conmueve, pero ese primer encuentro entre el espectador y la obra de arte es sagrado y sólo le incumbe al interesado. No nos sintamos culpables ni pidamos clemencia porque no nos guste algo que se supone maravilloso y famoso: cada quien trae consigo sus antecedentes estéticos (que tienen que ver con su propia vida) y no todos sentimos lo mismo ante las mismas cosas, aunque a veces compartamos, por otro lado, el gusto de muchos, lo cual tampoco es un pecado. A mí me sucedió con una pianista alemana que conocí en Kíev. Me preguntó: ¿Cuál es tu compositor favorito? Le respondí: Johann Sebastian Bach. Me espetó, desilusionada: Esa respuesta no es muy original. Le respondí: Pues es la verdadera y no tengo otra. No dejemos que el palabrerío sordo de lo que debería gustarnos o deberíamos saber nos afecte y evite que como humanos nos conectemos con el ser humano detrás de esa pintura, de ese concierto, de ese libro. Toda la información que necesitamos la tenemos enfrente. Cuando posteriormente deseemos profundizar y averigüemos sobre eso que nos ha impactado tanto, estaremos sólo fijando ya en nuestra carne esa experiencia y la archivaremos como un conocimiento, pero será conocimiento de primera mano. Esos son los que nos afectan y nos cambian. Y creo yo que eso es lo que buscamos cuando salimos al encuentro con el arte: la experiencia de un momento único y sobrecogedor, fuera de lo cotidiano y al mismo tiempo íntimamente ligado a ello.

Yo creo que el meollo de este asunto no es cuánto sabe uno de arte previamente al encuentro con el objeto artístico o la justificación de cualquier reacción que ante él podamos tener, sino el hecho de que este encuentro requiere (eso sí) de una inversión de energía intelectual y emocional que uno debe estar dispuesto a entregar. Es mucho más fácil manejarse con clichés, con recetas, formulitas (con el artículo que escribió el crítico: ya alguien ha masticado por uno y sólo hay que tragar). Es definitivamente mucho menor esfuerzo el traer bajo el brazo una actitud prediseñada, preconcebida, además por otro (aunque también por uno mismo, cuando se es uno de esos fulanos "expertos", en cuyo caso ya se está muerto, pues se tratará de ir siempre a lo mismo para pensar y sentir lo mismo de siempre). Y no es sólo menos esfuerzo: también lo protege a uno del tremendo impacto que puede suponer enfrentar la obra de un gran artista. Porque todo lo verdadero conlleva el peligro de afectar profundamente a quien lo enfrente. ¿Queremos eso?¿Nos atrevemos?¿O preferimos seguir viviendo una pequeña vida "normal" y que nada nos afecte demasiado, sino sólo "lo necesario" como para entretenernos? Georges Braque decía que el arte se hizo para perturbarnos. ¿Nos vamos a dejar?¿Nos atreveremos a ser vulnerables?¿O permaneceremos impertérritos?



domingo, 23 de enero de 2011

Retórica de la disonancia

Me opongo rotundamente a esa posición teórica que considera a la disonancia como el simple disturbio de lo armónico, como una molestia, una paja en ojo. La dramaturgia de la historia musical con respecto al uso de  la disonancia va de un caos a otro caos. Entre uno y otro, hasta un acorde de séptima de dominante (o aún peor, la dominante de la dominante) le ha quitado el sueño a los puristas y a cierto público (ese público que en diferentes épocas ha abucheado los estrenos de obras absolutamente geniales). No le ha quitado el sueño ciertamente a los mismos compositores, quienes crean las obras a partir de las cuales a posteriori se elaboran las fulanas "reglas". De tales reglas toda obra genial es justamente (qué casualidad) la excepción.

