martes, 5 de noviembre de 2013

"Escribo rápido, pienso largamente"


La cita es de Dmitri Shostakovich, de quien tocaremos el Quinteto op 57 mañana miércoles 6 de noviembre en el Aula Magna de la UCAB a mediodía, en el marco del Festival El Piano y los Períodos de la Música. El cuarteto estará conformado por músicos de la Orquesta Sinfónica de la Juventud Venezolana "Simón Bolívar": Maxwell Pardo, José Gabriel Valbuena (violines), Luis Bohórquez (viola) y Juan Carlos Chourio (cello). 

El Quinteto, formalmente, tiene cinco movimientos, de los cuales los dos primeros son un Preludio y Fuga al estilo de Bach, el central un Scherzo de carácter burlesco y los dos últimos constituyen también una pareja: un lento Intermezzo y un Finale en forma sonata.

El contraste entre la grandiosidad de los extremos y el lirismo de la parte central es la base del Preludio en sol menor, tonalidad principal del Quinteto, el cual está escrita en forma tripartita compleja. La primera de esas tres partes (Lento) se divide a su vez en dos: la primera (el piano solo) es pesante y la segunda (el cuarteto)  espressivo y se acerca a la grandiosidad de Bach y Händel. La sección central Poco piú mosso se caracteriza por la transparencia de la factura y un amplio desarrollo melódico con influencia venida de la canción popular rusa. Está muy desarrollada en esta sección la reexposición. El camino hacia la reexposición general no es común: empieza algunos compases antes de la reentrada del tema, con lo cual la dramaturgia se adelanta a la construcción. Además en esta tercera sección se encuentra la culminación del movimiento. La reexposición está fuertemente dinamizada y desarrollada. La libertad del desarrollo se refleja en dos niveles: dentro de los temas y en la forma del todo. Los temas se renuevan constantemente y también las reexposiciones. El hecho de que la sección central también sea tripartita pero no así las secciones extremas acerca un poco la forma a la concéntrica. (Tomado de В. Цуккерман. Анализ музыкальных произведений. Сложные формы.)


A pesar del estilo polifónico estricto, una vida diferente a la barroca pulula en los temas de la Fuga, también en sol menor. Es doble y tripartita: la primera parte es la exposición, la sección central, un desarrollo basado en uno de los temas que se dinamiza, y culmina con un stretto. Pero la austeridad de esta Fuga es distinta a la de las de Bach. En ella hay una expresividad dolorosa que estructuralmente en los temas se expresa mediante segundas, las cuales es sabido que en la retórica musical se asocian al "suspiro" o "queja". La repetición en el tema 1 de la estructura dos corcheas-una negra profundizan la sensación de escuchar un quejido. El segundo tema es un sollozo más amplio, en movimiento de negras, que comienza con una 4ta/5ta. El hecho de que los temas siempre se encuentran desplazados en diferentes tiempos del compás en cada aparición provee una sensación de inestabilidad y levedad. En la exposición y el stretto predomina el pianissimo, de hecho, las cuerdas comienzan la fuga con sordina. El piano en la sección central tiene un acompañamiento totalmente inesperado que lleva a un tema nuevo en 5/4 hasta culminar en dos solos (piano y cello) en los que se reexpone el tema principal del Preludio, acentuando el parentesco entre los dos primeros movimientos. Hay variaciones del tema en el piano para la coda final, después del stretto, con un acompañamiento homofónico del cuarteto basado en acordes alterados y su resolución.

Elaborando acerca de ese aire austero que se respira en las obras escritas en tiempos de guerra, pienso que se origina en la vida reducida del alma en tiempos difíciles. Como cuando un ser humano sufre y todo su ser se agota en ese sentimiento que lo ocupa, dejando poco margen para toda otra cosa, así el organismo viviente que es un país y su vida emocional disminuye hasta ser apenas una llama de vela que apenas alumbra. Ésta fuga expresa el sentimiento ruso durante la 2da Guerra Mundial (a la que llaman los rusos "Gran Guerra Patria").
De izquierda a derecha: Luis Bohórquez, Geraldina Méndez, José Gabriel Valbuena, Maxwell Pardo y Juan Carlos Chourio

El tercer movimiento, en si mayor, es junto con el quinto (en sol mayor) uno de los dos escritos en modo mayor. Es un scherzo divertido y burlón, totalmente contrastante con los dos primeros movimientos y en el que reconocemos esa faceta ácida de Shostakovich. A pesar de estar basado principalmente en acordes hay cuatro cánones a la octava: dos a dos voces dentro del piano, uno a tres entre el piano y el violín y uno breve a dos del cello con el piano. 

