sábado, 28 de enero de 2012

Escuchar

En música (y no sólo) lo verdaderamente importante es ESCUCHAR.

La música es como el agua goteando sobre la piedra: lenta e implacablemente va abriéndose paso hasta llegar al alma, tanto del intérprete como del escucha. Y ese proceso puede suceder en un momento repentino de iluminación, que siempre llega, a veces en un instante, a veces sólo después de largos años.

Los músicos estamos a veces tan absortos en toda la actividad física, espiritual y mental que conlleva el tocar, que olvidamos escuchar. Escuchar a otros y escucharnos a nosotros mismos, tanto durante el proceso de aprendizaje de una obra como en el momento del concierto. Y escucharse al tocar es estar concentrado y presente, es recrear, verdaderamente re-crear, crear de nuevo, crear en el momento. Porque no transmitimos sólo sonidos a través del aire, y de esto saben mucho más que nosotros los actores, sino todo nuestro estado anímico. Los que nos escuchan pueden sentir lo que sentimos, pueden leer nuestros pensamientos y respirar al ritmo de nuestro aliento. Algunos llaman a esto "energía", palabra que tengo mucho cuidado de usar pues está muy manida y últimamente ha adquirido un sentido barato de metafísica de bolsillo. Pero sí, para quienes puedan entenderlo mejor de esa manera, pues venga: transmitimos energía cuando tocamos, esa fuerza invisible pero tangible que rodea todo lo vivo, que se administra diversamente en todas nuestras acciones y emociones.

También me refiero a escuchar en un nivel mucho más profundo. Hay diferentes niveles de escucha. Sucede con la música como con las ideas: las leemos y sabemos de qué se trata. Pero falta una experiencia profunda, una interacción definitiva, para que realmente las entendamos. Este entendimiento es físico y no sólo mental. Lo mental es sólo una fracción del entendimiento. No puedo evitar usar de nuevo esa cita de Marguerite Duras en el libreto de la película "Hiroshima, mon amour" que me obsesiona en tantos sentidos : «La locura es como la comprensión, ¿sabes? No se la puede explicar. Exactamente como la comprensión. Se te viene encima, te llena y entonces se la entiende. Pero cuando le abandona a uno, ya no se la puede entender en absoluto». Es un entendimiento "hasta el tuétano", un sumergirse en la realidad tangible de la música. Es también, supongo, una manera intuitiva de conocer, en el sentido más profundo de la palabra, que tiene que ver con aprehender, apropiarse de, tener trato con, diferenciar del entorno, incluso en el sentido bíblico, pues qué más profundidad que la de conocerse los cuerpos al punto de volverse uno por un momento, como nos volvemos uno con la música en un ámbito que tiene un impacto incontrolable de tigre, no de mascota, en nuestra vida.

Sobre estos niveles de comprensión pienso que, más que tratarse de cotas en la montaña de nuestro pensar y sentir, tienen que ver con nuestras experiencias muy personales. A veces lo que más nos sorprende de los wunderkinder es la sensación de que conocen las emociones que transmiten cuando tocan, cosa absolutamente improbable debido a las pocas experiencias que a su corta edad puedan  haber tenido. Pero no se trata sólo (aunque también) de lo que pueda haber uno vivido. Muchos músicos adultos han pasado a través de muchas cosas en su vida y aún así no son capaces de expresarlas al tocar en un momento dado. Porque hay cosas que nos pasan pero no las procesamos. Muchas se quedan flotando en una burbuja aislada de nuestro interior, como un coloide indiferente. No me refiero necesariamente a un proceso consciente: es lo que sucede con los wunderkinder. Disponen de esas emociones a un nivel intuitivo, puede que las hayan recibido justamente a través de la música. Así que la matemática de las emociones sentidas, disponibles y participantes en una interpretación musical ni es conocida ni parece ser fácil de explicar o predecir. Por eso sólo coqueteo con las ideas que pasan a mi lado (¿a través de mí?) mientras evoco los momentos en que he sentido esa iluminación musical sobre la que intento escribir un poco.

Entonces no se trata tanto de lo que hayamos vivido sino quizás de aquello a lo que hemos sido vulnerables, que ha dejado una huella de oso en nuestro interior como para que forme parte del paisaje. Que a veces haya parido un ser nuevo dentro nuestro, que a veces canta y es oído afuera, donde tan educados nos movemos, ajenos a veces a tanta maravilla enloquecida que sucede constantemente en el maremágnum del jardín del alma. Suelto, como un animalito, dentro del territorio psíquico, jugando a lo que sea que jueguen las cosas profundas y salvajes, a veces es tocado por la brisa de una música desde afuera y es movido o cambiado o llamado por ella.

Recuerdo, de nuevo y por enésima vez, a Stanislavsky y sus famosos "escondrijos del alma", del acceso a los cuales  tanto escribo. El escuchar es definitivamente uno de ellos. Escuchar en cuanto contemplación. Y no quiero decir que debamos tensar cada una de las fibras del ser y disponernos a recibir el sonido como una comunión ni nada por el estilo. Quizás sucede más bien al contrario, un poco al azar, un poco descuidadamente, oímos, hasta que escuchamos. Porque así son los oídos del alma, distraídos, como los del corazón.


domingo, 8 de enero de 2012

Tocar juntos

Germán Marcano dijo una vez: "Tocar juntos no es esa cosa escolar de mirarse y esperarse y entrar cuando a uno le toca, inclinando la cabeza para mostrar que se entra a tiempo y donde es. La música es como un tren a toda velocidad, y cada miembro del ensamble tiene que agarrar ese tren sobre la marcha, porque no se va a detener a recoger a nadie." Después de escuchar una versión realmente extraordinaria de la Sonata de cello de Rachmaninov, interpretada por Daniil Shafran y Yakov Flier, no puedo dejar de volver sobre este tema sobre el que reflexiono, por la naturaleza de mi trabajo, casi que diariamente.