Todo vuelve, como decía Salomón. Los intervalos de cuarta y quinta fueron los primeros intentos medievales de armonización. Volvieron a estar de moda a principios del s. XX, con los impresionistas. Son intervalos vacíos que no nos proveen de un estado de ánimo definido (mayor o menor) sino nos dan una sensación flotante, atmosférica, como la que tenemos dentro de una gran catedral. Al construir estos maravillosos edificios dedicados al sentimiento de la fe, los arquitectos también buscaban eso: que los presentes en tal recinto se perdieran a sí mismos para dejar a Dios pasar a las emociones (aunque la fe no se trata de sentimientos o de emociones. Pero digamos que la producción o búsqueda de sensaciones en lo religioso desde el principio fue una especie de "marketing" del éxtasis, o bien, para no sonar irónica, una metáfora (una manera de producirlo, ¿podría ser?). Tal sensación, en el s. XX, también se puede asociar con estar debajo del agua (una combinación de ambas sería "La Catedral Sumergida", de Debussy,¿no?) o de estar en el espacio, ambas cosas asociadas al Progreso y a la Ciencia, los ídolos del s. XX. La "cualidad flotante" de una armonización tal se debe a que, al no haber intervalos que evoquen el mayor o el menor (como la tercera, pues la quinta se considera consonante y la cuarta, disonante, al menos en armonía de los ss. XVIII y XIX pero no son definitorias de la tonalidad: son ambiguas) la música tiene tendencia a no moverse, transmite una sensación estática.

He aquí una expresión importante en armonía tradicional (ss. XVIII y XIX): tender a. De eso se trata la armonía y no de los acordes considerados aisladamente: de movimiento musical, de la tendencia de un acorde a resolver en otro. Por supuesto, esta es una sensación subjetiva y es exclusiva de la música occidental. Para los intérpretes clásicos provenientes de culturas con sistemas musicales distintos, con música folklórica diferente, debe haber otra dinámica, otra reacción musical primaria ante ciertos intervalos o ciertas escalas o ciertas armonías. No podemos creer en verdad que todos oyen como oímos nosotros en Occidente...

La disonancia es el imperativo del movimiento. Es una tensión que debe ser liberada. En la dramaturgia musical, la disonancia representa el drama. Se convierte en una puerta hacia otros mundos, otros estados de ánimo, otras tonalidades. Se va lejos para de nuevo regresar. La música occidental se basa en la repetición y en este regresar, en la tensión y la distensión, en el problema y la solución. Toda la armonía del período clásico se mueve bajo este principio dinámico: un acorde de séptima de dominante que debe resolver en la tónica. Un impulso indetenible. Tanto que la dominante resolviendo en la tónica se denomina "cadencia perfecta". O sea, la manera perfecta de caer de nuevo en lo mismo, de volver a casa. El hijo pródigo en música.

El Barroco, (estoy consciente de que sufro de ruptura de planos temporales mientras me muevo mercenariamente a través de la historia musical) matemático, organizado y al mismo tiempo tan humano es el período que yo creo nos da el verdadero significado de la disonancia. Una nota que forma parte natural de un acorde se sostiene hasta el siguiente cambio de armonía. Es la misma nota, pero ahora está fuera de contexto, flota, ajena, en otro ámbito, en aquel perfecto entramado de voces perfectamente organizadas. Y sin embargo he ahí la magia de ese instante, que no la habría sin la nota disonante. Trae a veces consigo una melancolía profunda, un acento desesperado aunque comedido.