El cuarto movimiento, un Intermezzo lento en re menor (la dominante menor) se considera una de las páginas mas líricas en la música de Shostakóvich. También tiene tres partes. La primera parte consiste en dos temas: el primero muy cantabile, en re menor, el segundo es un canon a la octava en el que regresan las segundas dolorosas de la fuga con otro rostro. La breve sección central está en la tonalidad de fa mayor y presenta un tema totalmente nuevo en el piano. La reexposición del primer tema en la tercera sección comienza con un canon a la sexta del primer tema entre los violines y su repetición está dinamizada hasta el punto de ser desgarradora, y en ella, además de encontrarse la culminación del movimiento, se unen los dos temas de la primera sección con el de la sección central del piano, que sirve de enlace para la reexposición del segundo tema, de nuevo en canon a la octava, entre los violines 1 y 2. En la muy breve Coda del final el violín 1 tiene un tema que estoy casi segura de que es una cita textual de la ópera Aleko de Sergei Rachmaninov, del aria de Aleko en la que se queja: "Zemfira me es infiel..."

El quinto movimiento, de carácter alegre y ligero, en sol mayor, está escrito en forma sonata. El primer tema viene de la música popular rusa y está lleno de gracia y refinamiento, tiene adornos que recuerdan el barroco y es modal; el segundo es muy colorido, llamativo y alegre, y su exposición desemboca en el solo de piano más importante de todo el quinteto, con una sonoridad casi orquestal. En la reexposición de este tema el solo le corresponde al primer violín, e inmediatamente termina el quinteto con una breve y delicada coda.

Hay ciertas constantes estructurales en el Quinteto, como vemos: primero, una polifonía que todo lo invade, los temas dramáticos en segundas, los temas que recuerdan a la música popular rusa y una insistencia casi obsesiva en el tripartismo. En cierta forma el Quinteto también está escrito en tres partes: la primera, el par Preludio-Fuga, la segunda el Scherzo y la tercera el par Intermezzo-Finale, y existe una especie de estructura de espejo: los dos movimientos más lentos rodean al Scherzo y los dos extremos, el Preludio y el Finale, son más movidos. Sin embargo, en lugar de resultar esto monótono es enriquecedor. Tocarlo y escucharlo es una aventura a través de las profundidades del alma de  Dmitri Dmítrievich. No en balde es una de las obras de música de cámara más notorias y representativas de la primera mitad del s. XX.





sábado, 16 de febrero de 2013

Arrebatarse o no: he ahí el dilema


En nuestra profesión musical ya no sé qué se aprecia más: si el autocontrol o el arrebato. El primero asegura la limpieza en la reproducción del texto, el segundo la emoción, la espontaneidad. Con suficiente autocontrol se puede simular el arrebato, pero el oído salvaje no se deja engañar.

Injustamente el arrebato (del que me declaro abogada) ha sido asociado al diletantismo. El asunto ha llegado a un extremo tal que dejarse llevar no se considera profesional, pues implica tomar unos riesgos de los cuales no siempre se sale bien parado. El gélido fantasma del perfeccionismo ha ido calladamente apoderándose de todos los espacios hasta imponer su cuadrícula implacable.

Cuando vamos a un concierto: ¿qué queremos oír, qué queremos que nos suceda? Siempre digo: quiero que me cambien para siempre, quiero no ser más la misma después de ese choque de estrellas que es el concierto en vivo. Extrañamente no guardo absolutamente ningún recuerdo de la "perfección" que he presenciado. Sé que he visto algo bueno, pero se ha ido. Para siempre.

