¿Cuánto
en la escritura poética hay de, como decía Rumi del amor, mil velos cayendo?
Hay que sacudir a las palabras de los hombros para que se desnuden más allá de
su elocuente apariencia, para que no se suiciden dejando de expresar. La
única desnudez pertinente a la poesía, como al amor, es la de los huesos: hay
que desnudar la palabra hasta que no quede más que la espina de pescado de que
escribía Osip Mandelstam y nos hiera los dedos hasta sacarnos sangre.
Habría
que abandonar la arrogancia de la palabra perfecta. Que escribir sea abrazar
una posibilidad, a la vez. Huir del perfeccionismo, esa mano que estruja el
corazón, esa mortaja, el Gran Enemigo. Vivir en ese momento del encuentro del alma con
las palabras, en el presente, sin miedo a un azar que a veces no es tal sino la
expresión profunda e irrefrenable de la voluntad oculta. Buscar, en ese
volcarse en palabras, una aparentemente imposible espontaneidad, cuya única
motivación e interés sea el cruce de las trayectorias celestes entre la voz del
poeta y los versos.
La
poesía se crea en ese intersticio entre la realidad entendida como el origen del reflejo en la pared de la cueva y el dibujo de sus sombras sobre la misma. Entre las palabras y los que danzan
frente al fuego siempre existirá ese abismo que cruzamos al escribir y en el
que a veces caemos. Abismo de lo inefable al que, a veces, en un vuelo
iluminado, se las robamos. De ese momento del parto heredan la capacidad de precipitarnos. Porque hay que escribir sobre ese borde, para que quienes lean también puedan caer de un lado u otro.
¿Qué
son los velos con los que a veces, desafortunadamente, cubrimos a la poesía? El
afán de claridad, el empeño en significar y la búsqueda de la belleza, la ladrona de aristas, planta parásita que se alimenta de la savia del árbol de las palabras con su alquimia de baratija.
Ante la caída de los velos estamos tan desnudos a nuestra vez, tan indefensos, en grande peligro, precipitados en la estela de una estrella fugaz, en medio de ese maremágnum de nebulosas, de ese laberinto de cataclismos, de palabras que buscan corazones que atravesar, insistentemente. La acción firme de escribir en medio de tanta oscuridad, sobreviviendo como un latido ciego, volando en la noche como una flecha presta a clavarse es encerrarse en ese cuarto lleno de monstruos y seres mágicos, donde estamos tan solos y por donde los minutos caminan descalzos.
Ante la caída de los velos estamos tan desnudos a nuestra vez, tan indefensos, en grande peligro, precipitados en la estela de una estrella fugaz, en medio de ese maremágnum de nebulosas, de ese laberinto de cataclismos, de palabras que buscan corazones que atravesar, insistentemente. La acción firme de escribir en medio de tanta oscuridad, sobreviviendo como un latido ciego, volando en la noche como una flecha presta a clavarse es encerrarse en ese cuarto lleno de monstruos y seres mágicos, donde estamos tan solos y por donde los minutos caminan descalzos.
Que
la búsqueda sea no de la belleza sino del tuétano. Que se pueda desvestir a cada
obra de su forma y sacudiéndola, hacerla hablar.
Aplicable a cualquier arte... que palabras tan sabias. Ojala el dia que toque otra vez tenga esto muy presente. Gracias por ponerlo en escrito!
ResponderEliminar