miércoles, 19 de septiembre de 2012

El asesinato de la idea


El drama del pensamiento es que no puede salir de la abstracción sino a través de la palabra. Entre ambos se extiende un abismo que, al escribir, hay que cruzar. A veces se cae en él.

Y sin embargo la literalidad es un féretro. Dentro de ella no se puede vivir, sólo se puede estar muerto. La literalidad es el vano empeño de una palabra en parecerse a un pensamiento y también constituye el intento de asesinato de éste. ¿Cómo se planea el asesinato de una idea?

El momento de la plasmación del pensamiento mediante la escritura está sujeto al "enigma de la apariencia", el cual "consiste, no en lo que ésta oculta, sino en el hecho dramático -también expuesto por Buda y sus seguidores- de que todo aparecer es exactamente el momento de su desaparición." (Francisco José Ramos, Estética del pensamiento: El drama de la escritura filosófica, Editorial Fundamentos, Madrid 1998, pág. 25). En cuanto se trata de poner afuera una idea se la atrapa, se la congela, con lo cual en cierta forma se la destruye, pues el vivir de las ideas depende de su movilidad por el éter del pensamiento y de su inasibilidad. Al escribirla, se la detiene, por lo tanto se la mata. Por otro lado, nace la imagen de esa imagen originaria, pensada, pero la primera no es sino un teatro de la segunda.

La verdad, impávida, única, no existe: existe el consenso sobre ciertos fundamentos, y en ése islote de consensos lo sería para ciertas congregaciones, en ciertos momentos: esos interregnos en que el pensamiento se detiene para investirse como verdad. Pero tal investidura proviene del que piensa, y necesita a las palabras para su ceremonia. Así que la verdad es la autoinvestidura del pensamiento asesinado. Por eso las palabras son las arenas movedizas de la verdad. 

Y sin embargo debe existir un empeño desgarrador en la escritura, que no es lo mismo que una búsqueda de verdad, sino una sinceridad suicida, sin eufemismos. Porque el eufemismo es una forma muy cruel de negación.

Sin inteligibilidad la escritura no sería más que un balbuceo. La inteligibilidad se alcanza por un afán de claridad, no de simplificación. Simplificar una idea es desangrarla para hacerle una transfusión de un plasma anodino. Pero el afán de esclarecimiento puede oscurecer el pensamiento. Conocer no necesariamente implica comprender. Aunque sí hace falta una infinita, a veces irracional, aceptación.

Las ideas son puestas en palabras para ser contempladas, no necesariamente comentadas como ahora está en boga en las redes sociales y de microblogging. Eso sería simplemente propaganda. Tampoco tal nacimiento, cuando viene de la motivación profunda, originaria, inmanente, de la literatura, responde a un afán de proselitismo (ésa podría ser en cambio la definición de panfleto). Escribir es una de las reacciones posibles a la incomodidad metafísica que mencioné en mi entrada justamente anterior a ésta, a cierto pánico del espacio en blanco, del silencio. 

Mientras más trata uno de acercarse a algo con la palabra más elusivo se vuelve. La virtud en las palabras es sospechosa; en tal virtuoso no hemos de confiar. Las palabras son engañosas, como enredaderas: se adelantan a la idea y yerran, o cuando se las dice en demasía se decoloran y dejan de significar. También son asesinas de ideas. Por eso las palabras no son de fiar. 


martes, 18 de septiembre de 2012

Estética del vacío


El vacío no es ausencia, tampoco necesariamente el germen de lo que aún no es. Es  un  espacio donde reinan las leyes de lo inhabitado.  Donde  no  "falta"   nada sino    hay     una       presencia   otra,  de   diferente   cualidad,  de una densidad equivalente al  "algo"  pero en negativo, como un mundo dentro de un espejo.

Según los budistas, el vacío no es la falta de algo sino la posibilidad infinita de la fecundidad, que conectaría todos los eventos. En Occidente, es ese espacio de muerte antes del renacimiento, la noche entre dos días, el arquetipo de la Vida-Muerte-Vida según la afamada psicóloga junguiana Dra Clarissa Pinkola Estés, el mecanismo de acuerdo al cual funciona el amor. Éste se distribuye por ciclos, y el fin (la muerte) de cada uno implica un nacimiento. Entre uno y otro comienzo, el vacío. 

En Astronomía, se sabe que el espacio exterior, donde se hallan los cuerpos celestes, es vacío en cuanto carencia de atmósferas, ya que éstas (masas de gases) se concentran alrededor de los planetas y estrellas, que las forman atrayendo dichos gases por la fuerza gravitacional. Así que el vacío sería el espacio entre un cuerpo celeste y otro, una constelación y otra, un sistema solar y otro. No hay nada en él pero contiene al Universo entero.

Así sucede en la música: el silencio le da una silueta al sonido, rodeándolo. El silencio no es simplemente la ausencia de sonido. De hecho, en Ucrania se enseña a "entonar el silencio". Las pausas también se articulan: un silencio puede ser suave si sale de una nota que muere en un diminuendo, puede ser staccato si es repentino, luego de una nota con acento secco. La intensidad del silencio en la ejecución viene dada por contraste con los sonidos que lo rodean: es un efecto de claroscuro.

Pero el silencio no es exclusivamente dependiente de las notas que sí suenan: posee una cualidad sonora en sí mismo que está asociada con la respiración y su pronunciación y con el gesto. El silencio tiene una intención y una intensidad, y su entonación, como la de todo el discurso musical, no es simplemente la reproducción sin sentido de un texto sino la plasmación física, la realización sonora de la voluntad y la direccionalidad. 

En el momento del auftakt, del levare del director, que no "suena",  ya están definidos la velocidad y el carácter de lo que sigue. Hay silencio, pero hay un gesto. El silencio es todo eso: una respiración, un gesto, y también es un sonido, sólo que de una cualidad distinta a los que están asociados a una frecuencia, porque también tiene una duración definida e implica un ritmo; de hecho, lo modela. Podremos visualizarlo si entendemos sobre qué dibujamos con sonido una rítmica, si además de la figura percibimos el fondo, si aparte del cuerpo del sonido "vemos" su sombra. Podemos hacer uso de imágenes pictóricas como éstas para poder pensar, jugar con el concepto del silencio desde tal punto de "vista".

En el declamar, que no es otra cosa que un pronunciar musical, se recorre una geografía de sonidos y silencios con un sentido. Es común a la música y a la literatura, y en donde encuentra una expresión aún más rotunda es en el teatro. Los actores se hacen expertos en el arte de la pausa y el silencio; saben mejor que nadie cuánto se puede decir cuando no se dice nada.

En literatura el vacío es el espacio en blanco en la página. Tiene dos funciones: una "musical", de pausa, también asociada a la respiración, al recitar y otra "pictórica", pues define el "dibujo" del poema en la página, su contorno. Es sencillo de entender cuando se lee un texto en voz alta y en éste (como puede darse el caso, sobre todo en poesía avantgarde) se usan los espacios en blanco en lugar o además de la puntuación. Hay poemas gráficos, en los que el dibujo del texto representa una figura: se esculpiría haciendo uso del espacio en blanco alrededor del poema. Y los espacios en blanco poseen capacidad dinámica, entendiendo ésta última en términos musicales como la representación de un estado de ánimo: la duda, la espera, el sollozo, el darse cuenta son apenas algunos ejemplos inmediatos de lo que puede significar un espacio entre un verso y otro. Así que el espacio en blanco en la hoja no es simplemente un asunto pragmático de diagramación y ahorro o malgasto de papel: es un recurso expresivo.