Quizás haya que no delimitar bandos. Hay quien tiene un control absoluto de movimientos y aún así puede ser expresivo. Acusar de inexpresividad a quienes logran acercarse a la perfección sería tan injusto como lo contrario. El quid es ser fiel a sí mismo: eso es fácilmente reconocible cuando se es testigo de ello. Ser arrebatado y desordenado no es más que otro cliché. Tener conciencia, además, de la propia singularidad. Hace poco vi un documental en ruso de Anna Netrebko, de hace algún tiempo. En un momento iluminado, y de forma muy espontánea (pues no hay en ella absolutamente nada de afectado) dijo algo como esto: Yo sé que hay mucha gente que canta muy bien, algunos puede que canten incluso mejor que yo. Pero yo sé que soy única y que no hay nadie que se parezca a mí. Héla ahí, una regla de oro puro. Hay que encontrar la propia voz. No tiene que ver con el canto, ni siquiera con la música. Una voz propia se puede tener también en la literatura, en la pintura, en cualquiera de las artes. Hay un momento en que el artista toma consciencia de que es único. En el twitter de la extraordinaria pianista china Yuja Wang encontré ésta cita de Paracelso, la cual era su motto: Alterius non sit, qui suus esse potest. Se podría traducir como: Que no pertenezca a otro quien puede ser dueño de sí mismo.

Volvamos a nuestra cuestión original. No se trata, entonces, de evitar tener una buena mente que comande todos nuestros movimientos. La técnica se trata, básicamente, de eso: de volver reflejos aquellos movimientos necesarios para ejecutar toda posible acrobacia, reflejos que deberían funcionar bajo cualquier circunstancia por adversa que sea, y que físicamente se tenga el mayor control posible del propio cuerpo, que es el instrumento, pues de lo contrario podríamos estar expuestos incluso a lesiones (piensen en el caso de un bailarín). Y ya obtenida ésta base (que nos hace profesionales), que podamos hacer ejercicio de ella con absolutas libertad y espontaneidad, con el objetivo último de, en el caso de nosotros los intérpretes, darle vida al texto muerto musical (siempre muerto en su triste cotidianeidad de papel) con una fidelidad sin reservas al compositor y a la esencia más salvaje e incluso oscura de nosotros mismos. Para lo cual hay que poner en práctica el aforismo, atribuido a distintos filósofos griegos, inscrito en el templo de Delfos: γνθι σεαυτόν. Conócete a ti mismo.

Arrebatarse, en tal contexto, no es sino disponer de la propia respiración, del propio latido. Moverse en un espacio psíquico propio, ser uno mismo. Rugir cuando haya que rugir, morder cuando haya que morder. Dormir cuando haya que hibernar, ronronear cuando haya que amar. Como escribe la afamada Dra Clarissa Pinkola Estés: rodando con lo áspero y resbalando con lo suave. Con lo cual nuestro dilema inicial se reduce a lo que prácticamente se reduce toda situación humana: a Shakespeare. Ser o no ser.

En algún momento un intérprete tiene que tomar una decisión. ¿A qué amo has de servir?¿Te entregarás a la carrera interminable de perseguir lo perfecto?¿O te serás infinitamente fiel a ti mismo, con todas sus peligrosas consecuencias?



domingo, 10 de febrero de 2013

Del amor


Hay cosas que parecen grotescas o terroríficas. No hacerlas o manejarlas o expresarlas "normalmente" es una especie de trampa interminable en que todo parece estar alarmantemente mal. Si no es parte del carácter de cada quien, es imposible permanecer silencioso y elegante y equilibrado.

El miedo a la fealdad, a la intranquilidad, a la inestabilidad nos hace querer tender a una calma que no tiene nada de cósmica. La naturaleza, también la nuestra, está hecha de pequeños big bangs. El único magma posible es el caos. La excesiva reticulación es característica de lo helado, de lo rígido. Eso no tiene nada que ver con todos esos universos nuestros, líquidos y llenos de cosas que nadan de un lado a otro.

Hay tanto que no vemos por andar buscando lo oculto. La búsqueda debería tratarse de usar los ojos. Ni siquiera de ver lo invisible. Al contrario. Lo que está enfrente nuestro se encuentra totalmente a la vista. Pensar demasiado puede volvernos verdaderamente ciegos. Lo triste es que esa otra cosa la aprendimos de otros. Todos se creen con el derecho de decirnos qué buscar, qué encontrar. La verdad es que sólo nosotros mismos sabemos nuestra relación con lo que tenemos o con lo que buscamos. No deberíamos permitirle a nadie interferir en eso con sus otras variables, sus otras posibilidades. Es como ponerle un pantalón a una silla.

El verdadero amor es el que peligrosamente zumba en nuestros oídos como un panal de terribles abejas.

