Pareciera contradictorio combinar en la misma oración las palabras "estilo" y "grito", pues "estilo" nos suena a algo refinado y civilizado, a la domesticación de ciertas fieras. Creo firmemente que la literatura se origina en lo oscuro, en ese antro donde habitan nuestros demonios. A diferencia de la música, que requiere para expresarse en todo momento de una técnica, la literatura está asociada al lenguaje, que es nuestra forma cotidiana de expresión, al alcance de todos y cada uno. Por eso considero que el "filtro" por el que el grito de nuestros demonios debe pasar es el resultado directo de un proceso de concienciación y luego de articulación. De ahí a la página es sólo un paso: sentarse y escribir (ese "sólo" no implica que sea fácil, sólo señala la distancia, que es pequeña, pero también son pequeños algunos trechos de montaña con abismos debajo).
El estilo es poner toda esa gritería demoníaca en orden y plasmarla en literatura, sacársela de adentro. Quiero aclarar que no uso los términos "demonios" o "demoníaco" con un tinte despectivo . Hablo de lo salvaje oculto dentro de nosotros, que tenemos tendencia a demonizar pues ¿qué es el demonio sino lo que no soportamos ver a los ojos, aquello que nos duele ver, que nos hace vulnerables, que queremos ocultar? Por eso hay un abismo justo bajo las palabras, por eso es tan difícil cruzar, por eso escribir puede llegar a ser tan doloroso.
Y ¿qué es el estilo sino nuestra manera personal de decir las mismas cosas de siempre? Dice Schopenhauer en su "Pensamientos, palabras y música" que lo que nos hace escritores es el estilo, pues los temas son pocos y sobre ellos todos reflexionamos y muchos escribimos. La literatura es justamente el cómo ponemos en el papel el infierno de cada uno.
Pero, por otro lado, ¿qué fuerza de la naturaleza humana es tan inconmensurable, incontrolable y por tanto, fértil, creadora que ese infierno? En nuestra época tan obsesionada con lo "bonito" (aquí sí hay abierto menosprecio del término), con lo "sano", con lo "ligero" nos han enseñado a desdeñar lo oscuro, el defecto, lo no perfecto, que no es más que lo que no incomoda, que lo que no se parece a lo que muestra la mayoría, en resumidas cuentas, lo verdaderamente original. La civilización culturalmente se ha decolorado hasta hacerse irreconocible, como muchos que no pueden reconocerse en sus propios espejos de tanto deformarse con diversos procedimientos estéticos hasta no parecerse a sí mismos, hasta que no se note el demonio personal que acecha tras nuestra educada circunspección diaria, hecha de perfume y maquillaje. Ese demonio que es nuestro "hijo animal", nuestro otro yo, ese, huérfano del cual estaríamos tan incompletos, tan irreconocibles, tan vacíos.
Abrazar los demonios propios (que no implica convertirlos, pues eso sería una traición y una aberración) es la llave para entrar en la casa del inconsciente, cuya puerta se cierra dejándonos fuera cuando los (nos) negamos. Tratamos de entrar por la puerta de atrás, por una ventana, escondidos (nuestros sueños nos lo muestran), sabiendo que cosas ajenas a lo que consideramos bueno suceden allí dentro, pero somos nosotros los extraños, los ajenos. Y no podemos escribir, ni componer, ni tocar un instrumento con sentido (porque se puede perfectamente tocar como un mecanismo de reloj de pared, como sale el cucú) y también se puede escribir sandeces sin ninguna sangre encima y sin entrañas.
Ese tocar y escribir carece de catarsis que en última instancia es el único tipo de purificación digna de ser deseada. Es, como dice mi querido amigo el pianista y compositor holandés Tjako van Schie, una sucesión de "sonidos más o menos sin sentido". Una producción así contradice el espíritu del Arte mismo: es el verdadero "pecado capital", si hubiera un tal.
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