domingo, 23 de enero de 2011

Retórica de la disonancia

Me opongo rotundamente a esa posición teórica que considera a la disonancia como el simple disturbio de lo armónico, como una molestia, una paja en ojo. La dramaturgia de la historia musical con respecto al uso de  la disonancia va de un caos a otro caos. Entre uno y otro, hasta un acorde de séptima de dominante (o aún peor, la dominante de la dominante) le ha quitado el sueño a los puristas y a cierto público (ese público que en diferentes épocas ha abucheado los estrenos de obras absolutamente geniales). No le ha quitado el sueño ciertamente a los mismos compositores, quienes crean las obras a partir de las cuales a posteriori se elaboran las fulanas "reglas". De tales reglas toda obra genial es justamente (qué casualidad) la excepción.

Todo vuelve, como decía Salomón. Los intervalos de cuarta y quinta fueron los primeros intentos medievales de armonización. Volvieron a estar de moda a principios del s. XX, con los impresionistas. Son intervalos vacíos que no nos proveen de un estado de ánimo definido (mayor o menor) sino nos dan una sensación flotante, atmosférica, como la que tenemos dentro de una gran catedral. Al construir estos maravillosos edificios dedicados al sentimiento de la fe, los arquitectos también buscaban eso: que los presentes en tal recinto se perdieran a sí mismos para dejar a Dios pasar a las emociones (aunque la fe no se trata de sentimientos o de emociones. Pero digamos que la producción o búsqueda de sensaciones en lo religioso desde el principio fue una especie de "marketing" del éxtasis, o bien, para no sonar irónica, una metáfora (una manera de producirlo, ¿podría ser?). Tal sensación, en el s. XX, también se puede asociar con estar debajo del agua (una combinación de ambas sería "La Catedral Sumergida", de Debussy,¿no?) o de estar en el espacio, ambas cosas asociadas al Progreso y a la Ciencia, los ídolos del s. XX. La "cualidad flotante" de una armonización tal se debe a que, al no haber intervalos que evoquen el mayor o el menor (como la tercera, pues la quinta se considera consonante y la cuarta, disonante, al menos en armonía de los ss. XVIII y XIX pero no son definitorias de la tonalidad: son ambiguas) la música tiene tendencia a no moverse, transmite una sensación estática.

He aquí una expresión importante en armonía tradicional (ss. XVIII y XIX): tender a. De eso se trata la armonía y no de los acordes considerados aisladamente: de movimiento musical, de la tendencia de un acorde a resolver en otro. Por supuesto, esta es una sensación subjetiva y es exclusiva de la música occidental. Para los intérpretes clásicos provenientes de culturas con sistemas musicales distintos, con música folklórica diferente, debe haber otra dinámica, otra reacción musical primaria ante ciertos intervalos o ciertas escalas o ciertas armonías. No podemos creer en verdad que todos oyen como oímos nosotros en Occidente...

La disonancia es el imperativo del movimiento. Es una tensión que debe ser liberada. En la dramaturgia musical, la disonancia representa el drama. Se convierte en una puerta hacia otros mundos, otros estados de ánimo, otras tonalidades. Se va lejos para de nuevo regresar. La música occidental se basa en la repetición y en este regresar, en la tensión y la distensión, en el problema y la solución. Toda la armonía del período clásico se mueve bajo este principio dinámico: un acorde de séptima de dominante que debe resolver en la tónica. Un impulso indetenible. Tanto que la dominante resolviendo en la tónica se denomina "cadencia perfecta". O sea, la manera perfecta de caer de nuevo en lo mismo, de volver a casa. El hijo pródigo en música.

El Barroco, (estoy consciente de que sufro de ruptura de planos temporales mientras me muevo mercenariamente a través de la historia musical) matemático, organizado y al mismo tiempo tan humano es el período que yo creo nos da el verdadero significado de la disonancia. Una nota que forma parte natural de un acorde se sostiene hasta el siguiente cambio de armonía. Es la misma nota, pero ahora está fuera de contexto, flota, ajena, en otro ámbito, en aquel perfecto entramado de voces perfectamente organizadas. Y sin embargo he ahí la magia de ese instante, que no la habría sin la nota disonante. Trae a veces consigo una melancolía profunda, un acento desesperado aunque comedido.