Abrazar aquello que de lejos nos mira, escondido en una caverna con los ojos brillantes y los dientes a punto de morder no se parece a lo que hemos aprendido de la belleza o la sanidad. Pero quizás no exista belleza más contundente que la producida del choque con lo oscuro, con aquello ante lo que cerramos obstinadamente los ojos y nos tapamos desesperadamente los oídos.

Quizás el más grande tesoro sea el entender que no hay reglas ni “cosas que deben ser.” Se puede encontrar lo que se buscaba en un lugar muy extraño y de una forma poco común.  Quizás se trate de que el amor no tiene una sola cara. Quizás la cara del amor a veces no es reconocida, al punto de que la confundimos con la de su opuesto el desamor, con la de aquellas cosas que creemos haber perdido y en realidad son las que verdaderamente tenemos. No hay nada peor que ponerse a pensar “cómo debería ser”, pues el amor no está en esas suposiciones, construidas de pedazos de tantas películas, libros y canciones mediocres. El verdadero amor tiene la cara sucia de barro. El verdadero amor no siempre anda vestido con sus mejores galas. Es elusivo e incomprensible, muchas veces irreconocible.

Quizás se trate de entender que no somos nada comunes y por eso nuestra historia no puede ser común. El único síntoma reinante es el exceso de intensidad en cada cosa. Esa insoportabilidad, ese no poder respirar o sobrevivir sin eso. Quizás estos momentos, al parecer terribles, no hablan de un fin próximo. Quizás hablan de un algo que está calando demasiado hondo, en el que hemos caído irremediablemente. Lo cual en verdad da mucho, mucho miedo.


viernes, 1 de febrero de 2013

Action painting en Los Andes venezolanos


Hoy asistí a la vernissage de la exposición "El Color y las Formas-La Couleur et les Formes" del artista plástico Alfredo Salazar, oriundo de Tovar, en la Alianza Francesa (La Castellana, Caracas), la cual estará abierta al público hasta fines de este mes de Febrero. Action painting de tres y no más de cuatro colores sobre lienzo, ya liso, ya doblado paralelamente, en acordeón; cuatro paneles cuadrados que configuran un círculo es el eje alrededor del cual danzan vibrantes colores hasta llegar a la tridimensionalidad (cita Alfredo a Picasso: el lienzo es un sueño, la escultura es la realidad).

Ya en Pollock el action painting no era un simple chorrear pintura al azar sobre un lienzo: como latidos, como latigazos dolorosos había un ritmo y un paralelismo en esas pinturas cumbres de ese verano único y sobrio de 1950. Las pinturas de Salazar dan el siguiente paso: del ritmo apenas vislumbrado se llega a la configuración consciente de esas esferas; el lienzo se apodera de la pared en blanco al fragmentarse en cuatro y (fruto de un azar experimental y travieso, como cuenta Alfredo mismo) la superficie del cuadro también se deforma, también ordenada y conscientemente. Las decisiones responden a un afán pragmático, a la humildad del diseño y lo artesanal, así tras ellas latan los abismos inefables del inconsciente a los cuales el action painting siempre ha logrado acceder con su automatismo iluminado.

¿Por qué, de dónde la elección enigmática del cuadrado fragmentado que converge en círculo? La respuesta de Alfredo: lo primero que dibujamos de niños es una casa, un sol. Un cuadrado y un círculo. Vuelta a los orígenes para encontrar un camino a través de esas otras esferas de cuya música sólo hemos escuchado hablar.



Para más información visiten el website de Alfredo Salazar: www.alfredo-salazar.com

martes, 22 de enero de 2013

Falsos dilemas


Contrariamente a la opinión extendida sobre el asunto, no existe un dilema música académica-música popular. Leí en una entrevista del pianista ruso Vladimir Kráinev que él pensaba que la diferencia entre ambas era que la música académica expresaba los sentimientos más profundos del ser humano y la popular tenía como objetivo distraer, hacer bailar. Creo que ni siquiera tengo que extenderme en la falacia que tal afirmación representa, al menos en mi iletrada opinión. 