Quizás la frecuente literal malinterpretación del vacío en música y literatura tenga su origen en una visión mercantilista del ejercicio artístico, no en su significación socio-económica (aunque de allí provenga, inconsciente, su lógica de trueque) sino en el sentido de dirigida por un afán del más y del mejor que no entiende de supuestas "carencias". No se tolera la idea de vacío allí en donde justo reina, en un mundo interno signado por lo que se podría denominar materialismo psíquico; no se enfrenta sino que al contrario se rehuye la incomodidad metafísica que origina. Para el materialista psíquico tal incomodidad es el coro griego de los leprosos del alma, ante cuyos plañidos se cubre desesperadamente los oídos; para el artista, es acicate que redunda en fecundidad, que lo mantiene en necesario y vital movimiento pues lo empuja a emprender la constante peregrinación que es parte de su esencia. Ese afán de negación del vacío es el cáncer de los huesos de nuestra vocación y viene determinado por la prevalencia de la lógica del ego, de ese narcisismo del falso artista que se pone a sí mismo por sobre aquello a lo que debería servir con la humildad, no de quien se inclina ante una deidad, sino de quien simplemente debe convenientemente desaparecer, como esos titiriteros de Teatro Negro que obran maravillas sin ser vistos. Desaparecer para que ese aparente vacío se convierta en la escenografía en que debe desarrollarse el eterno, misterioso y portentoso drama del arte. 

jueves, 13 de septiembre de 2012

La poesía como herramienta crítica


Bernard Shaw dijo una vez: "Se emplean los espejos para verse la cara y se emplea el Arte para verse el Alma". (Ramón Gómez de la Serna, Dalí, Espasa-Calpe, Madrid, 1989, pág. 31. Todas las citas de este autor en esta entrada son tomadas de este libro). En el mismo escrito, Gómez de la Serna atribuye al Surrealismo, como antecedente, ese salto del profesor de estética quien al final de la clase invita a los estudiantes a obviar el programa de la asignatura y hablar un rato, o sea, a improvisar, a conocer el mundo haciendo uso del sueño, de lo inconsciente, de la casualidad: a usar el "arbitrarismo surreal" (pág.111).

Así que la poesía se emparenta con la crítica en ese espacio iluminado del Surrealismo, el cual en la niñez de ambos jugaba con el Psicoanálisis. El arte mismo "es una opinión teorizadora hasta el más allá de los alláes, hasta el más allá de las fiestas mejores del espíritu que trascienden sin miedo la raya del alba. Así, los que estamos dedicados a la dilucidación del Arte ascendemos por la escala de luz que va de la tierra al cielo." (Gómez de la Serna, pág. 112). El arte es una materia de una densidad atmósferica otra, en la que se confunde a sí mismo con su propia dilucidación, pues parte de la esencia performántica de la obra de arte es ese encontrarle el sentido, no necesariamente y no siempre usando la comprensión, lo cual no es posible a veces ni para el mismo creador. "En La conquista de lo irracional el mismo Dalí ha dicho de su pintura: "...Cómo quieren que los demás comprendan (mis cuadros) cuando yo mismo que soy quien los hace, tampoco los comprendo. El hecho de que yo mismo, en el momento de pintarlos, no comprenda la significación de mis cuadros, no quiere decir que mis cuadros no tengan ninguna significación."(Gómez de la Serna, pág. 108). Pero no se trata sólo de un asunto de significación y comprensión, al menos consciente, sino de un fenómeno cognitivo que implica una percepción mucho más amplia. A veces se me ocurre que la intuición es comprensión, análisis a alta velocidad, una que no permite andar por todos los vericuetos de la razón. Los surrealistas incluso, rozando el espiritismo, incorporaban la premonición a este complejo de "cognición-aprehensión incomprensible", y Gómez de la Serna da como ejemplos "el caso del pintor Brauner, que se había autorretratado tuerto sin serlo, cuando un día en una disputa surrealista lo es en verdad, recordando eso el caso de Apollinaire, que tenía su retrato en bajorrelieve con una herida en la frente, que se realizó en la guerra del 14 cuando le hirió en ese mismo sitio un casco de obús."(Gómez de la Serna, pág. 68). La poesía es la voz de la intuición: es la intuición articulada.

Así pues, por todos los flancos, la poesía es todopoderosa y omnipresente en su capacidad de árbitro entre el artista y el mundo y entre el hombre y el Arte; entre la oscuridad y la luz y el orden y el caos, pero no oponiendo estos extremos, sino reconciliándolos: echando luz sobre la oscuridad y descubriendo el orden en el caos, que es el paso previo a la articulación de la palabra. El acto poético es una especie de creación del mundo a la inversa, pues en el Génesis (que también es poesía) está escrito que "en el principio era el verbo"; una recreación, pues en cada obra de arte el mundo se crea de nuevo en pequeña escala.

"Lo que la analogía poética tiene en común con la analogía mística, es que transgrede las leyes de la deducción para permitir al espíritu la aprehensión de dos objetos de pensamiento situados en diferentes planos, entre los cuales el funcionamiento lógico del espíritu no está en condiciones de tender puente alguno y se opone a priori a que ninguna clase de puente sea tendido."(Gómez de la Serna, pág. 113). La poesía es ese puente metafísico para cruzar desde lo que late, invisible, eso que busca al mundo como un animal salvaje que otea el espacio del arte, hasta la explosión de luz enceguecedora que es la palabra.

Sólo la escritura poética puede atajar ese borde esquivo de las ideas y cosas, ese que se escapa al burdo y elefantiásico análisis dependiente únicamente de lo racional. Porque ¿quién dijo que la mente es el espíritu?¿Quién podría reducirnos y a la magia que nos circunda a meros impulsos eléctricos o reacciones químicas?¿Quién se atreve?¿Quién tira esa primera piedra?

El ars poetica es, en cierta forma, una clave para descifrarnos, una llave del cuarto de los demonios personales. Por eso a algunos la poesía puede salvarlos, y a otros, precipitarlos en su propio abismo y matarlos, con esa muerte voluntaria que tantos escritores escogieron: el suicidio.

La poesía es una forma de ver y escribir el mundo. Se nos cuela en las letras, a quienes nos tiene felizmente prisioneros, cuando escribimos fuera de ella. Nos abre los ojos de ver cosas invisibles, y le da una voz a lo inefable porque es la única que puede acercársele sin quedarse muda. 


sábado, 18 de agosto de 2012

El autor equivocado


Un fenómeno muy extraño y que me causa gran curiosidad, por lo frecuente y absurdo, es el de la literatura falsamente atribuida a escritores reconocidos. Quizás aún más sorprendente resulta la reacción apasionada y hasta violenta que tiene la mayoría de los adeptos de este, llamémoslo así, "género apócrifo" cuando se intenta aclarar el malentendido. ¿Por qué lo falso tiene una defensa tan férrea? 

García Márquez, Shakespeare, Vargas Llosa, Borges, Neruda son sólo algunas de las "víctimas" de personas que quizás sólo quieren que sus escritos sean leídos a gran escala a costa de, digamos, la cesión de sus derechos intelectuales sobre los mismos.

La horda defensora (los que difunden dichos textos sin verificación ninguna) puede realmente enceguecerse. Tal fue el caso, por demás pintoresco, de un homenaje que se le hiciera a Jorge Luis Borges durante el cual se les ocurrió a los desdichados organizadores leer justo el poema "Instantes", atribuido falsamente al escritor y de amplia circulación por la red. Lo más aterrorizante fue el que, siendo la mismísima María Kodama quien aclarara inmediatamente que el poema no pertenecía a Borges (su marido, nada menos), haya recibido posteriormente ataques de parte de fanáticos del texto en cuestión.

Hace poco me tropecé con esta joya apócrifa de Neruda: "No culpes a nadie, no te quejes de nada ni de nadie, porque fundamentalmente, tú has hecho tu vida...". Hay también circulando por la red un supuesto homenaje de Vargas Llosa a las mujeres y una frase de Shakespeare sospechosa del mismo mal.

¿Cómo podemos saber que esos textos no pertenecen a esos autores? El texto se valida a sí mismo. El estilo propio del escritor es un indicador interno. Si no suena a Borges, no es Borges. Cada autor tiene su voz propia, su esfera limitada de temas. Es sospechoso que alguno de los grandes escriba algo que parece ser sacado de un libro de autoyuda, siendo más propensos a la ironía y al humor que al, llamémosle así, "análisis vivencial blandengue". 

Quizás a los que no quieren aceptar la falsa autoría de estos textos les parezca injusto, una especie de crítica, el desenmascaramiento de la farsa, pues les sean estos textos particularmente caros, como si quitarles el autor famoso los despojara de algo. Dicen, en  su defensa: ¡pero es hermoso! Pero ese no es el punto, la acusación no es de fealdad, es de atribución falsa. ¿Que no importa? Importa, porque la literatura importa. ¿En verdad no quieres saberlo todo acerca de lo que lees, en verdad no te preocupa ser víctima de una estafa intelectual? 