Más adelante, al cruzar el s. XX, se van alterando cada vez más los acordes (quiere decir: se van llenando de más disonancias). La música académica llega a alturas disonantes insospechadas, se crean sistemas musicales enteros en intentos (fracasados, para mí) de volver "normal" lo disonante (como en el sistema dodecafónico) y de acabar con la "monarquía" de los grados de la escala tradicional (una especie de comunismo de las notas: todas valen igual, armónicamente hablando). Las músicas coexistentes, el jazz, el tango, se basan en acordes cuyo estado natural es el estar alterados. Es la inquietud de la época, de una vida que después de la 1era Guerra Mundial ya no podía ser la misma. Es triste pensar que lo primero que empezó a globalizarse fue justo la violencia. La música se mueve como se mueve el mundo; el mundo se mueve y a ese paso se mueve el oído. Un oído que a través de los siglos oyó morir gente en armaduras y sobre caballos y luego oyó bombas y ametralladoras y aviones. Además, ¿de quién hablamos? ¿De gente que oía música de su propia época o de nosotros, que oímos música académica de todos los siglos anteriores al nuestro en detrimento del propio? Quizás la expresión de cuánto ha cambiado nuestra vida aún es demasiado por manejar. Cuando estudié en Kíev, mi profesora de música de cámara, Irina Borísovna Borovyk, estaba empeñada en hacerme tocar la sonata de cello de Alfred Schnittke. Esta sonata está escrita en homenaje a los hebreos asesinados por los nazis en Baby Yar, en la misma ciudad donde yo estaba estudiando. Había por supuesto oído a Ligeti antes de eso y conocía y me gustaban la ópera Wozzeck de Alban Berg y el Pierrot Lunaire de Schönberg. Había tocado en Venezuela una sonata de Alta Gracia de Juan Vicente Lecuna (atonal), una sonatina de clarinete de Malcolm Arnold que también era música del s. XX, varios estudios de Scriabin, varias piezas del "Mikrokosmos" de Bártok volumen 6 y había leído la sonata 7 de Prokófieff, no es que fuera una clasicista a muerte ... pero esa sonata era como demasiado moderna para mí y me resistía a aceptarla. Había algo en ella que me era demasiado perturbador. Justo en ese semestre creo que yo quería tocar algo así como que un trío de Haydn. Irina Borísovna, una mujer de gran carácter quien, al tener una cantidad de estudiantes asombrosa no se iba por las ramas y resumía lo que quería decir siempre en muy pocas frases (pocas pero impactantes) me espetó: "-¿Cómo que Haydn? ¡Estamos en el s. XX! ¿Acaso no sabes que hubo una Segunda Guerra Mundial, así no haya afectado directamente a tu país? Ya no estamos en el s. XVIII, ¡qué Haydn ni qué Haydn!". A mí la sonata me resultaba bastante pesada e inclusó lloré un poco en la residencia cuando la tuve que leer, al principio. Irina Borísovna me asignó un "repetidor" hebreo que la conocía muy bien para que la tocara con él, un joven cellista, excelente aunque bastante formal (jamás nos llegamos a tutear y ni siquiera recuerdo su nombre). Poco a poco fue explicándome toda la simbología contenida en la sonata, y ahora, junto con la sonata de Shostakóvich de cello y piano, es uno de mis obras favoritas para este ensamble. Y además me abrió el mundo extraordinario de Alfred Schnittke, de quien ya conocía el Concierto para viola y orquesta y el Concierto para coro. Pero una cosa es sentarse a oír y otra muy distinta dejar pasar todo ese dolor musical a través del alma de uno.

En la música, como en la vida, lo perfecto no es lo que encaja y no desentona. Muy al contrario. La incomodidad de la disonancia es necesaria para movilizarse, tiene la capacidad de expresar la inconformidad del alma humana con el mundo. Y la naturaleza misma del alma es la inconformidad, pues le toca vivir en un entorno que le es ajeno y le imprime esa melancolía de quien, peregrino, pertenece a otro mundo. Su viaje es siempre un retorno a casa, en donde el acorde final, después de tanta disonancia, es el descanso.

Hay una tendencia destructiva en todas las esferas hacia la "normalización", pues lo único, lo original, es considerado una amenaza, un peligro. O, al contrario, existe también una manía de lo original per se, que también, como su contrario, nos aleja de nuestra verdad íntima como artistas. Creo que esto siempre sucede cuando los estilos van cuesta abajo, cuando llega la decadencia, pues la cultura reinante se aferra siempre a la constancia, al pasado o a la iconoclasia fanática. En todo caso, la tendencia es a negar lo auténtico, lo sensible, lo que nos hace vulnerables. Es una mascarada: como si lo que somos en verdad no fuera suficiente, como si tuviéramos que convertirnos en otra cosa, en una caricatura de nosotros mismos para que los demás nos vean. Está relacionado con el fenómeno lamentable de "la celebridad": la deshumanización (o hiperhumanización) de lo humano, la dialéctica del "super héroe". Quizás, después de tantas masacres, de las cámaras de gas, de la bomba atómica, nos sentimos en verdad demasiada poca cosa y pareciera que nuestra vida vale menos que en siglos anteriores. Por eso los juegos de video, en los que juegas a "matar gente" en masa, como si nada. Quizás por eso nos gusta pensar en lo sobrehumano y por otro lado también estamos obsesionados con lo demasiado "normal". La disonancia en música tiene como cualidad inherente la sinceridad; es como decir: "suena feo pero así es". La disonancia es, por excelencia, lo extraño, lo chocante, lo raro. Y, como en la vida, creo que el aceptarla y abrazarla por lo que es, sin demonizarla, nos llevará a un disfrute y un conocimiento más profundo de la música y la existencia. Si no, viviremos para siempre envueltos en plástico, en clichés y en la seguridad de la consonancia. Viviremos, prisioneros para siempre, en la deleznable mazmorra de "lo bonito".



No hay comentarios:

Publicar un comentario