Él no fue el único en plantearse este asunto. Todos tenemos discusiones estériles al respecto, cuando criticamos los gustos ajenos: habrá quien diga que la música académica es "aburrida" así como otros que acusen a a la popular de "simplicidad armónica"; a este le parece que este pianista es el mejor del mundo y al otro le parece una porquería...los ejemplos son innumerables y todos basados en la dialéctica rastrera de "a ti te gusta, a mí no me gusta". Habría que plegarse a la máxima (popular, irónicamente) de "entre gustos y colores..." lo cual resultaría, si no lo más sabio, al menos lo más prudente. Reconozcamos que hemos caído todos en la trampa de la "intolerancia musical" alguna vez.

Otros dicen que la oposición se da entre "buena música" y "mala música". Pero ¿quién tirará la primera piedra y se atreverá a proclamar, a los cuatro vientos (porque si no es a los cuatros vientos no es proclama), que es el poseedor de la clave, del máximo e indiscutible criterio al respecto? Hay músicas que algunos consideran "malas" y sin embargo muchos son tocados por ellas. Es fácil simplificar acusando a "las masas" de ignorancia (¿quién es aquí el ignorante, quien disfruta lo que le gusta o el que cree tener la "supremacía cultural" -que no es más que imperdonable, insoportable y llana pedantería-?). Difícil es desentrañar el ovillo de los gustos y las percepciones hasta encontrar una referencia estética que sea realmente válida y aplique en todos los casos. Pareciera ese ser el defecto de las "ciencias especulativas". Pero sólo es falta de profundización, de formulación de las preguntas correctas, de desprendimiento de los propios gustos al plantearlas. El gusto personal se ha convertido en los lentes color rosa de la ceguera.

Hay una medida aún más peligrosa: la del "éxito", que parece ya no desprenderse del comercial. Se piensa que algo que se vende tiene que ser bueno. Pero si se vende, tampoco implica que sea malo. Tema espinosísimo, pues los que hacen dinero con la música, todopoderosos titiriteros, manejan un poder infinito de convencimiento y podrían dictar cátedra sobre lo que gusta y lo que no. Y aún así, todo aquello que es vendible debe poseer, ya sea originariamente o luego de una estrategia de mercadeo, algo atractivo. Tampoco el rey va tan desnudo.

Habría que replantearse algún dilema válido dejando de lado los falsos con todas sus implicaciones socio-culturales. Concentrémonos en que sí existe una dicotomía "música que toca tu alma y música que no lo hace".

¿Cuál es la diferencia entre esa música que nos sacude hasta lo más profundo y aquella que disfrutamos pero pasa por nuestras vidas (y oídos) dejándonos impertérritos? ¿Es palpable, puede encontrársele en el entramado musical o depende de la percepción de quien oye?

Las inconfesables listas de reproducción personales o el solo hecho de que últimamente gente con gustos musicales muy bien definidos dejen al azar de la decisión de un Ipod qué escucharán hoy demuestra que no se trata de una cuestión de estilos o géneros. Cuando existían los cassettes, precursores de las "playlists" actuales (yo pertenezco a esa generación) uno grababa en uno todo lo que le gustaba. Recuerdo haber tenido juntos, como en una fiesta surrealista, cantos gregorianos junto con trova cubana, música venezolana, salsa brava, rock y por supuesto música académica. Algo parecido sucede ahora con mis listas de reproducción en youtube o en mi teléfono celular: Goran Bregovic junto con Kate Bush, Scriabin con Duffy o Amy Winehouse, Pink Floyd con Mahler o Khachaturian o Bach o Beethoven o Prokofiev o Rachmaninov, Art Tatum con Tchaikovsky o Puccini o Bellini. Mi único criterio: que sea música que quiero oír repetidamente, que necesito oír repetidamente.

A mí particularmente me afecta una música que tenga un bordeque sea perturbadora, impredecible, que encierre una especie de peligro. También aquella que cada vez que la escucho toca invariablemente alguna tecla dentro de mí a la cual respondo emocionalmente, como un perro de Pavlov. Quiero oír aquello que combina con mi estado de ánimo del día. A veces necesito que me mueva fuera de él (aunque ese poder en mí lo tiene más la lectura que el escuchar música). Quizás debí empezar este párrafo escribiendo: "A mí me interesa que la música me afecte."