Más adelante, al cruzar el s. XX, se van alterando cada vez más los acordes (quiere decir: se van llenando de más disonancias). La música académica llega a alturas disonantes insospechadas, se crean sistemas musicales enteros en intentos (fracasados, para mí) de volver "normal" lo disonante (como en el sistema dodecafónico) y de acabar con la "monarquía" de los grados de la escala tradicional (una especie de comunismo de las notas: todas valen igual, armónicamente hablando). Las músicas coexistentes, el jazz, el tango, se basan en acordes cuyo estado natural es el estar alterados. Es la inquietud de la época, de una vida que después de la 1era Guerra Mundial ya no podía ser la misma. Es triste pensar que lo primero que empezó a globalizarse fue justo la violencia. La música se mueve como se mueve el mundo; el mundo se mueve y a ese paso se mueve el oído. Un oído que a través de los siglos oyó morir gente en armaduras y sobre caballos y luego oyó bombas y ametralladoras y aviones. Además, ¿de quién hablamos? ¿De gente que oía música de su propia época o de nosotros, que oímos música académica de todos los siglos anteriores al nuestro en detrimento del propio? Quizás la expresión de cuánto ha cambiado nuestra vida aún es demasiado por manejar. Cuando estudié en Kíev, mi profesora de música de cámara, Irina Borísovna Borovyk, estaba empeñada en hacerme tocar la sonata de cello de Alfred Schnittke. Esta sonata está escrita en homenaje a los hebreos asesinados por los nazis en Baby Yar, en la misma ciudad donde yo estaba estudiando. Había por supuesto oído a Ligeti antes de eso y conocía y me gustaban la ópera Wozzeck de Alban Berg y el Pierrot Lunaire de Schönberg. Había tocado en Venezuela una sonata de Alta Gracia de Juan Vicente Lecuna (atonal), una sonatina de clarinete de Malcolm Arnold que también era música del s. XX, varios estudios de Scriabin, varias piezas del "Mikrokosmos" de Bártok volumen 6 y había leído la sonata 7 de Prokófieff, no es que fuera una clasicista a muerte ... pero esa sonata era como demasiado moderna para mí y me resistía a aceptarla. Había algo en ella que me era demasiado perturbador. Justo en ese semestre creo que yo quería tocar algo así como que un trío de Haydn. Irina Borísovna, una mujer de gran carácter quien, al tener una cantidad de estudiantes asombrosa no se iba por las ramas y resumía lo que quería decir siempre en muy pocas frases (pocas pero impactantes) me espetó: "-¿Cómo que Haydn? ¡Estamos en el s. XX! ¿Acaso no sabes que hubo una Segunda Guerra Mundial, así no haya afectado directamente a tu país? Ya no estamos en el s. XVIII, ¡qué Haydn ni qué Haydn!". A mí la sonata me resultaba bastante pesada e inclusó lloré un poco en la residencia cuando la tuve que leer, al principio. Irina Borísovna me asignó un "repetidor" hebreo que la conocía muy bien para que la tocara con él, un joven cellista, excelente aunque bastante formal (jamás nos llegamos a tutear y ni siquiera recuerdo su nombre). Poco a poco fue explicándome toda la simbología contenida en la sonata, y ahora, junto con la sonata de Shostakóvich de cello y piano, es uno de mis obras favoritas para este ensamble. Y además me abrió el mundo extraordinario de Alfred Schnittke, de quien ya conocía el Concierto para viola y orquesta y el Concierto para coro. Pero una cosa es sentarse a oír y otra muy distinta dejar pasar todo ese dolor musical a través del alma de uno.

En la música, como en la vida, lo perfecto no es lo que encaja y no desentona. Muy al contrario. La incomodidad de la disonancia es necesaria para movilizarse, tiene la capacidad de expresar la inconformidad del alma humana con el mundo. Y la naturaleza misma del alma es la inconformidad, pues le toca vivir en un entorno que le es ajeno y le imprime esa melancolía de quien, peregrino, pertenece a otro mundo. Su viaje es siempre un retorno a casa, en donde el acorde final, después de tanta disonancia, es el descanso.

Hay una tendencia destructiva en todas las esferas hacia la "normalización", pues lo único, lo original, es considerado una amenaza, un peligro. O, al contrario, existe también una manía de lo original per se, que también, como su contrario, nos aleja de nuestra verdad íntima como artistas. Creo que esto siempre sucede cuando los estilos van cuesta abajo, cuando llega la decadencia, pues la cultura reinante se aferra siempre a la constancia, al pasado o a la iconoclasia fanática. En todo caso, la tendencia es a negar lo auténtico, lo sensible, lo que nos hace vulnerables. Es una mascarada: como si lo que somos en verdad no fuera suficiente, como si tuviéramos que convertirnos en otra cosa, en una caricatura de nosotros mismos para que los demás nos vean. Está relacionado con el fenómeno lamentable de "la celebridad": la deshumanización (o hiperhumanización) de lo humano, la dialéctica del "super héroe". Quizás, después de tantas masacres, de las cámaras de gas, de la bomba atómica, nos sentimos en verdad demasiada poca cosa y pareciera que nuestra vida vale menos que en siglos anteriores. Por eso los juegos de video, en los que juegas a "matar gente" en masa, como si nada. Quizás por eso nos gusta pensar en lo sobrehumano y por otro lado también estamos obsesionados con lo demasiado "normal". La disonancia en música tiene como cualidad inherente la sinceridad; es como decir: "suena feo pero así es". La disonancia es, por excelencia, lo extraño, lo chocante, lo raro. Y, como en la vida, creo que el aceptarla y abrazarla por lo que es, sin demonizarla, nos llevará a un disfrute y un conocimiento más profundo de la música y la existencia. Si no, viviremos para siempre envueltos en plástico, en clichés y en la seguridad de la consonancia. Viviremos, prisioneros para siempre, en la deleznable mazmorra de "lo bonito".



jueves, 13 de enero de 2011

Jackson Pollock, la música y las estrellas

Durante mi reciente viaje de Año Nuevo a la ciudad de Nueva York y luego de un conmovedor encuentro con la pintura de Jackson Pollock, he reflexionado sobre el efecto subjetivo de la belleza del arte tal como lo he experimentado. Así que este es mi cuaderno de bitácora, en cierta forma, y registraré en él el evento más notorio de la travesía.

