martes, 3 de marzo de 2015

La belleza es una toxina

Si la belleza fuera la armonía entre las partes, no existiría la belleza de lo "no bello". Hay muchas cosas terribles que son absolutamente hermosas. No son simétricas, ni "agradables" a la vista o al oído en el sentido tradicional de la palabra, no necesariamente "causan placer a los sentidos". Las cosas más bellas chocan, impactan, impresionan.

Ante la belleza somos confundidos. Nos dejamos llevar por ella, así que tiene cierta cualidad estupefaciente. Médicamente, según el DRAE, el estupor es "disminución de la actividad de las funciones intelectuales". Por eso es una entelequia que ante algo o alguien hermoso tengamos suficiente control sobre nuestras reacciones como para analizar la naturaleza de lo que nos perturba.

Por la belleza somos confundidos, llevados adonde no queremos pero adonde secreta y ardientemente deseamos. El ideal de la belleza es dado por la búsqueda de esa sensación intoxicante que puede llegar a ser incluso incómoda o dolorosa. Por eso nada más lejano de la belleza que ese balbuceo acerca de la estética.

El placer es un asunto totalmente distinto. Puede haber placer en el sufrimiento, y no solamente en el masoquismo. Oír una y otra esa música que conmueve hasta las lágrimas, ese dulce dolor ¿no es placentero? Sí existe una conexión entre la belleza y la búsqueda del placer, que roza lo prohibido. Cuando algo nos afecta tan profunda y animalmente tendemos a defendernos con eufemismos, en este caso el deplorable eufemismo de "lo bonito".

Lo bonito es lo hermoso despojado de su mitad animal. Siempre que tememos algo le arrancamos su lado peligroso y lo reducimos a algo manejable. Nunca hay que subestimar el poder de la negación. Vidas enteras transcurren segadas, reducidas a "lo armonioso", al rechazo de "lo negativo". Se rehúsan al abandono, a la embriaguez. 

Lo bello se caracteriza en primer lugar por su capacidad de conmover hasta el tuétano, por permear la consciencia hasta llegar a lo inconsciente. Hay en lo bello no necesariamente armonía en el sentido de simetría, pero sí claridad, como decía Pierre Boulez acerca de la buena interpretación de las obras contemporáneas: hay inteligibilidad. No necesariamente implica comprensión: es a veces la inteligibilidad  de lo inefable, y justo esa incapacidad del receptor de articular, ese "quedarse mudo" es uno de los dones más poderosos de la belleza. El otro es su capacidad de llevarnos a donde no necesariamente queremos ir pero quizás estábamos predestinados a hacerlo. Esa predestinación no es metafísica sino más bien matemática, como el resultado de una ecuación el cual se obtiene al simplemente ingresar unos datos y dejarlos transformarse al pasar a través de una ecuación para alcanzar la igualdad. En esta ecuación de la belleza somos introducidos pero al salir somos cambiados, convertidos. Y esa cualidad transfiguradora de la belleza es la que nos empuja a perseguirla obsesivamente en las obras de arte, como en el amor.

Lo bello impacta y su poder radica en la vibración de consanguíneas moléculas. El contacto con lo bello nos embellece de cierta manera, y de cierta secreta manera lo sabemos y desesperadamente lo anhelamos.

Lo bello intoxica y, como en ciertas ceremonias chamánicas, es una intoxicación catártica con la que sin darnos cuenta buscamos alguna clase de iluminación. 





miércoles, 11 de febrero de 2015

Sacando música de las piedras

Para traer al mundo físico esa abstracción que son las notas en el papel lo primero es el silencio, el no saber, la inacción. Cada música interpretada es traída de nuevo al mundo, adonde antes de ello no existía. Había la quietud, la inmovilidad, el orden del aire no perturbado por las ondas de sonido. En el cerebro, la oscuridad, el desconocimiento, la ignorancia.

Leemos, y un haz de luz atraviesa la consciencia: hay una música en el papel que pugna por la tridimensionalidad, que clama por la existencia, por la pertenencia al mundo de las moléculas alteradas, vibrantes en el espacio antes sólo pleno de oxígeno sin sentido. 