Claro que todas estas reflexiones sobre el gusto personal (en este caso, el mío) sólo raspan un poco la superficie del asunto del lado de la percepción, del oyente. Para encontrar lo que objetivamente puede hacer a una música conmovedora creo firmemente en que hay que remontarse al instante de su creación y a las profundas motivaciones del compositor, muy probablemente inconscientes. Creo que la sinceridad, la respuesta a un impulso profundo y auténtico quedan impresas en la genética de una obra musical. La pureza de intenciones, el amor (no digamos al arte porque es una frase que en el muy íntimo momento de sentarse a escribir o experimentar en un estudio suena grandilocuente) que mueve a alguien a crear música, quizás la inevitabilidad de hacerlo, el imperioso e ingenuo impulso y, por qué no, la simple necesidad (miren por dónde ha saltado de nuevo  la palabra "necesidad", sin buscarla), que los que nos dedicamos a la música sabemos que no tiene nada de simple; la falta de doblez con respecto al oficio: todo eso (o algo de eso) se puede escuchar entre notas y atrae violentamente al que escucha por una especie de ley de gravitación universal de las emociones, por esa metafísica que rodea a la música, esa sustancia de la que hablaba Artur Rubinstein que nos rodea y a la música que hacemos y que es inexplicable, inasible, inseparable del acto musical. Esa cualidad tan perteneciente al limbo de lo inefable, esa piedra filosofal cuya alquimia convierte en música (y, ahora sí, en verdadero asunto de la musa) un puñado de sonidos, más o menos ordenados.

Escuchar música tiene que ser abrir una puerta y entrar. Para mí la música es un tránsito, el arte es un tránsito. ¿Adónde? ¿Dónde vivimos y qué es en realidad lo transitorio? Porque al atravesar una de esas puertas ¿no les pasa que se encuentran en un lugar psíquico al que se sienten en ese instante pertenecer? ¿La música no les hace sentirse peregrinos en ese otro mundo al que llamamos realidad?



miércoles, 16 de enero de 2013

Poética de la desnudez


¿Cuánto en la escritura poética hay de, como decía Rumi del amor, mil velos cayendo? Hay que sacudir a las palabras de los hombros para que se desnuden más allá de su elocuente apariencia, para que no se suiciden dejando de expresar. La única desnudez pertinente a la poesía, como al amor, es la de los huesos: hay que desnudar la palabra hasta que no quede más que la espina de pescado de que escribía Osip Mandelstam y nos hiera los dedos hasta sacarnos sangre.

Habría que abandonar la arrogancia de la palabra perfecta. Que escribir sea abrazar una posibilidad, a la vez. Huir del perfeccionismo, esa mano que estruja el corazón, esa mortaja, el Gran Enemigo. Vivir en ese momento del encuentro del alma con las palabras, en el presente, sin miedo a un azar que a veces no es tal sino la expresión profunda e irrefrenable de la voluntad oculta. Buscar, en ese volcarse en palabras, una aparentemente imposible espontaneidad, cuya única motivación e interés sea el cruce de las trayectorias celestes entre la voz del poeta y los versos.

La poesía se crea en ese intersticio entre la realidad entendida como el origen del reflejo en la pared de la cueva y el dibujo de sus sombras sobre la misma. Entre las palabras y los que danzan frente al fuego siempre existirá ese abismo que cruzamos al escribir y en el que a veces caemos. Abismo de lo inefable al que, a veces, en un vuelo iluminado, se las robamos. De ese momento del parto heredan la capacidad de precipitarnos. Porque hay que escribir sobre ese borde, para que quienes lean también puedan caer de un lado u otro.

¿Qué son los velos con los que a veces, desafortunadamente, cubrimos a la poesía? El afán de claridad, el empeño en significar y la búsqueda de la belleza, la ladrona de aristas, planta parásita que se alimenta de la savia del árbol de las palabras con su alquimia de baratija.

Ante la caída de los velos estamos tan desnudos a nuestra vez, tan indefensos, en grande peligro, precipitados en la estela de una estrella fugaz, en medio de ese maremágnum de nebulosas, de ese laberinto de cataclismos, de palabras que buscan corazones que atravesar, insistentemente. La acción firme de escribir en medio de tanta oscuridad, sobreviviendo como un latido ciego, volando en la noche como una flecha presta a clavarse es encerrarse en ese cuarto lleno de monstruos y seres mágicos, donde estamos tan solos y por donde los minutos caminan descalzos.

Que la búsqueda sea no de la belleza sino del tuétano. Que se pueda desvestir a cada obra de su forma y sacudiéndola, hacerla hablar.