A uno puede gustarle cualquier cosa, es un derecho inalienable, y puede uno mismo escribir lo que se le venga en gana, y además difundirlo como propio, en un blog o en el twitter. ¿Para qué querría uno demostrar que se conoce un autor, por más famoso que sea, cuando no es así? Cada quien tiene derecho a leer lo que quiera y a omitir literatura (aunque sea una lástima y un desperdicio, pero es problema personal, privado, de cada quien). Pero si nos incomoda difundir información y luego enterarnos de que es falsa, si se le exige tanto en ese sentido a los medios de comunicación ¿por qué no mantener la misma actitud hacia la literatura? La literatura es, pongámoslo así, el noticiero del alma. Quizás la tratamos más como a la prensa amarilla de celebridades: la consumimos sin importarnos el que todo sea infundado. Lo cual es una aberración, un abuso contra la privacidad de esas personas y por demás de extremado mal gusto.

Pero, como escribe Vargas Llosa en su ensayo "La civilización del espectáculo", en ésta el bufón es el Rey. En resumidas cuentas: no interesa el contenido de lo que se difunde, y tampoco interesa quién lo escribe. ¿En verdad no les parece trágico -así la literatura no sea en sus vidas, como en la de otros, entre los que me cuento, algo esencial, necesario para la existencia- ese tráfico de falsedades? Lo es, tanto como lo es la mentira, el engaño, que aún (creo) se consideran como atrocidades.

Lo contradictorio, en el caso de la gente que no está interesada en la literatura sino en ese picoteo que es leer en la red (Vargas Llosa, misma obra) es el que, para conferirle valor y relevancia a lo que leen y les gusta sí hacen uso del reconocimiento público, bien merecido, que tienen estos grandes autores. No les importa si lo son en efecto, sino pero sí la autoridad que viene con el nombre que se han ganado escribiendo, ganando premios, el mismísimo Nobel. Porque la fama se ha convertido en valor, en uno bien superficial si recordamos esas celebridades salidas de los reality shows...

El amor y el respeto por la literatura es mucho más que un esnobismo trasnochado y elitista. No lo digo yo, lo dice Lorca en su discurso "Medio pan y un libro" cuando recuerda a Dostoyevsky, preso en Siberia, pasando hambre, frío y penurias, rogándole a su familia por carta que le enviaran "¡libros, muchos libros, para que mi alma no muera!". Porque, escribe Lorca, "la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida."

La exactitud de la fuente de lo que difundimos en la red y su contenido debe importarnos. Es evidente que no se trata sólo de la literatura: es parte de toda una actitud que hemos dejado que se vaya filtrando en nuestros huesos, de una terrible desidia que esconde una pasividad necesaria para los grandes medios de comunicación con el objetivo consciente  de convertirnos en meros consumidores sin crítica ni iniciativa, para poder hacernos tragar cualquier basura que nos quieran vender. Como también escribe Vargas Llosa en su ensayo anteriormente mencionado, para convertirnos en meros espectadores, al punto de volvernos marionetas de gobiernos y trasnacionales, pues esa actitud pasiva resulta en la sensación de que no puede cambiarse lo que se presencia. Y sí se puede.

Por eso este asunto es importante y digno de reflexión. Debería importarnos, así no seamos amantes de la literatura, si no estamos "metiendo gato por liebre" cuando difundimos un texto. Y deberíamos tener suficiente carácter como para asumir con conocimiento de causa qué clase de texto nos gusta y difundimos y si pertenece a un gran escritor o al vecino. Porque, si engancha tu alma ¿qué importa que no lo haya escrito Ovidio mismo?

jueves, 16 de agosto de 2012

La pérdida de la inocencia


La única inocencia que quiero recuperar es la de escuchar música sin analizar, sin pensar: dejarla que me lleve de la mano a donde quiera, como a una pequeña niña ciega.

¿Qué oímos cuando escuchamos música? He ahí el dilema. Es evidente que arrastramos con nosotros nuestro bagaje cultural y éste influye en nuestra percepción. El asunto es ¿cuánto de ello es un estorbo para conectarnos, realmente conectarnos, con lo que escuchamos?¿Cuánto de ello no son oídos ajenos, esnobismo, prejuicios? ¿Cuánto de ello en lugar de acercarnos a la música nos separa de ella?

Es evidente que no oímos música en un vacío cultural, no se trata de eso y además es imposible. Pero creo que la experiencia musical gana cuando es más entrañable, cuando la conexión se establece de corazón a corazón. No creo que una cultura vasta estorbe, bien al contrario. Cultura implica amplitud de criterios, flexibilidad. La ignorancia siempre está obsesionada con el alfabetismo, y se le podría definir más como estrechez mental que como falta de información. El carecer de información se subsana en un segundo, ese breve instante en que algo no existía en la esfera emocional y, de pronto, luego de escuchar algo, he ahí el chispazo: se posee.

Quizás el meollo del asunto es más bien qué hace uno con la reacción del organismo entero al escuchar, cuántas fronteras, cuántas aduanas se ponen al pasar la música del oído al alma. No hablo exclusivamente de música académica. Puede que alguien se diga: ¿cómo puede a mí gustarme esto? si considera de alguna manera vergonzoso el sentirse atraído por alguna música que no correspondería a su esfera habitual de audición.

Ya en una entrada anterior, "Apología de las lágrimas" (http://pianoyforte.blogspot.com/2011/01/apologia-de-las-lagrimas.html), defendía yo la reacción 
personal ante el fenómeno artístico. Ahora me concentro más en cuánto se permite uno sentir lo que siente, en la inocencia necesaria para dejarse afectar profundamente, cuánto se defiende uno del "Consejo de los Simios" (Clarissa Pinkola Estés) personal. El perfeccionismo también ataca al oyente, quitándole su libertad de sentir lo que siente por lo que sea.

No siempre se queda uno con la primera impresión de algo que oye. Pero una primera reacción violenta y de desagrado te está dando una información importante. Es una reacción demasiado notoria para ser ignorada. Quizás la indiferencia sea una razón más válida para no volver a oír algo que la violencia. Cuando algo me produce una reacción evidente de disgusto, siempre espero un poco (días, meses, años) y vuelvo a escuchar (o a leer, o a mirar).

No se trata entonces de que la reacción sea necesariamente placentera, sino de que haya una reacción. Tampoco se trata de prohibirse luego razonar, preguntarse, averiguar todo lo posible sobre lo visto, oído o leído. Se trata de ese momento casi sagrado del encuentro con la obra, la inmediatez de la reacción. La sinceridad con que dejas que la sangre te fluya adonde el calor la lleve antes de regresar al corazón.

Hay que entregarse a la música como a un amante. Hay que dejar fuera del fuero interno al crítico mal entendido (ese, el del arte del debería-haber-sido) y escuchar, realmente escuchar, que, como existir, realmente existir, requiere de una profunda, incondicional y absoluta aceptación.

Es un derecho humano, la libertad de reacción, algo casi biológico. ¿Por qué a veces no la usamos?¿Por qué le tememos?¿Por qué nos privamos justamente de aquello que tiene de más preciado la obra de arte, que es, la capacidad de llevarnos adonde nunca hemos estado y adonde de otra manera no podríamos ir?¿Qué es la inocencia al escuchar/mirar/leer sino un dejarse llevar, una confianza de niño, un vibrar de una cuerda interna, tañida por algo ajeno y lejano que se convierte en lo más cercano y entrañable que pueda llegar a tocarnos?




viernes, 13 de julio de 2012

Miedo escénico: unas pocas reflexiones (II)



Para tocar en público definitivamente hace falta coraje. De hecho, esa palabra ha surgido de varias lecturas inconexas que he hecho últimamente como consejo. En un excelente artículo de Adriana Villanueva, escritora y articulista (@pikivil) que encontré en el twitter gracias a la cuenta @esnobgourmet, "Cómo espantar a un escritor"1hay excelentes ideas que los músicos también podemos usar. Ella escribe sobre un libro de Norman Mailer, "Spooky Art: thoughts on writing" y las frases que compartiré son traducidas por ella.