Durante el proceso, el sonido es una piedra sin forma. Hay que crear la coreografía de ese golpear la piedra, herirla: luchando contra la resistencia ante la silueta, el ritmo, la velocidad. Pedazos y pedazos otrora sin sentido se van uniendo en una cadena irrompible de sucesos musicales unidos por el latido invisible del tempo, van ganando un rostro surgido de miembros que a diario realizan tareas banales por siempre olvidadas.

Piedra somos nosotros mismos: a través de la práctica nos moldeamos también, antes amorfos y mudos, ahora rindiéndonos a refinados movimientos, a la danza del cincel. Piedra somos antes de que la música nos atraviese como un rayo, volviéndonos chispa, encendiéndonos, cambiándonos para siempre. Piedra es el mundo antes de que con música le demos forma y le insuflemos una vida otra que la de la carne siempre deseosa y hambrienta, una que teniendo raíces en lo inefable (pues la música no puede ser dicha con palabras sino que está hecha de su propia sustancia la cual se dice a sí misma) es sin embargo tremendamente física y físico es el impacto sobre toda otra carne que se atraviese en su carrera de ondas enloquecidas pero terriblemente conscientes y dirigidas con una voluntad toda que antes de esa escultura del aire era sólo un caballo desperdiciado. Escultura viva y vibrante, que se autoinvoca y se trae a sí misma al mundo en cada concierto, teniéndonos como rehén y mago obligado, carne conductora de magias que se pasean por los siglos como fantasmas obstinados en no morir.




viernes, 23 de enero de 2015

Bailar con las manos

En música, saber implica la automatización de un movimiento. Nos sabemos una pieza cuando las manos realizan una serie de movimientos ensayados de antemano sobre un instrumento y se obtienen unos sonidos sabidos y esperados. Toda esa coreografía, esa danza de las manos está determinada por una imagen musical anterior al movimiento, ya sea producto de la lectura de una partitura o de la respuesta al dictado del oído interno en el caso de la improvisación.

Los que hemos dado clases conocemos bien la situación siguiente: el estudiante trae una pieza a clases, pero no "le sale". Inmediatamente se defiende: pero si yo me la sabía. Claro que dicho pobre estudiante no está mintiendo: se ha sentado al instrumento, ha leído y ha repetido la pieza unas cuantas veces. Y va bien. Sólo que el proceso no ha concluido porque la repetición de los movimientos no ha alcanzado la inconsciencia del automatismo, lo cual no es otra cosa que la capacidad de cerrar los ojos y dejarse llevar por el cuerpo, que ya sabe a dónde dirigirse.

Esta sabiduría física por supuesto que tiene como coreógrafo al cerebro. La memorización como reproducción exacta de sonidos es mal vista en el mundo de las ideas porque implica repetición sin análisis, pero en música (y danza, y teatro) es un don. También en el caso de la memoria mecánica o procedimental puede existir la falta de análisis, y cuando la pieza está lista es incluso deseable en el momento de la ejecución. Pero de no existir tal análisis en el proceso previo de familiarización con el material, en primer lugar se dificulta la memorización mental y luego de completado todo el proceso, la interpretación carecerá de organicidad. Será un balbuceo sin sentido en que las sílabas se confunden y no forman "palabras" musicales. El sonido resultante no podrá comunicar nada porque carece de fondo.

¿Cuál es el decir de este lenguaje musical? No ciertamente la traducción en palabras del contenido musical. La música es un decir en sí misma y no requiere de otros medios de comunicación para manifestarse que la propagación en el aire de las ondas sonoras y la recepción a través del oído. ¿Cómo comunica la música? Tañendo las cuerdas secretas de las emociones y haciéndolas vibrar a su frecuencia y ritmo, tocando indirectamente nuestros pensamientos a través de la experiencia de haberse visto envuelto en ella.

Para un músico la transformación física derivada de adaptar el cuerpo a la producción del sonido y el ser atravesado por éste, segunda caja de resonancia de carne y hueso, transforma nuestras moléculas en una especie de ionización sui generis, como la luz o un bombardeo de partículas lo hacen con los átomos que se cruzan en su camino. 

Los caminos de la música son transitados no en sueños, sino corporalmente, como alguien me dijo una vez: "la punta de los dedos es tan importante en el piano como lo es para aquellos que escalan montañas con las manos."