En música (y no sólo) lo verdaderamente importante es ESCUCHAR.
La música es como el agua goteando sobre la piedra: lenta e implacablemente va abriéndose paso hasta llegar al alma, tanto del intérprete como del escucha. Y ese proceso puede suceder en un momento repentino de iluminación, que siempre llega, a veces en un instante, a veces sólo después de largos años.
Los músicos estamos a veces tan absortos en toda la actividad física, espiritual y mental que conlleva el tocar, que olvidamos escuchar. Escuchar a otros y escucharnos a nosotros mismos, tanto durante el proceso de aprendizaje de una obra como en el momento del concierto. Y escucharse al tocar es estar concentrado y presente, es recrear, verdaderamente re-crear, crear de nuevo, crear en el momento. Porque no transmitimos sólo sonidos a través del aire, y de esto saben mucho más que nosotros los actores, sino todo nuestro estado anímico. Los que nos escuchan pueden sentir lo que sentimos, pueden leer nuestros pensamientos y respirar al ritmo de nuestro aliento. Algunos llaman a esto "energía", palabra que tengo mucho cuidado de usar pues está muy manida y últimamente ha adquirido un sentido barato de metafísica de bolsillo. Pero sí, para quienes puedan entenderlo mejor de esa manera, pues venga: transmitimos energía cuando tocamos, esa fuerza invisible pero tangible que rodea todo lo vivo, que se administra diversamente en todas nuestras acciones y emociones.
También me refiero a escuchar en un nivel mucho más profundo. Hay diferentes niveles de escucha. Sucede con la música como con las ideas: las leemos y sabemos de qué se trata. Pero falta una experiencia profunda, una interacción definitiva, para que realmente las entendamos. Este entendimiento es físico y no sólo mental. Lo mental es sólo una fracción del entendimiento. No puedo evitar usar de nuevo esa cita de Marguerite Duras en el libreto de la película "Hiroshima, mon amour" que me obsesiona en tantos sentidos : «La locura es como la comprensión, ¿sabes? No se la puede explicar. Exactamente como la comprensión. Se te viene encima, te llena y entonces se la entiende. Pero cuando le abandona a uno, ya no se la puede entender en absoluto». Es un entendimiento "hasta el tuétano", un sumergirse en la realidad tangible de la música. Es también, supongo, una manera intuitiva de conocer, en el sentido más profundo de la palabra, que tiene que ver con aprehender, apropiarse de, tener trato con, diferenciar del entorno, incluso en el sentido bíblico, pues qué más profundidad que la de conocerse los cuerpos al punto de volverse uno por un momento, como nos volvemos uno con la música en un ámbito que tiene un impacto incontrolable de tigre, no de mascota, en nuestra vida.
Sobre estos niveles de comprensión pienso que, más que tratarse de cotas en la montaña de nuestro pensar y sentir, tienen que ver con nuestras experiencias muy personales. A veces lo que más nos sorprende de los wunderkinder es la sensación de que conocen las emociones que transmiten cuando tocan, cosa absolutamente improbable debido a las pocas experiencias que a su corta edad puedan haber tenido. Pero no se trata sólo (aunque también) de lo que pueda haber uno vivido. Muchos músicos adultos han pasado a través de muchas cosas en su vida y aún así no son capaces de expresarlas al tocar en un momento dado. Porque hay cosas que nos pasan pero no las procesamos. Muchas se quedan flotando en una burbuja aislada de nuestro interior, como un coloide indiferente. No me refiero necesariamente a un proceso consciente: es lo que sucede con los wunderkinder. Disponen de esas emociones a un nivel intuitivo, puede que las hayan recibido justamente a través de la música. Así que la matemática de las emociones sentidas, disponibles y participantes en una interpretación musical ni es conocida ni parece ser fácil de explicar o predecir. Por eso sólo coqueteo con las ideas que pasan a mi lado (¿a través de mí?) mientras evoco los momentos en que he sentido esa iluminación musical sobre la que intento escribir un poco.
Entonces no se trata tanto de lo que hayamos vivido sino quizás de aquello a lo que hemos sido vulnerables, que ha dejado una huella de oso en nuestro interior como para que forme parte del paisaje. Que a veces haya parido un ser nuevo dentro nuestro, que a veces canta y es oído afuera, donde tan educados nos movemos, ajenos a veces a tanta maravilla enloquecida que sucede constantemente en el maremágnum del jardín del alma. Suelto, como un animalito, dentro del territorio psíquico, jugando a lo que sea que jueguen las cosas profundas y salvajes, a veces es tocado por la brisa de una música desde afuera y es movido o cambiado o llamado por ella.
Recuerdo, de nuevo y por enésima vez, a Stanislavsky y sus famosos "escondrijos del alma", del acceso a los cuales tanto escribo. El escuchar es definitivamente uno de ellos. Escuchar en cuanto contemplación. Y no quiero decir que debamos tensar cada una de las fibras del ser y disponernos a recibir el sonido como una comunión ni nada por el estilo. Quizás sucede más bien al contrario, un poco al azar, un poco descuidadamente, oímos, hasta que escuchamos. Porque así son los oídos del alma, distraídos, como los del corazón.