Comienza preguntándose: ¿coraje ante qué? Porque no es tan sencillo como temer las críticas negativas: es enfrentar los propios demonios. Una de sus ideas que traduciré a lenguaje musical es la de que uno puede usar sus debilidades a su favor. Se puede usar asimismo el miedo a favor. He pensado mucho en esto. Vamos a tocar y tenemos miedo. Generalmente, luchamos contra esa emoción. Pero ¿qué me dice el miedo? Creo que habla de lo mucho que amamos lo que hacemos y lo mucho que nos interesa. Ese es un buen rasgo. Habla también de que la música toca una parte oscura y oculta de nosotros mismos a la que normalmente no tenemos acceso. Cuando vamos a tocar, nos transformamos en otra cosa, una que no vemos, que no conocemos nunca del todo. Dentro nuestro, antes de tocar, una cuerda se va tensando.

¿Qué hacer con el miedo? Siempre pensamos: ojalá no estuviera tan asustada, sería perfecto estar tranquila, tocar como en la sala de mi casa. Pero no es así. Se agota uno en esa lucha por desembarazarse del miedo. ¿Qué tal esto? Aceptar el miedo. Decirse: estoy asustada, y así mismo voy a tocar. Y, en los ensayos previos, ensayar hacerlo, aceptando el miedo, abrazándolo. No puede uno ir dentro de sí mismo contracorriente.

Lo físico ayuda. El tener la obra aprendida mecánicamente hasta la inconsciencia (sabes que te sabes algo de esa manera cuando puedes no verte las manos y dejarte llevar por los dedos) te da algo a lo que abandonarte en medio del miedo. Confías en las manos y te dejas llevar, en lugar de entregarte a tu mente, obnubilada por la adrenalina, por lo cual puede hacerte tropezar y caer en lo que más tememos, sobre todo los que tocamos de memoria: el blanco. Sentarse a estudiar debe ser el ejercicio de abandonarse a las manos. El dedo siempre sabe el mejor camino a la tecla. Hay que confiar en la propia mano y dejarse llevar por ella, según mi profesora Galina Borísovna Neporózhnya. Como dice el pianista francés Jean-Ives Thibaudet, practicar tiene como fin reducir los riesgos a la hora de tocar. Nunca se sabe qué va a suceder allá fuera, en la escena.

La constancia en el estudio, la práctica diaria, es imprescindible. Es lo que hará que, cuando te sientes frente al piano (en mi caso) puedas decirte: esto es lo que hago cada día y simplemente lo haré una vez más. Y cuando lo hagas sentirás el alivio tremendo de quien nada en aguas conocidas, y podrás elevarte a soñar enfrente de todos. Pero a veces nos asalta la flojera. ¿Qué hacer? En el artículo arriba mencionado Norman Mailer aconseja enviar una orden al subconsciente, la de que lo que hacemos es un trabajo serio, un compromiso al que no debemos faltar, pues si empezamos a encontrar excusas para no practicar, caeremos en el desánimo.

Hacer ejercicio físico es una buena manera de mantener calmados a los demonios en su establo los días previos, pues si no se salen y molestan agotándolo a uno, no dejándolo a uno dormir ni respirar en paz. No se trata de neutralizarlos, pues los necesitaremos. Si no, nuestro concierto carecerá de duende, ese, el de Lorca en "Juego y Teoría del Duende"2, el que tenía Paganini según él y Goethe y coincidían en que era "un poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica". No podemos privarnos de ese poder, y a veces tenemos que atravesar el valle del miedo para poder acceder a él.

Volveré a repetir, como en otras entradas, que nuestro peor enemigo es el perfeccionismo. Esta vez dejaré a Norman Mailer decirles que, por más grande que sea un talento o por buena que sea una interpretación, siempre puede ser mejor, así que nunca se alcanza la perfección. Por eso hay que tener coraje ante la idea de no ser suficientemente buenos, de fracasar "en esta espinosa profesión."

Del blog de @esclvsa, quien traduce el discurso que pronunció el escritor William Faulkner al recibir el premio Nobel3, copio dos párrafos íntegros que creo valen oro para nosotros los músicos y en general para todos los artistas, no sólo los escritores:

"Hoy nuestra tragedia es un universal miedo físico sufrido tanto tiempo que podemos incluso soportarlo. Ya no hay más problemas del espíritu. Solo queda la pregunta: ¿Cuándo estallaré? A causa de esto, los jóvenes hombres y mujeres que escriben hoy han olvidado los problemas del corazón humano en conflicto consigo mismo, los únicos que pueden crear buena literatura, porque solo de ellos vale la pena escribir, solo ellos valen la agonía y la fatiga.



Ese escritor debe aprenderlos de nuevo. Debe enseñarse a sí mismo que el cimiento de todas las cosas es tener miedo; y, al enseñarse eso, olvidarlo para siempre, sin dejar sitio en su taller para nada que no sea las viejas verdades y realidades del corazón, las verdades universales sin las cuales toda historia es efímera y está condenada a la ruina –amor y honor, piedad y orgullo, compasión y sacrificio. Hasta que lo haga, está maldito. No escribe sobre el amor, sino sobre la lujuria, escribe sobre derrotas en las que nadie pierde nada valioso, sobre victorias sin esperanza y, lo peor de todo, sin piedad, ni compasión. Sus sufrimientos no son universales, no dejan cicatrices. No escribe del corazón sino de las glándulas."

El miedo es un caballo, y hay que montarlo. Paradójicamente, el aceptar que las emociones son como perros furiosos que no se pueden controlar es el principio del dominio sobre uno mismo. El miedo nos hace descender a las oscuras aguas de lo inconsciente. La mejor forma de navegar por ellas es seguir la propia intuición salvaje. Nuestro miedo es el atisbo de la profundidad de nuestro corazón.


Culmino con unas frases de la Dra Clarissa Pinkola Estés, dignas de ser enmarcadas y colgadas en nuestra pared:

"La fuerza no es sólo para el fuerte.
La dureza no es sólo para el duro.
Hay Uno más grande que nosotros con nosotros y dentro nuestro bajo cualquier Nombre.
Yo lo llamo El Fénix.
En Nombre Suyo: Coraje."4




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viernes, 8 de junio de 2012

Música y movimiento


El movimiento del intérprete musical no es una actuación separada de la música: viene desde adentro, donde nuestro corazón y el de la música que tocamos se encuentran.

El movimiento debe ser una consecuencia natural e inevitable no sólo del quehacer musical, entendido como los movimientos mínimos necesarios para producir el sonido. En términos de técnica, se busca la economía de movimientos, claro. Pero en este momento me refiero a esos movimientos que salen desde adentro, del alma musical, esa danza interna que se exterioriza cuando tocamos o cantamos. Desde el punto de vista de la técnica a primera vista se podrían considerar innecesarios. Pero toda técnica se basa en la relajación, la naturalidad y relajación de los movimientos. Y la inmovilidad total, las poses, son tensión. A veces basta con sentar al piano a una criatura viva para verla convertirse en una marioneta.

Hay que entender el verdadero origen de todo en el momento de tocar música. En el concierto o recital de piano, la gente tiende a sentarse de manera que pueda ver las manos del pianista, o sea, se sientan delante de las teclas, en lo posible. Pero la realidad es que el sonido no sale de ahí: viene de la tapa abierta, y en realidad no importa cómo se mueva el pianista. Lo importante es la música que sale del instrumento.

Al final de su carrera, el pianista soviético Sviatoslav Richter decidió tocar casi a oscuras, con sólo una pequeña lámpara para él poder ver las teclas. Decía (parafraseo): lo importante es la música. ¿Ver, para qué, qué hay para ver, las manos? Pensaba que la oscuridad ayudaría a la audiencia a concentrarse en lo verdaderamente esencial: el fenómeno acústico.

Así como la música en el piano sale de la tapa y no del teclado, en el que toca la música se origina en la mente y el oído, no en las manos. El movimiento resultante es una reacción a una música previamente escuchada en la mente. Como decía Heinrich Neuhaus: antes de tocar una música, hay que tener una música que tocar. La distancia entre lo que se escucha con el oído interno y el movimiento tiene que no existir, se debería tener la mínima consciencia posible de qué sucede. Si al tocar en el piano, por ejemplo, un salto, estamos conscientes de toda la elipse descrita por la mano en el aire, estamos frenando ese movimiento. Simplemente hay que confiar en el mecanismo de la mano de ir a donde va el ojo. Así como no pensamos al caminar en poner un pie delante del otro, no deberíamos pensar en levantar y bajar los dedos. No es necesario. El complejo mecanismo mediante el cual la mano se mueve para tocar un instrumento está compuesto de los mismos movimientos que usamos en la vida cotidiana, como siempre repetía mi profesora Olga Grigórevna Orlova del Instituto Musical Glíer de Kíev. Decía cosas como: "-No pueden tocar bajo-acorde porque no limpian las ventanas de su casa: es el mismo movimiento circular. ¡Hagan oficio y podrán tocar el piano!". Otra cosa que siempre decía, y es perfecta para este tema, es: quien no puede bailar, no puede tocar el piano.

