jueves, 13 de enero de 2011

Jackson Pollock, la música y las estrellas

Durante mi reciente viaje de Año Nuevo a la ciudad de Nueva York y luego de un conmovedor encuentro con la pintura de Jackson Pollock, he reflexionado sobre el efecto subjetivo de la belleza del arte tal como lo he experimentado. Así que este es mi cuaderno de bitácora, en cierta forma, y registraré en él el evento más notorio de la travesía.

 Así como la Tierra está rodeada por una atmósfera consistente en varias capas, así nosotros poseemos varias capas de percepción. Hay cosas que afectan la más externa de estas capas, la cual podría denominar de goce puramente estético. Es la reacción ante la belleza evidente, y el placer producido es bastante parecido al de comer comida exótica: es inmediato, nos llena por ese instante y nos deslumbra, pero pasa rápido y aunque luego nos quede el recuerdo de la sensación agradable, el eco de la misma desaparece casi al mismo tiempo que el estímulo. En este viaje también he descubierto a este pintor de arte "fantástico", Daniel Merriam. Su pintura es muy detallada, técnica y estilizada y representa hadas y seres y lugares fantásticos. Es una especie de Bosco pintando escenas de Lewis Carroll. Algunos no consideran arte a esta pintura (yo sí), sino diseño. A pesar de que poseo cierta cultura al respecto, me he dejado simplemente llevar por la exquisitez de estas maravillosas representaciones como quien degusta un manjar y en verdad me importa poco la posibilidad de que, si lo analizo más profundamente, podría llegar a considerarlo kitsch. Pero no soy crítico de arte y he aprendido a simplemente disfrutar de lo que se presenta a mis sentidos, por lo que puedo ver películas de Fellini tanto como "El quinto elemento" (que para mí es una especie de Blade Runner destartalado pero encantador) sin juzgarme a mí misma, al igual que he decidido seguir un camino de lectura bastante mercenario y no leer necesariamente todos los clásicos, como planeaba de niña. La experiencia de estas pinturas deslumbrantes, volviendo a Merriam, ha afectado ciertamente esa capa externa de mi propia percepción: ha llenado mi vista y me ha hecho evocar literatura fantástica, ha creado asociaciones y las considero de entre las pinturas más bellas que he visto en mi vida. Es algo que podría tener en mi pared y verlo diariamente sin cansarme.


Más profunda, hay otra capa de percepción que está más cerca del núcleo, del corazón. Cuando yo era una niña sólo dos cosas podían tocar esa esfera: la contemplación de las estrellas en el cielo nocturno y la música. Era una pequeña bastante cerrada que sólo leía y pintaba y luego cantaba y tocaba el piano, pero no disfrutaba otras cosas aparte de estas. Jugar o la compañía de otros niños me era indiferente. Y ya que las únicas dos cosas capaces de afectarme hasta las lágrimas eran la música y las estrellas, ya entonces decidí que sería músico o astrónomo.

El impacto inmediato, directo y profundo que tiene la música o la contemplación visual, en mi caso, es una flecha directo al corazón. Y me pregunto si acaso el parecido de este magnífico cielo nocturno, cuajado de estrellas (como es raro ver desde Caracas pero no desde este avión que vuela de Newark a Houston sobre las nubes en una noche clarísima y estupenda) y la pintura de Jackson Pollock en su etapa de action painting es providencial o proverbial. Jamás lloré antes delante de una pintura, y jamás imaginé que la primera pintura que ocasionaría esa reacción en mí sería de un abstracto salvaje y absoluto (hablo de "Autumn Rhythm Number 30" en el Museo Metropolitano de Nueva York). Al tener la misma violenta reacción emotiva ante "One: Number 31, 1950" en el MoMA, me senté un rato con mi amiga Verónica a tratar de dilucidar un poco y encontrar una razón medianamente objetiva al menos para explicar el impacto tremendo de estas pinturas en mí, quien antes, en una edad temprana, fuera más bien una adoradora absoluta de Salvador Dalí (aunque también de Armando Reverón) pues, según yo entonces, la realidad se puede torcer hasta un punto donde deja de significar algo, y de ese umbral en adelante en realidad no estaba interesada. Era una especie de clasicista de vanguardia (aunque justo en el ensayo introductorio del libro de Daniel Merriam que me traje de NY se habla de que los pro abstraccionistas furiosos consideran al surrealismo también como kitsch). Yo siempre pensé (y esta era mi posición juvenil) que el arte abstracto tenía mucho de cerebral, de efecto calculado fríamente, de experimento pictórico. Pensaba que existía todo un proceso mental muy depurado para ir de lo figurativo a lo no figurativo. Nunca fui, no obstante, de los que sacrílegamente consideran al arte abstracto como unas cuantas rayas al azar o como obra de niños.

