martes, 22 de enero de 2013

Falsos dilemas


Contrariamente a la opinión extendida sobre el asunto, no existe un dilema música académica-música popular. Leí en una entrevista del pianista ruso Vladimir Kráinev que él pensaba que la diferencia entre ambas era que la música académica expresaba los sentimientos más profundos del ser humano y la popular tenía como objetivo distraer, hacer bailar. Creo que ni siquiera tengo que extenderme en la falacia que tal afirmación representa, al menos en mi iletrada opinión. 

Él no fue el único en plantearse este asunto. Todos tenemos discusiones estériles al respecto, cuando criticamos los gustos ajenos: habrá quien diga que la música académica es "aburrida" así como otros que acusen a a la popular de "simplicidad armónica"; a este le parece que este pianista es el mejor del mundo y al otro le parece una porquería...los ejemplos son innumerables y todos basados en la dialéctica rastrera de "a ti te gusta, a mí no me gusta". Habría que plegarse a la máxima (popular, irónicamente) de "entre gustos y colores..." lo cual resultaría, si no lo más sabio, al menos lo más prudente. Reconozcamos que hemos caído todos en la trampa de la "intolerancia musical" alguna vez.

Otros dicen que la oposición se da entre "buena música" y "mala música". Pero ¿quién tirará la primera piedra y se atreverá a proclamar, a los cuatro vientos (porque si no es a los cuatros vientos no es proclama), que es el poseedor de la clave, del máximo e indiscutible criterio al respecto? Hay músicas que algunos consideran "malas" y sin embargo muchos son tocados por ellas. Es fácil simplificar acusando a "las masas" de ignorancia (¿quién es aquí el ignorante, quien disfruta lo que le gusta o el que cree tener la "supremacía cultural" -que no es más que imperdonable, insoportable y llana pedantería-?). Difícil es desentrañar el ovillo de los gustos y las percepciones hasta encontrar una referencia estética que sea realmente válida y aplique en todos los casos. Pareciera ese ser el defecto de las "ciencias especulativas". Pero sólo es falta de profundización, de formulación de las preguntas correctas, de desprendimiento de los propios gustos al plantearlas. El gusto personal se ha convertido en los lentes color rosa de la ceguera.

Hay una medida aún más peligrosa: la del "éxito", que parece ya no desprenderse del comercial. Se piensa que algo que se vende tiene que ser bueno. Pero si se vende, tampoco implica que sea malo. Tema espinosísimo, pues los que hacen dinero con la música, todopoderosos titiriteros, manejan un poder infinito de convencimiento y podrían dictar cátedra sobre lo que gusta y lo que no. Y aún así, todo aquello que es vendible debe poseer, ya sea originariamente o luego de una estrategia de mercadeo, algo atractivo. Tampoco el rey va tan desnudo.

Habría que replantearse algún dilema válido dejando de lado los falsos con todas sus implicaciones socio-culturales. Concentrémonos en que sí existe una dicotomía "música que toca tu alma y música que no lo hace".

¿Cuál es la diferencia entre esa música que nos sacude hasta lo más profundo y aquella que disfrutamos pero pasa por nuestras vidas (y oídos) dejándonos impertérritos? ¿Es palpable, puede encontrársele en el entramado musical o depende de la percepción de quien oye?

Las inconfesables listas de reproducción personales o el solo hecho de que últimamente gente con gustos musicales muy bien definidos dejen al azar de la decisión de un Ipod qué escucharán hoy demuestra que no se trata de una cuestión de estilos o géneros. Cuando existían los cassettes, precursores de las "playlists" actuales (yo pertenezco a esa generación) uno grababa en uno todo lo que le gustaba. Recuerdo haber tenido juntos, como en una fiesta surrealista, cantos gregorianos junto con trova cubana, música venezolana, salsa brava, rock y por supuesto música académica. Algo parecido sucede ahora con mis listas de reproducción en youtube o en mi teléfono celular: Goran Bregovic junto con Kate Bush, Scriabin con Duffy o Amy Winehouse, Pink Floyd con Mahler o Khachaturian o Bach o Beethoven o Prokofiev o Rachmaninov, Art Tatum con Tchaikovsky o Puccini o Bellini. Mi único criterio: que sea música que quiero oír repetidamente, que necesito oír repetidamente.

A mí particularmente me afecta una música que tenga un bordeque sea perturbadora, impredecible, que encierre una especie de peligro. También aquella que cada vez que la escucho toca invariablemente alguna tecla dentro de mí a la cual respondo emocionalmente, como un perro de Pavlov. Quiero oír aquello que combina con mi estado de ánimo del día. A veces necesito que me mueva fuera de él (aunque ese poder en mí lo tiene más la lectura que el escuchar música). Quizás debí empezar este párrafo escribiendo: "A mí me interesa que la música me afecte."