¿Qué es hacer música de cámara? ¿Es, como resulta frecuentemente, hacer coincidir una trama musical, escolarmente y punto por punto?¿Esperarse, empujarse, escucharse? Es más que eso. Justo en el desarrollo del primer movimiento de la sonata arriba mencionada, la música da la impresión de unos rápidos en un río extremadamente tumultuoso. Los intérpretes de los que les hablo me hicieron pensar en esos deportistas extremos, ambos en el mismo kayak, sorteando de la forma más peligrosa todos esos obstáculos. Cada uno confiando en el otro pero sin tiempo de "mirarse" o "esperarse"; cada quien haciendo uso de toda su concentración y toda su pericia (que en ambos es mucha, toda la que se puede tener en el oficio) y accionando juntos con coordinación de acróbatas de circo. Y luego, al venir las transiciones, esos momentos en que la música se relaja y hay cambios de densidad para entrar en nuevas atmósferas muy contrastantes, parecían bailarines de ballet, respirando juntos, paralelos.

Quizás paralelos sea una de las palabras clave. Si en el momento de tocar se hace el esfuerzo de estar juntos, siempre habrá un pequeño intersticio entre ambos, o sea, falta de ensamble. Si se espera el uno al otro, alguien siempre estará milimétricamente atrasado. Se trata de moverse paralelamente. En una clase magistral de música de cámara dictada por profesores del Conservatorio de New England para el Sistema de Orquestas Juveniles, hace pocos años, una pianista cuyo nombre lamentablemente no recuerdo dijo: "Tienen que adivinar lo que va a hacer el otro. Pero para eso, cada uno debe saber clara e individualmente qué hará. Si lo sabes, tu compañero lo adivinará. Eso es estar ensamblados: adivinar el pensamiento del otro." Así que hay que saber, planear, respirar, moverse en la parte individual con absoluta seguridad, libertad, conciencia y conocimiento para poder "bailar" con el otro siendo capaz de una flexibilidad extraordinaria, para poder atrapar las pequeñas variaciones que existen siempre entre una interpretación en vivo y otra. Se mueve uno paralelamente, pero hay que respirar, pensar, escuchar en la mente, prever: todo eso está allí antes de que la música se oiga. Recuerdo cuando acabábamos de llegar a estudiar a Ucrania. Una de mis amigas se exasperaba porque no la dejaban poner las manos en el teclado. "Respiraste mal", le decían. Apenas se movía, le decían: "no, no es correcto, el inicio del movimiento es incorrecto". Cuando se canta o se trabaja con aire se lo entiende con más claridad. El no tomar el aire correctamente es preludio de fracaso. Cuando se es un instrumentista que no maneja aire y se es inexperto, es desesperante que te hagan respirar cuando sabes que si bajas el dedo la tecla sonará de todas maneras. Pero entonces simplemente moverás los dedos. La música es un decir, un pronunciar en un idioma particular. Hay que respirar antes de tocar.

Y al tocar con otro ese respirar juntos es una de las claves. Por otro lado está el no menos peliagudo asunto de la fusión de los timbres entre los instrumentos del ensamble. En un nivel muy básico se cree que es sólo una especie de ecualización, y por ahí se empieza, por equilibrar las sonoridades, no tapar al otro. La cosa se complica cuando la "ecualización" depende de la forma musical. Pero de eso siempre hablan los profesores, y en un buen nivel eso es fácil de lograr: hay que escucharse y conocer la naturaleza acústica inherente al ensamble, lo cual es materia conocida de antemano.

Lo que no es tan evidente es la creación de un sonido conjunto. Muchas veces he escrito aquí sobre la imagen sonora musical individual, esa atmósfera que es una unión entre el timbre (que asociamos con colores), la articulación, la agógica y muchos otros elementos técnicos,  musicales y hasta filosóficos. He llegado a darme cuenta de que ensambles de intérpretes consagrados no tienen a veces, en una obra dada, un sonido que va más allá de la unión de los dos sonidos de dos grandes. Y acabo de escuchar esto en Shafran y Flier. Sin perder la notable y fantástica individualidad, han creado un sonido juntos que es más que la suma de las dos sonoridades individuales. Creo que lo han logrado pues tuvieron la rara humildad de ponerse ambos al servicio de una música, cosa que no siempre sucede, pues muchas veces, egocéntricos como somos por la naturaleza misma de nuestro trabajo de artistas, nos guardamos siempre algo para no desdibujarnos.

En realidad debemos confiar en la inmensa ganancia de arriesgarnos a ser totalmente vulnerables ante la música que tocamos y dejarnos rendir ante ella, desaparecernos en ella. Lo que somos como artistas y cómo sonamos va más allá de la millonésima fracción que podemos percibir de nosotros mismos. Mientras menos nos preocupemos por nosotros dentro del ensamble (no es lo mismo que escucharse a sí mismo, se trata de una autoconciencia egocéntrica en el momento de tocar que  no es más que falta de concentración absoluta o, parafraseando el título del cuadro de Salvador Dalí, "la persistencia de la individualidad") más de nosotros se convertirá en ese otro ser de varias cabezas que es el ensamble de cámara. Mientras más desaparecemos individualmente, más nos crecemos en el colectivo, que es, a fin de cuentas, lo que estamos configurando al tocar juntos. Y, sin embargo, allí brillamos como las estrellas en las constelaciones, todos inmersos en una gravedad otra, todos convertidos en un sistema solar nuevo y único, todos describiendo órbitas perfectas en ese universo paralelo en el que vivimos.