Yo creo sinceramente que no se trata de "ismos" o de buen o mal gusto (los "ismos" no son más que elaboraciones mentales). Ni siquiera creo que se trate de una cuestión de "gustos" estrictamente, sino de estas esferas de las que hablo: cuál de ellas y en qué medida son afectadas por lo que percibimos, qué cuerdas logran tañer en nosotros.

En las relaciones interpersonales percibo algo parecido. Hay personas, compañeros de trabajo o conocidos, que nos agradan y con los que nos relacionamos en un nivel más superficial. Hay otras que afectan profundamente nuestra vida. Las obras de arte están "vivas" en cierta forma, y como seres vivos que son también nos relacionamos con ellas de maneras distintas. Y estas relaciones están predeterminadas por nuestras experiencias anteriores. Por eso relaciono mi amor infantil por las estrellas con el amor por Pollock: sus lienzos enormes no parecen tener principio ni fin, son como un pedazo de cielo recortado y puesto en la pared.

Cuando comencé a apreciar (a través de reproducciones, documentales y la película del 2000) la obra de Jackson Pollock, simplemente sucedió, en un momento. A partir de ahí empecé a justificar lo que sentía: que si la repetición de patrones, que si el ritmo interno de la pintura. En realidad no sabía lo que estaba sucediendo. Pero luego heme allí, en Nueva York, por primera vez, frente a mi primer Jackson Pollock de carne y hueso (¿o debería decir: de lienzo y pintura?). Solos, él y yo, en su territorio, en su país. Las lágrimas que se me vienen a los ojos al evocar ese encuentro son incontrolables y vienen desde lo más profundo, desde una parte de mi alma que es totalmente vulnerable. Pollock me afecta en lo más blando, en esa capa del alma donde las cosas te cambian para siempre.

Volviendo a mis reflexiones conjuntas con Verónica ahí mismo enfrente del Pollock (en ese momento tratábamos de ponerle palabras a mis repentinos ataques de llanto en plenos MoMA y Museo Metropolitano de NY que en realidad fueron mucho más que sólo eso: los puedo describir como espasmos del alma) vimos en esta maravillosa pintura (One: Number 31, 1950) la representación literal de las emociones. Al fondo, el goteado de colores verde oliva claro y amarillo mostaza pálido, transparentes, con una textura casi de acuarela eran para nosotras la representación de las emociones en su estado primigenio, viéndose como deben "verse y moverse" dentro del alma, si se las pudiera fotografiar. Encima, esos terribles chorros de blanco y negro, como latigazos, que transmiten la sensación de desesperación y tormento. Al leer un poco sobre el action painting en Wikipedia encontré una frase afortunada que me hace pensar que no estábamos tan lejos de la realidad (aunque ¿qué es la realidad cuándo hablamos de arte? y sin embargo ¿hay acaso algo más real en la vida?): según eso, la pintura automática es "capaz de desbloquear y sacar a la luz la mente inconsciente". Me emociona pensar que en la creación de estas dos pinturas que adoro los movimientos mismos y la ubicación de Pollock con respecto al lienzo le hacen muy cercano a ellas: es el resultado de tal danza, pintura en mano. Es como música improvisada grabada en un lienzo.

Ver estas pinturas es como si alguien se abriera el corazón con un cuchillo y te dejara mirar adentro: la conmoción de tal contacto se compara a ciertos encuentros breves pero conmovedores, cuando te conectas realmente con otra persona de una manera inexplicable que ni siquiera tiene que ver con la conversación que se está teniendo. Una conexión humana, de corazón a corazón. Y Jackson Pollock, ya ido, nos ha dejado pintado el interior de su alma. De repente, a la vuelta de una esquina de un hermoso gran museo en una hermosa gran ciudad, te encuentras con ese corazón, latiendo, abierto de par en par, y el tuyo se detiene por un instante para luego latir juntos en un gran sollozo que es el abrazo de dos corazones humanos vivos: uno en el lienzo, el otro en el pecho.


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