Claro que todas estas reflexiones sobre el gusto personal (en este caso, el mío) sólo raspan un poco la superficie del asunto del lado de la percepción, del oyente. Para encontrar lo que objetivamente puede hacer a una música conmovedora creo firmemente en que hay que remontarse al instante de su creación y a las profundas motivaciones del compositor, muy probablemente inconscientes. Creo que la sinceridad, la respuesta a un impulso profundo y auténtico quedan impresas en la genética de una obra musical. La pureza de intenciones, el amor (no digamos al arte porque es una frase que en el muy íntimo momento de sentarse a escribir o experimentar en un estudio suena grandilocuente) que mueve a alguien a crear música, quizás la inevitabilidad de hacerlo, el imperioso e ingenuo impulso y, por qué no, la simple necesidad (miren por dónde ha saltado de nuevo  la palabra "necesidad", sin buscarla), que los que nos dedicamos a la música sabemos que no tiene nada de simple; la falta de doblez con respecto al oficio: todo eso (o algo de eso) se puede escuchar entre notas y atrae violentamente al que escucha por una especie de ley de gravitación universal de las emociones, por esa metafísica que rodea a la música, esa sustancia de la que hablaba Artur Rubinstein que nos rodea y a la música que hacemos y que es inexplicable, inasible, inseparable del acto musical. Esa cualidad tan perteneciente al limbo de lo inefable, esa piedra filosofal cuya alquimia convierte en música (y, ahora sí, en verdadero asunto de la musa) un puñado de sonidos, más o menos ordenados.

Escuchar música tiene que ser abrir una puerta y entrar. Para mí la música es un tránsito, el arte es un tránsito. ¿Adónde? ¿Dónde vivimos y qué es en realidad lo transitorio? Porque al atravesar una de esas puertas ¿no les pasa que se encuentran en un lugar psíquico al que se sienten en ese instante pertenecer? ¿La música no les hace sentirse peregrinos en ese otro mundo al que llamamos realidad?



miércoles, 16 de enero de 2013

Poética de la desnudez


¿Cuánto en la escritura poética hay de, como decía Rumi del amor, mil velos cayendo? Hay que sacudir a las palabras de los hombros para que se desnuden más allá de su elocuente apariencia, para que no se suiciden dejando de expresar. La única desnudez pertinente a la poesía, como al amor, es la de los huesos: hay que desnudar la palabra hasta que no quede más que la espina de pescado de que escribía Osip Mandelstam y nos hiera los dedos hasta sacarnos sangre.

Habría que abandonar la arrogancia de la palabra perfecta. Que escribir sea abrazar una posibilidad, a la vez. Huir del perfeccionismo, esa mano que estruja el corazón, esa mortaja, el Gran Enemigo. Vivir en ese momento del encuentro del alma con las palabras, en el presente, sin miedo a un azar que a veces no es tal sino la expresión profunda e irrefrenable de la voluntad oculta. Buscar, en ese volcarse en palabras, una aparentemente imposible espontaneidad, cuya única motivación e interés sea el cruce de las trayectorias celestes entre la voz del poeta y los versos.

La poesía se crea en ese intersticio entre la realidad entendida como el origen del reflejo en la pared de la cueva y el dibujo de sus sombras sobre la misma. Entre las palabras y los que danzan frente al fuego siempre existirá ese abismo que cruzamos al escribir y en el que a veces caemos. Abismo de lo inefable al que, a veces, en un vuelo iluminado, se las robamos. De ese momento del parto heredan la capacidad de precipitarnos. Porque hay que escribir sobre ese borde, para que quienes lean también puedan caer de un lado u otro.

¿Qué son los velos con los que a veces, desafortunadamente, cubrimos a la poesía? El afán de claridad, el empeño en significar y la búsqueda de la belleza, la ladrona de aristas, planta parásita que se alimenta de la savia del árbol de las palabras con su alquimia de baratija.

Ante la caída de los velos estamos tan desnudos a nuestra vez, tan indefensos, en grande peligro, precipitados en la estela de una estrella fugaz, en medio de ese maremágnum de nebulosas, de ese laberinto de cataclismos, de palabras que buscan corazones que atravesar, insistentemente. La acción firme de escribir en medio de tanta oscuridad, sobreviviendo como un latido ciego, volando en la noche como una flecha presta a clavarse es encerrarse en ese cuarto lleno de monstruos y seres mágicos, donde estamos tan solos y por donde los minutos caminan descalzos.

Que la búsqueda sea no de la belleza sino del tuétano. Que se pueda desvestir a cada obra de su forma y sacudiéndola, hacerla hablar.