Se refería al irrefrenable impulso rítmico que nace de la música, que impulsa el movimiento del cuerpo en el piano, el cual, aceptémoslo pianistas, es esencialmente en la manera de tocarlo, un instrumento de percusión. En el que, claro, nos imponemos tareas casi imposibles, como tocar melodías legato, lo cual en el piano es una hazaña. Pues como escribió Neuhaus en "El arte de tocar el piano": la respiración del piano es corta. ¡El piano sufre de enfisema pulmonar!

En el caso del canto (el sueño imposible del piano) los movimientos, en ópera al menos, están relacionados casi siempre con el montaje escénico. Pero al cantar en una gala o recital, ¿qué hacer con el cuerpo? No se trata de moverse con el fin de "entretener"  a la audiencia. Realmente expresar origina movimiento. Los cantantes populares no tienen esos complejos inútiles: el baile  para ellos es la consecuencia inevitable del canto. Si observan el maravilloso video promocional del CD "Cleopatra" de la afamada soprano coloratura francesa Natalie Dessay la verán grabando, "dibujando" prácticamente todo lo que canta con las manos y el rostro. Es un CD, nadie iba a ver lo que hacía: todos esos movimientos estaban originados en los adornos, las entonaciones, el dibujo de la música que cantaba.

Cuando estudiamos, a veces estamos tan preocupados por la "hermosura" de nuestros movimientos como de la técnica. Creemos que, si nuestra técnica es "perfecta" (¡ah, el perfeccionismo, ese terrible enemigo de la humanidad!), no podemos sino vernos lindos. Ahora, nosotros pianistas, recordemos a uno de los consentidos de todos: Vladimir Horowitz. Cuando estudiaba en el Conservatorio de Kíev con Blumenfeld, éste se halaba de los cabellos por la manera tan personal que tenía Horowitz de moverse (de todos nosotros conocida). Pero el "artistismo" (palabra que no existe en la RAE, pero ya saben que eso no me detiene) de Horowitz podía más: la música que vibraba en él, que lo movía, pudo más. Afortunadamente, como todos sabemos.

Mi profesora de la Academia Ucraniana de Música, Galina Borísovna Neporózhaya, sostenía que cada quien tiene una manera propia de moverse, y ella trataba de respetar eso en cada estudiante, en lugar de obligarlo a hacerlo de forma predeterminada. La base psicológica musical es la que expuso Neuhaus en su libro: es mejor tener buenos padres que buenos profesores. Lo que trajimos a este mundo que nos sirve para tocar ya viene incluido en nuestros genes. De hecho, en clases de Metodología Musical en Kíev me enteré de estas dos grandes corrientes: la que podríamos llamar "naturalista" (a la que Galina Borísovna pertenece, como yo, aprendido de ella) y aquella que sostiene que no hay ser vivo que se resista a la imposición de una técnica (mi otra profesora, Olga Grigórevna, pertenecía a esta otra tendencia, por eso tengo ambos puntos de vista muy claros). Según la segunda tendencia puedes, mediante aprendizaje (yo lo llamaría más bien "amaestramiento"), crear el movimiento correcto. A pesar de que evidentemente el aprendizaje de un instrumento incluye la repetición de ciertos movimientos para lograr el automatismo, no es de eso que trato. La diferencia es muy sutil. El asunto es moverse, haga lo que uno haga, como naturalmente se inclina el cuerpo de uno a hacerlo, y eso es muy personal, inherente a cada quien. Nos sorprendemos cuando nos vemos tocar en videos por eso: no sabemos cómo nos movemos realmente porque es inconsciente.

Y Galina Borísovna tiene una máxima que, para mí, es la base de toda la técnica: la mano sabe mejor, confía en la mano. Es un principio a aplicar en todo momento y etapa del tocar. Cuando leemos y empezamos a resolver el primer reto, la digitación, ¿en qué basamos nuestras decisiones? Por lo general, de ser posible, usamos las digitaciones aprendidas en las clases de técnica. Pero todos sabemos que siempre hay algo distinto, algo que requiere "una vuelta" diferente de la digitación tradicional. ¿Cómo decides tu digitación? ¿Obligas a tu mano, como un animal salvaje que requiere ser amaestrado, a hacer algo que decidiste con tu mente?¿O buscas lo más cómodo? ¿Escuchas a tu mano?

Y, ante todo, claro, y primero que todo: la música. Hay que disminuir a cero la distancia entre lo que oímos en nuestra mente y oído y cómo nos movemos para conseguirlo. Nuestras muchas horas de estudio tienen un horizonte, una luz guiadora: la obra que queremos tocar. No nos quedemos atascados en escalas y arpegios. No creo en ese empirismo lapidario de Olga Grigórevna: "la música está hecha de escalas, arpegios, acordes y notas dobles. Si tocamos todo eso, podremos tocarla." Claro que debemos poder tocar todo eso. Pero la música es mucho más. Tiene un poder casi mágico, que a veces la convierte prácticamente en una verdadera epifanía. La música disipa cualquier duda, se lleva consigo las sombras, alivia el dolor (físico, espiritual y emocional), nos cambia profundamente al oírla o tocarla convirtiéndonos en otros más allá de nosotros mismos y nos transporta a un lugar único debajo de la piel del mundo.


sábado, 18 de febrero de 2012

Proyecto Mahler



Esta entrada está dedicada al Proyecto Mahler, la integral de las sinfonías dirigida por Gustavo Dudamel en la Sala Ríos Reyna  del Teatro Teresa Carreño de Caracas del 7 a hoy 18 de Febrero del 2012 con la participación de la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar, la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles, solistas internacionales invitados y ensambles corales pertenecientes al Sistema Nacional de Coros.

Tuve la suerte de poder asistir al ciclo completo en vivo, y cada día, durante el concierto, escribí un aforismo que condensa mi impresión muy personal de cada una de las sinfonías y de la interpretación de las mismas, haciendo uso de una suerte de escritura automática, a veces citando los versos del texto (en caso de haberlo) que más impacto me habían producido en el momento.

Aquí tienen mi colección de aforismos sobre el Proyecto Mahler:

 
7/02/12. Mahler/Dudamel-OSSB, "La Resurrección": de lo folclórico a lo místico, de lo desgarrador a lo sublime. "Resucitarás, sí, resucitarás, oh polvo mío (...) créelo, no has nacido en vano".

8/02/12. Mahler/Dudamel-OSSB, Sinfonía 3: Las dos caras del abismo del alma."¡El gozo es aún más profundo que las penas del corazón!".

9/02/12. Mahler/Dudamel-OSSB, Sinfonía 5: La cualidad flotante e interminable de la pasión.

10/02/12. Mahler/Dudamel-OSSB, Sinfonía 7: Lo más cerca que puedes llegar del Valhalla...de noche.

11/02/12. Mahler/Dudamel-La Phil, Sinfonía 9: Lo inasible, lo inefable, la magia pura materializada en sonido.

13/02/12. Mahler/Dudamel-La Phil, Sinfonía 4: Un rayo de sol, directo al cielo a través del corazón.

15/02/12. Mahler/Dudamel-La Phil, Sinfonía 6: música de la tierra, de las entrañas...de lo fatídico.


16/02/12. Mahler/Dudamel-La Phil Sinfonía 1: el planeta de lo lírico, de lo bucólico, de lo apoteósico. Adagio Sinfonía 10: un lamento en el espacio infinito.

18/02/12. Mahler/Dudamel, OSSB-La Phil Sinfonía 8: El encuentro de la mirada secreta de Dios con la de sus criaturas. "¡Flechas, atraviésenme mi necesitado corazón!"


viernes, 3 de febrero de 2012

La dramaturgia en la música instrumental


En el prólogo de "Pensamiento, palabras y música" de Schopenhauer (Editorial Edaf S.L., Madrid 2010) , brillantemente escrito por el traductor, Dionisio Garzón, éste escribe sobre la presencia de una "voluntad universal" que no es sino aquello que se expresa a través de nosotros los artistas y es abstracto, lo que es, independiente de la voluntad individual humana pero que se filtra en el mundo a través de ésta. Aunque discrepo en la consideración inhumana de tal voluntad, creo en la misma, no como una materia prima de la creación, sino como un motor que la impulsa.

