viernes, 19 de septiembre de 2014

Del amor (II)

Love is most nearly itself
When here and now cease to matter.

T S Eliot

El amor no es cuantificable, es una función del alma. Por tanto es indivisible, emana del amante, no se reparte en cantidades iguales o desiguales. No hay justicia o injusticia en él, merecimiento o desmerecimiento. Es o no es.

El amor es siempre un misterio de límites borrosos. No tiene lógica ni objetivo ni utilidad. Y sin embargo es una sustancia en la que nos movemos y respiramos bajo condiciones a veces inimaginables e incomprensibles, un planeta de atmósfera otra.

El amor es locura tal como la entendía Marguerite Duras: “La locura es como la comprensión, ¿Sabes? No se la puede explicar. Exactamente como la comprensión. Se te viene encima, te llena y entonces se la entiende. Pero cuando le abandona a uno, ya no se la puede entender en absoluto”. Así llega la estación del amor a nosotros una y otra vez y siempre es una estación otra, y nunca reconocemos su rostro porque tiene mil, como mil son los velos que según el poeta persa Rumi el amor hace caer en un instante. Es el gran enmascarado. Creemos conocerlo pero siempre nos hace descreer, y luego creer de vuelta. Es la religión de la duda, la fe de lo intangible y al mismo tiempo la más rotunda y física certeza.

Como árboles por él somos terriblemente sacudidos, perdemos todas nuestras hojas y olvidadizos creemos que nuestras ramas permanecerán desnudas, sólo para florecer de nuevo en miles de primaveras inevitables.

El dilema del amor no es el del resultar o no herido, sino el abrazar consciente y apasionadamente el riesgo, el interminablemente caer. Es merecer no ser atrapado en telarañas de palabras. Merecer el silencio. 

El complejo organismo constituido por los amantes toma diversas formas, pero cualesquiera éstas sean debajo hay una espina de pescado como decía el poeta Mandelstam que la había debajo de las teclas sobre las que escribimos la poesía.