 Así como la Tierra está rodeada por una atmósfera consistente en varias capas, así nosotros poseemos varias capas de percepción. Hay cosas que afectan la más externa de estas capas, la cual podría denominar de goce puramente estético. Es la reacción ante la belleza evidente, y el placer producido es bastante parecido al de comer comida exótica: es inmediato, nos llena por ese instante y nos deslumbra, pero pasa rápido y aunque luego nos quede el recuerdo de la sensación agradable, el eco de la misma desaparece casi al mismo tiempo que el estímulo. En este viaje también he descubierto a este pintor de arte "fantástico", Daniel Merriam. Su pintura es muy detallada, técnica y estilizada y representa hadas y seres y lugares fantásticos. Es una especie de Bosco pintando escenas de Lewis Carroll. Algunos no consideran arte a esta pintura (yo sí), sino diseño. A pesar de que poseo cierta cultura al respecto, me he dejado simplemente llevar por la exquisitez de estas maravillosas representaciones como quien degusta un manjar y en verdad me importa poco la posibilidad de que, si lo analizo más profundamente, podría llegar a considerarlo kitsch. Pero no soy crítico de arte y he aprendido a simplemente disfrutar de lo que se presenta a mis sentidos, por lo que puedo ver películas de Fellini tanto como "El quinto elemento" (que para mí es una especie de Blade Runner destartalado pero encantador) sin juzgarme a mí misma, al igual que he decidido seguir un camino de lectura bastante mercenario y no leer necesariamente todos los clásicos, como planeaba de niña. La experiencia de estas pinturas deslumbrantes, volviendo a Merriam, ha afectado ciertamente esa capa externa de mi propia percepción: ha llenado mi vista y me ha hecho evocar literatura fantástica, ha creado asociaciones y las considero de entre las pinturas más bellas que he visto en mi vida. Es algo que podría tener en mi pared y verlo diariamente sin cansarme.


Más profunda, hay otra capa de percepción que está más cerca del núcleo, del corazón. Cuando yo era una niña sólo dos cosas podían tocar esa esfera: la contemplación de las estrellas en el cielo nocturno y la música. Era una pequeña bastante cerrada que sólo leía y pintaba y luego cantaba y tocaba el piano, pero no disfrutaba otras cosas aparte de estas. Jugar o la compañía de otros niños me era indiferente. Y ya que las únicas dos cosas capaces de afectarme hasta las lágrimas eran la música y las estrellas, ya entonces decidí que sería músico o astrónomo.

El impacto inmediato, directo y profundo que tiene la música o la contemplación visual, en mi caso, es una flecha directo al corazón. Y me pregunto si acaso el parecido de este magnífico cielo nocturno, cuajado de estrellas (como es raro ver desde Caracas pero no desde este avión que vuela de Newark a Houston sobre las nubes en una noche clarísima y estupenda) y la pintura de Jackson Pollock en su etapa de action painting es providencial o proverbial. Jamás lloré antes delante de una pintura, y jamás imaginé que la primera pintura que ocasionaría esa reacción en mí sería de un abstracto salvaje y absoluto (hablo de "Autumn Rhythm Number 30" en el Museo Metropolitano de Nueva York). Al tener la misma violenta reacción emotiva ante "One: Number 31, 1950" en el MoMA, me senté un rato con mi amiga Verónica a tratar de dilucidar un poco y encontrar una razón medianamente objetiva al menos para explicar el impacto tremendo de estas pinturas en mí, quien antes, en una edad temprana, fuera más bien una adoradora absoluta de Salvador Dalí (aunque también de Armando Reverón) pues, según yo entonces, la realidad se puede torcer hasta un punto donde deja de significar algo, y de ese umbral en adelante en realidad no estaba interesada. Era una especie de clasicista de vanguardia (aunque justo en el ensayo introductorio del libro de Daniel Merriam que me traje de NY se habla de que los pro abstraccionistas furiosos consideran al surrealismo también como kitsch). Yo siempre pensé (y esta era mi posición juvenil) que el arte abstracto tenía mucho de cerebral, de efecto calculado fríamente, de experimento pictórico. Pensaba que existía todo un proceso mental muy depurado para ir de lo figurativo a lo no figurativo. Nunca fui, no obstante, de los que sacrílegamente consideran al arte abstracto como unas cuantas rayas al azar o como obra de niños.