La manifestación física de esta voluntad, en el caso particular de la música, se encuentra en la pronunciación de la articulación. Si uno lee el magnífico tratado "Articulación" del organista ruso Isaya Alexándrovich Braudo (no sé si haya una traducción al español, me refiero al original en idioma ruso, "Artikulátsya", de la Editorial Musical Estatal -Gosudárstvennoe Muzykálnoe Izdátelstvo-, Leningrado 1961) toma consciencia de la infinitud que encierra una sola de tales indicaciones. Por ejemplo, el staccato: significa que se toca separado, pero ¿con acento o sin acento?¿cuán corto?¿cuán profundo?¿seco o con eco? Y, más importante aún: ¿de qué depende esa decisión?¿Cuál es el efecto de una u otra?

Todas estas decisiones en "micro" deben responder a una voluntad musical orgánica previa. ¿Qué significa esto? Porque la música, que es tan pragmática en resumidas cuentas (y de ahí la gran contradicción que encierra, pues no es sólo eso) y nos convierte a los intérpretes en empíricos irremediables (¡a mucha honra!) siempre implica, al final de un proceso cualquiera, así sea de pensamiento, una acción física, que es la de tocar, la de sonar. Pienso que es más fácil entenderlo desde el punto de vista de la ópera.

La ópera, quizás más que el resto de los géneros musicales, tiene un componente muy extenso de tradiciones, tanto teatrales, de puesta en escena, como musicales interpretativas. Y todo ello responde a que detrás de toda música operática hay teatro, acciones, emociones, situaciones, interacciones entre personajes. Eso hace que cuando se toca la parte instrumental, haya siempre una tendencia a pronunciar la articulación de una forma determinada y bien específica. Si la persona se guía sólo por el texto musical, digamos, un preparador de ópera, que no conozca "el meollo del asunto", aún realizando la articulación en detalle tal como está escrita de forma puramente formal, probablemente no dará con el carácter particular y exacto de esa frase musical, no sólo por el hecho de que sea una transcripción, sino porque desconoce la complejidad emocional de los leitmotiven, que siempre implican una forma de tocar y pronunciar el texto musical que es muy clara y diferenciada.

Toda frase musical en ópera está íntimamente ligada a una situación, un personaje, un tema de la trama dramática, con lo cual cada pequeño momento musical de la gran obra está ligado al todo y le confiere unidad. Ahora bien, ¿qué tal transferir esa lógica al mundo más abstracto de la música instrumental? Cuando era pequeña y comencé a conocer el maravilloso mundo de las fugas de J. S. Bach solía inventarme historias o aplicar tramas Shakespeareanos a las fugas para entenderlas mientras las tocaba, pues ese discurrir del tema por diversas tonalidades y modos se me antojaba un personaje al que le sucedían muchas cosas distintas y que se iba transformando o reaccionando ante tales eventos. Ya no lo hago pues aprendí con el tiempo la lógica abstracta y sin palabras de la evolución de la armonía dentro de una pieza, la cual, como dice el maestro Daniel Barenboim en su magnífico documental "School or the Ear", es la que mueve toda la música, la que le da dirección, la que "hace que pase algo" y que además implica incluso un ritmo, que no es el ritmo de la pieza como lo conocemos, sino un ritmo otro que está determinado por los cambios armónicos y su periodicidad. Este movimiento virtual es absolutamente real, y es la expresión física de esa voluntad que se manifiesta en el fenómeno sonoro.

Así pues, el diseño de una dramaturgia musical, o quizás sea más acertado como intérpretes llamarlo el descubrimiento de tal dramaturgia dentro de la trama musical, es una manera de manifestar la voluntad musical personal a través de la interpretación de una obra, haciendo uso del conocimiento y la pronunciación consciente y deliberada de la armonía, la periodicidad rítmica, la articulación y los referentes culturales musicales, que debemos tomar no sólo de la música escrita para nuestro instrumento sino de todos los géneros de la producción musical que podamos posiblemente llevar dentro de nosotros previa asistencia a conciertos o la audición vía CD's, mp3's o youtube (y además previo procesamiento interno de aquello que oímos que nos afecte profundamente). Tiene la ventaja, sobre una interpretación más abstracta y contemplativa, de la claridad gestual (del gesto físico tanto como musical en cuanto pronunciación), le da fuerza teatral al performance y lo vuelve más accesible al público no especializado. No porque esa  "comprensión del vulgo" sea la "agenda oculta" a seguir, ya que, como dice Schopenhauer en el libro citado más arriba, debemos hacerlo (él se refiere a escribir) para nosotros mismos, sino que nos conecta con nuestros oyentes de una forma más definitiva e impactante. Impacto no en el sentido de entretenimiento de circo, sino en el de tocar la fibra interna del oyente y cambiar, mover algo, conmover, que es lo que queremos lograr al tocar algunos de nosotros.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Los escondrijos del alma


Hoy he dialogado a través de la red con dos amigos, grandes músicos ambos, Marcelo González, clarinetista argentino y Tjako van Schie, pianista y compositor holandés. Aunque llevaba días pensando en el tema, un comentario de Marcelo lo encendió de nuevo para mí. Con respecto a una cita de Theodor Adorno, "la música que nadie ha escuchado cae en un tiempo vacío como una bala impotente" Marcelo replicó que le hacía "pensar que hay un mundo paralelo habitado por otra música". A raíz de ello yo formulé la siguiente pregunta retórica: ¿Será entonces que existe un mundo paralelo donde la música se crea y de donde debemos sacarla para traerla a nuestra dimensión sonora, por así llamarla?¿Una especie de imagen platónica de la música en que existe el mundo de la música "real" y en que el nuestro es sólo una sucesión de sombras sobre la pared? En este punto Tjako contestó que no, que la música pertenece a este mundo y que podemos disfrutarla en este universo. Le respondí: ¿cómo puede entonces explicarse su espíritu y su origen? Pues la música tiene rasgos de un mundo que está por encima de éste. Y me pregunté ¿podría ese Paraíso contenerse en nosotros mismos?

Luego Marcelo explicó que, "a partir de las palabras de Adorno, esa música "no escuchada" que cae en un "tiempo vacío", también podía ocupar un "espacio vacío", o quizás, un espacio paralelo. Ahora, ésta reflexión mía apresurada e impertinente no tuvo en cuenta algo: ¿Qué entenderá Adorno con "la música que nadie ha escuchado"? ¿Será la música aún no compuesta? ¿O la verdadera música que habita en la obra de los creadores y que, nosotros, con nuestra escucha imperfecta, aún no podemos captar?"

Allí comenzó a perfilarse en mi mente el quid de la cuestión: ¿existe sólo la música cuando la hacemos, que es, cuando suena? Ciertamente no, y he citado a Heinrich Neuhaus muchas veces en este blog, cuando escribe en "El arte de tocar el piano" que antes de hacer una música ésta debe antes existir en el oído, en la mente. ¿Qué es y dónde se encuentra ese espacio paralelo de donde viene la música?

A ese espacio, que Stanislavsky llama "los escondrijos secretos del alma" yo lo llamé en mi entrada del 20 de Diciembre del 2010 de este mismo blog "el jardín del alma". Es curioso que haya tenido el impulso inconsciente de llamarlo "jardín", pues ya hoy en el diálogo con mis colegas he usado la palabra "Paraíso". Sí, Tjako, la música es de este mundo, pues el jardín de donde viene está dentro nuestro. Sí es un espacio platónico, pues tanto la creación musical como la interpretación son siempre sólo sombras de lo que los compositores oyen dentro de su cabeza y de lo que los intérpretes apenas podemos vislumbrar en la partitura. Pero ese espacio platónico es un espacio nuestro, humano. ¿De dónde salen las ideas y el conocimiento? Del alma humana.

Y también es un jardín pues creo que ese Paraíso Perdido nuestro es nuestra manera de interpretar la Naturaleza misma, de la que también formamos parte, con todas nuestras emociones e interacciones, y aquí volvemos por enésima vez a nuestro querido y viejo Beethoven, que tan claro nos escribió en algunas de sus páginas de dónde había sacado la inspiración para su música: de los árboles, de un riachuelo, de una tormenta, y de las emociones humanas más nobles. Y dentro de la naturaleza nuestra también está lo oscuro y lo terrible, que lo hemos expresado tanto en el arte como en la política y en la guerra, así que es un Paraíso por su diversidad y no necesariamente porque en él se halle sólo lo que consideramos positivo. Todo Paraíso tiene su serpiente.

Y aún sabiendo que lo llevamos con nosotros, el espacio abstracto donde la música vive es mucho más que sólo ese espacio psíquico, conectado con nuestra biología y nuestras emociones. El mundo de las ideas, y quizás por eso desde la Antigüedad es situado fuera, lejos del ser humano, por encima de él, sí es un espacio otro aunque nosotros lo pensemos, trayéndolo a la vida. Tiene una conexión con la Historia, pues permanece aún después de desaparecidos sus re-creadores. Siendo profundamente humano, es sobrehumano en cuanto nos supera y tratando de alcanzarlo nos eleva de nuestra simple condición mamífera. Y elevándonos nos hace verdaderamente humanos; más que traerlo nosotros a la existencia, ese espacio otro donde viven las ideas y las artes nos lleva a nosotros a una verdadera humanidad, a la vida del espíritu, sin la que no seríamos más que sangre, carne y huesos tristes.


El estilo literario como grito del alma

Pareciera contradictorio combinar en la misma oración las palabras "estilo" y "grito", pues "estilo" nos suena a algo refinado y civilizado, a la domesticación de ciertas fieras. Creo firmemente que la literatura se origina en lo oscuro, en ese antro donde habitan nuestros demonios. A diferencia de la música, que requiere para expresarse en todo momento de una técnica, la literatura está asociada al lenguaje, que es nuestra forma cotidiana de expresión, al alcance de todos y cada uno. Por eso considero que el "filtro" por el que el grito de nuestros demonios debe pasar es el resultado directo de un proceso de concienciación y luego de articulación. De ahí a la página es sólo un paso: sentarse y escribir (ese "sólo" no implica que sea fácil, sólo señala la distancia, que es pequeña, pero también son pequeños algunos trechos de montaña con abismos debajo).

El estilo es poner toda esa gritería demoníaca en orden y plasmarla en literatura, sacársela de adentro. Quiero aclarar que no uso los términos "demonios" o "demoníaco" con un tinte despectivo . Hablo de lo salvaje oculto dentro de nosotros, que tenemos tendencia a demonizar pues ¿qué es el demonio sino lo que no soportamos ver a los ojos, aquello que nos duele ver, que nos hace vulnerables, que queremos ocultar? Por eso hay un abismo justo bajo las palabras, por eso es tan difícil cruzar, por eso escribir puede llegar a ser tan doloroso.

Y ¿qué es el estilo sino nuestra manera personal de decir las mismas cosas de siempre? Dice Schopenhauer en su "Pensamientos, palabras y música" que lo que nos hace escritores es el estilo, pues los temas son pocos y sobre ellos todos reflexionamos y muchos escribimos. La literatura es justamente el cómo ponemos en el papel el infierno de cada uno.

Pero, por otro lado, ¿qué fuerza de la naturaleza humana es tan inconmensurable, incontrolable y por tanto, fértil, creadora que ese infierno? En nuestra época tan obsesionada con lo "bonito" (aquí sí hay abierto menosprecio del término), con lo "sano", con lo "ligero" nos han enseñado a desdeñar lo oscuro, el defecto, lo no perfecto, que no es más que lo que no incomoda, que lo que no se parece a lo que muestra la mayoría, en resumidas cuentas, lo verdaderamente original. La civilización culturalmente se ha decolorado hasta hacerse irreconocible, como muchos que no pueden reconocerse en sus propios espejos de tanto deformarse con diversos procedimientos estéticos hasta no parecerse a sí mismos, hasta que no se note el demonio personal que acecha tras nuestra educada circunspección diaria, hecha de perfume y maquillaje. Ese demonio que es nuestro "hijo animal", nuestro otro yo, ese, huérfano del cual estaríamos tan incompletos, tan irreconocibles, tan vacíos.

Abrazar los demonios propios (que no implica convertirlos, pues eso sería una traición y una aberración) es la llave para entrar en la casa del inconsciente, cuya puerta se cierra dejándonos fuera cuando los (nos) negamos. Tratamos de entrar por la puerta de atrás, por una ventana, escondidos (nuestros sueños nos lo muestran), sabiendo que cosas ajenas a lo que consideramos bueno suceden allí dentro, pero somos nosotros los extraños, los ajenos. Y no podemos escribir, ni componer, ni tocar un instrumento con sentido (porque se puede perfectamente tocar como un mecanismo de reloj de pared, como sale el cucú) y también se puede escribir sandeces sin ninguna sangre encima y sin entrañas.

Ese tocar y escribir carece de catarsis que en última instancia es el único tipo de purificación digna de ser deseada. Es, como dice mi querido amigo el pianista y compositor holandés Tjako van Schie, una sucesión de "sonidos más o menos sin sentido". Una producción así contradice el espíritu del Arte mismo: es el verdadero "pecado capital", si hubiera un tal.

sábado, 28 de enero de 2012

Escuchar

En música (y no sólo) lo verdaderamente importante es ESCUCHAR.

La música es como el agua goteando sobre la piedra: lenta e implacablemente va abriéndose paso hasta llegar al alma, tanto del intérprete como del escucha. Y ese proceso puede suceder en un momento repentino de iluminación, que siempre llega, a veces en un instante, a veces sólo después de largos años.

Los músicos estamos a veces tan absortos en toda la actividad física, espiritual y mental que conlleva el tocar, que olvidamos escuchar. Escuchar a otros y escucharnos a nosotros mismos, tanto durante el proceso de aprendizaje de una obra como en el momento del concierto. Y escucharse al tocar es estar concentrado y presente, es recrear, verdaderamente re-crear, crear de nuevo, crear en el momento. Porque no transmitimos sólo sonidos a través del aire, y de esto saben mucho más que nosotros los actores, sino todo nuestro estado anímico. Los que nos escuchan pueden sentir lo que sentimos, pueden leer nuestros pensamientos y respirar al ritmo de nuestro aliento. Algunos llaman a esto "energía", palabra que tengo mucho cuidado de usar pues está muy manida y últimamente ha adquirido un sentido barato de metafísica de bolsillo. Pero sí, para quienes puedan entenderlo mejor de esa manera, pues venga: transmitimos energía cuando tocamos, esa fuerza invisible pero tangible que rodea todo lo vivo, que se administra diversamente en todas nuestras acciones y emociones.

También me refiero a escuchar en un nivel mucho más profundo. Hay diferentes niveles de escucha. Sucede con la música como con las ideas: las leemos y sabemos de qué se trata. Pero falta una experiencia profunda, una interacción definitiva, para que realmente las entendamos. Este entendimiento es físico y no sólo mental. Lo mental es sólo una fracción del entendimiento. No puedo evitar usar de nuevo esa cita de Marguerite Duras en el libreto de la película "Hiroshima, mon amour" que me obsesiona en tantos sentidos : «La locura es como la comprensión, ¿sabes? No se la puede explicar. Exactamente como la comprensión. Se te viene encima, te llena y entonces se la entiende. Pero cuando le abandona a uno, ya no se la puede entender en absoluto». Es un entendimiento "hasta el tuétano", un sumergirse en la realidad tangible de la música. Es también, supongo, una manera intuitiva de conocer, en el sentido más profundo de la palabra, que tiene que ver con aprehender, apropiarse de, tener trato con, diferenciar del entorno, incluso en el sentido bíblico, pues qué más profundidad que la de conocerse los cuerpos al punto de volverse uno por un momento, como nos volvemos uno con la música en un ámbito que tiene un impacto incontrolable de tigre, no de mascota, en nuestra vida.