Yo creo sinceramente que no se trata de "ismos" o de buen o mal gusto (los "ismos" no son más que elaboraciones mentales). Ni siquiera creo que se trate de una cuestión de "gustos" estrictamente, sino de estas esferas de las que hablo: cuál de ellas y en qué medida son afectadas por lo que percibimos, qué cuerdas logran tañer en nosotros.

En las relaciones interpersonales percibo algo parecido. Hay personas, compañeros de trabajo o conocidos, que nos agradan y con los que nos relacionamos en un nivel más superficial. Hay otras que afectan profundamente nuestra vida. Las obras de arte están "vivas" en cierta forma, y como seres vivos que son también nos relacionamos con ellas de maneras distintas. Y estas relaciones están predeterminadas por nuestras experiencias anteriores. Por eso relaciono mi amor infantil por las estrellas con el amor por Pollock: sus lienzos enormes no parecen tener principio ni fin, son como un pedazo de cielo recortado y puesto en la pared.

Cuando comencé a apreciar (a través de reproducciones, documentales y la película del 2000) la obra de Jackson Pollock, simplemente sucedió, en un momento. A partir de ahí empecé a justificar lo que sentía: que si la repetición de patrones, que si el ritmo interno de la pintura. En realidad no sabía lo que estaba sucediendo. Pero luego heme allí, en Nueva York, por primera vez, frente a mi primer Jackson Pollock de carne y hueso (¿o debería decir: de lienzo y pintura?). Solos, él y yo, en su territorio, en su país. Las lágrimas que se me vienen a los ojos al evocar ese encuentro son incontrolables y vienen desde lo más profundo, desde una parte de mi alma que es totalmente vulnerable. Pollock me afecta en lo más blando, en esa capa del alma donde las cosas te cambian para siempre.

Volviendo a mis reflexiones conjuntas con Verónica ahí mismo enfrente del Pollock (en ese momento tratábamos de ponerle palabras a mis repentinos ataques de llanto en plenos MoMA y Museo Metropolitano de NY que en realidad fueron mucho más que sólo eso: los puedo describir como espasmos del alma) vimos en esta maravillosa pintura (One: Number 31, 1950) la representación literal de las emociones. Al fondo, el goteado de colores verde oliva claro y amarillo mostaza pálido, transparentes, con una textura casi de acuarela eran para nosotras la representación de las emociones en su estado primigenio, viéndose como deben "verse y moverse" dentro del alma, si se las pudiera fotografiar. Encima, esos terribles chorros de blanco y negro, como latigazos, que transmiten la sensación de desesperación y tormento. Al leer un poco sobre el action painting en Wikipedia encontré una frase afortunada que me hace pensar que no estábamos tan lejos de la realidad (aunque ¿qué es la realidad cuándo hablamos de arte? y sin embargo ¿hay acaso algo más real en la vida?): según eso, la pintura automática es "capaz de desbloquear y sacar a la luz la mente inconsciente". Me emociona pensar que en la creación de estas dos pinturas que adoro los movimientos mismos y la ubicación de Pollock con respecto al lienzo le hacen muy cercano a ellas: es el resultado de tal danza, pintura en mano. Es como música improvisada grabada en un lienzo.

Ver estas pinturas es como si alguien se abriera el corazón con un cuchillo y te dejara mirar adentro: la conmoción de tal contacto se compara a ciertos encuentros breves pero conmovedores, cuando te conectas realmente con otra persona de una manera inexplicable que ni siquiera tiene que ver con la conversación que se está teniendo. Una conexión humana, de corazón a corazón. Y Jackson Pollock, ya ido, nos ha dejado pintado el interior de su alma. De repente, a la vuelta de una esquina de un hermoso gran museo en una hermosa gran ciudad, te encuentras con ese corazón, latiendo, abierto de par en par, y el tuyo se detiene por un instante para luego latir juntos en un gran sollozo que es el abrazo de dos corazones humanos vivos: uno en el lienzo, el otro en el pecho.