Sobre estos niveles de comprensión pienso que, más que tratarse de cotas en la montaña de nuestro pensar y sentir, tienen que ver con nuestras experiencias muy personales. A veces lo que más nos sorprende de los wunderkinder es la sensación de que conocen las emociones que transmiten cuando tocan, cosa absolutamente improbable debido a las pocas experiencias que a su corta edad puedan  haber tenido. Pero no se trata sólo (aunque también) de lo que pueda haber uno vivido. Muchos músicos adultos han pasado a través de muchas cosas en su vida y aún así no son capaces de expresarlas al tocar en un momento dado. Porque hay cosas que nos pasan pero no las procesamos. Muchas se quedan flotando en una burbuja aislada de nuestro interior, como un coloide indiferente. No me refiero necesariamente a un proceso consciente: es lo que sucede con los wunderkinder. Disponen de esas emociones a un nivel intuitivo, puede que las hayan recibido justamente a través de la música. Así que la matemática de las emociones sentidas, disponibles y participantes en una interpretación musical ni es conocida ni parece ser fácil de explicar o predecir. Por eso sólo coqueteo con las ideas que pasan a mi lado (¿a través de mí?) mientras evoco los momentos en que he sentido esa iluminación musical sobre la que intento escribir un poco.

Entonces no se trata tanto de lo que hayamos vivido sino quizás de aquello a lo que hemos sido vulnerables, que ha dejado una huella de oso en nuestro interior como para que forme parte del paisaje. Que a veces haya parido un ser nuevo dentro nuestro, que a veces canta y es oído afuera, donde tan educados nos movemos, ajenos a veces a tanta maravilla enloquecida que sucede constantemente en el maremágnum del jardín del alma. Suelto, como un animalito, dentro del territorio psíquico, jugando a lo que sea que jueguen las cosas profundas y salvajes, a veces es tocado por la brisa de una música desde afuera y es movido o cambiado o llamado por ella.

Recuerdo, de nuevo y por enésima vez, a Stanislavsky y sus famosos "escondrijos del alma", del acceso a los cuales  tanto escribo. El escuchar es definitivamente uno de ellos. Escuchar en cuanto contemplación. Y no quiero decir que debamos tensar cada una de las fibras del ser y disponernos a recibir el sonido como una comunión ni nada por el estilo. Quizás sucede más bien al contrario, un poco al azar, un poco descuidadamente, oímos, hasta que escuchamos. Porque así son los oídos del alma, distraídos, como los del corazón.


domingo, 8 de enero de 2012

Tocar juntos

Germán Marcano dijo una vez: "Tocar juntos no es esa cosa escolar de mirarse y esperarse y entrar cuando a uno le toca, inclinando la cabeza para mostrar que se entra a tiempo y donde es. La música es como un tren a toda velocidad, y cada miembro del ensamble tiene que agarrar ese tren sobre la marcha, porque no se va a detener a recoger a nadie." Después de escuchar una versión realmente extraordinaria de la Sonata de cello de Rachmaninov, interpretada por Daniil Shafran y Yakov Flier, no puedo dejar de volver sobre este tema sobre el que reflexiono, por la naturaleza de mi trabajo, casi que diariamente.

¿Qué es hacer música de cámara? ¿Es, como resulta frecuentemente, hacer coincidir una trama musical, escolarmente y punto por punto?¿Esperarse, empujarse, escucharse? Es más que eso. Justo en el desarrollo del primer movimiento de la sonata arriba mencionada, la música da la impresión de unos rápidos en un río extremadamente tumultuoso. Los intérpretes de los que les hablo me hicieron pensar en esos deportistas extremos, ambos en el mismo kayak, sorteando de la forma más peligrosa todos esos obstáculos. Cada uno confiando en el otro pero sin tiempo de "mirarse" o "esperarse"; cada quien haciendo uso de toda su concentración y toda su pericia (que en ambos es mucha, toda la que se puede tener en el oficio) y accionando juntos con coordinación de acróbatas de circo. Y luego, al venir las transiciones, esos momentos en que la música se relaja y hay cambios de densidad para entrar en nuevas atmósferas muy contrastantes, parecían bailarines de ballet, respirando juntos, paralelos.

Quizás paralelos sea una de las palabras clave. Si en el momento de tocar se hace el esfuerzo de estar juntos, siempre habrá un pequeño intersticio entre ambos, o sea, falta de ensamble. Si se espera el uno al otro, alguien siempre estará milimétricamente atrasado. Se trata de moverse paralelamente. En una clase magistral de música de cámara dictada por profesores del Conservatorio de New England para el Sistema de Orquestas Juveniles, hace pocos años, una pianista cuyo nombre lamentablemente no recuerdo dijo: "Tienen que adivinar lo que va a hacer el otro. Pero para eso, cada uno debe saber clara e individualmente qué hará. Si lo sabes, tu compañero lo adivinará. Eso es estar ensamblados: adivinar el pensamiento del otro." Así que hay que saber, planear, respirar, moverse en la parte individual con absoluta seguridad, libertad, conciencia y conocimiento para poder "bailar" con el otro siendo capaz de una flexibilidad extraordinaria, para poder atrapar las pequeñas variaciones que existen siempre entre una interpretación en vivo y otra. Se mueve uno paralelamente, pero hay que respirar, pensar, escuchar en la mente, prever: todo eso está allí antes de que la música se oiga. Recuerdo cuando acabábamos de llegar a estudiar a Ucrania. Una de mis amigas se exasperaba porque no la dejaban poner las manos en el teclado. "Respiraste mal", le decían. Apenas se movía, le decían: "no, no es correcto, el inicio del movimiento es incorrecto". Cuando se canta o se trabaja con aire se lo entiende con más claridad. El no tomar el aire correctamente es preludio de fracaso. Cuando se es un instrumentista que no maneja aire y se es inexperto, es desesperante que te hagan respirar cuando sabes que si bajas el dedo la tecla sonará de todas maneras. Pero entonces simplemente moverás los dedos. La música es un decir, un pronunciar en un idioma particular. Hay que respirar antes de tocar.

Y al tocar con otro ese respirar juntos es una de las claves. Por otro lado está el no menos peliagudo asunto de la fusión de los timbres entre los instrumentos del ensamble. En un nivel muy básico se cree que es sólo una especie de ecualización, y por ahí se empieza, por equilibrar las sonoridades, no tapar al otro. La cosa se complica cuando la "ecualización" depende de la forma musical. Pero de eso siempre hablan los profesores, y en un buen nivel eso es fácil de lograr: hay que escucharse y conocer la naturaleza acústica inherente al ensamble, lo cual es materia conocida de antemano.

Lo que no es tan evidente es la creación de un sonido conjunto. Muchas veces he escrito aquí sobre la imagen sonora musical individual, esa atmósfera que es una unión entre el timbre (que asociamos con colores), la articulación, la agógica y muchos otros elementos técnicos,  musicales y hasta filosóficos. He llegado a darme cuenta de que ensambles de intérpretes consagrados no tienen a veces, en una obra dada, un sonido que va más allá de la unión de los dos sonidos de dos grandes. Y acabo de escuchar esto en Shafran y Flier. Sin perder la notable y fantástica individualidad, han creado un sonido juntos que es más que la suma de las dos sonoridades individuales. Creo que lo han logrado pues tuvieron la rara humildad de ponerse ambos al servicio de una música, cosa que no siempre sucede, pues muchas veces, egocéntricos como somos por la naturaleza misma de nuestro trabajo de artistas, nos guardamos siempre algo para no desdibujarnos.

En realidad debemos confiar en la inmensa ganancia de arriesgarnos a ser totalmente vulnerables ante la música que tocamos y dejarnos rendir ante ella, desaparecernos en ella. Lo que somos como artistas y cómo sonamos va más allá de la millonésima fracción que podemos percibir de nosotros mismos. Mientras menos nos preocupemos por nosotros dentro del ensamble (no es lo mismo que escucharse a sí mismo, se trata de una autoconciencia egocéntrica en el momento de tocar que  no es más que falta de concentración absoluta o, parafraseando el título del cuadro de Salvador Dalí, "la persistencia de la individualidad") más de nosotros se convertirá en ese otro ser de varias cabezas que es el ensamble de cámara. Mientras más desaparecemos individualmente, más nos crecemos en el colectivo, que es, a fin de cuentas, lo que estamos configurando al tocar juntos. Y, sin embargo, allí brillamos como las estrellas en las constelaciones, todos inmersos en una gravedad otra, todos convertidos en un sistema solar nuevo y único, todos describiendo órbitas perfectas en ese universo paralelo en el que vivimos.