El drama del pensamiento es que no puede salir de la abstracción sino a través de la palabra. Entre ambos se extiende un abismo que, al escribir, hay que cruzar. A veces se cae en él.
Y sin embargo la literalidad es un féretro. Dentro de ella no se puede vivir, sólo se puede estar muerto. La literalidad es el vano empeño de una palabra en parecerse a un pensamiento y también constituye el intento de asesinato de éste. ¿Cómo se planea el asesinato de una idea?
El momento de la plasmación del pensamiento mediante la escritura está sujeto al "enigma de la apariencia", el cual "consiste, no en lo que ésta oculta, sino en el hecho dramático -también expuesto por Buda y sus seguidores- de que todo aparecer es exactamente el momento de su desaparición." (Francisco José Ramos, Estética del pensamiento: El drama de la escritura filosófica, Editorial Fundamentos, Madrid 1998, pág. 25). En cuanto se trata de poner afuera una idea se la atrapa, se la congela, con lo cual en cierta forma se la destruye, pues el vivir de las ideas depende de su movilidad por el éter del pensamiento y de su inasibilidad. Al escribirla, se la detiene, por lo tanto se la mata. Por otro lado, nace la imagen de esa imagen originaria, pensada, pero la primera no es sino un teatro de la segunda.
La verdad, impávida, única, no existe: existe el consenso sobre ciertos fundamentos, y en ése islote de consensos lo sería para ciertas congregaciones, en ciertos momentos: esos interregnos en que el pensamiento se detiene para investirse como verdad. Pero tal investidura proviene del que piensa, y necesita a las palabras para su ceremonia. Así que la verdad es la autoinvestidura del pensamiento asesinado. Por eso las palabras son las arenas movedizas de la verdad.
Y sin embargo debe existir un empeño desgarrador en la escritura, que no es lo mismo que una búsqueda de verdad, sino una sinceridad suicida, sin eufemismos. Porque el eufemismo es una forma muy cruel de negación.
Y sin embargo debe existir un empeño desgarrador en la escritura, que no es lo mismo que una búsqueda de verdad, sino una sinceridad suicida, sin eufemismos. Porque el eufemismo es una forma muy cruel de negación.
Sin inteligibilidad la escritura no sería más que un balbuceo. La inteligibilidad se alcanza por un afán de claridad, no de
simplificación. Simplificar una idea es
desangrarla para hacerle una transfusión de un plasma anodino. Pero el afán de esclarecimiento puede oscurecer el
pensamiento. Conocer no necesariamente implica comprender. Aunque sí hace falta
una infinita, a veces irracional, aceptación.
Las ideas son puestas en palabras para ser contempladas, no
necesariamente comentadas como ahora está en boga en las redes sociales y de
microblogging. Eso sería simplemente propaganda. Tampoco
tal nacimiento, cuando viene de la motivación profunda, originaria,
inmanente, de la literatura, responde a un afán de proselitismo (ésa podría ser en cambio la definición de panfleto). Escribir es una de las reacciones
posibles a la incomodidad metafísica que mencioné en mi entrada justamente anterior a
ésta, a cierto pánico del espacio en blanco, del silencio.
Mientras más
trata uno de acercarse a algo con la palabra más elusivo se vuelve. La virtud en las palabras es sospechosa; en tal virtuoso no hemos de confiar. Las palabras son engañosas, como enredaderas: se adelantan a la idea y yerran, o cuando se las dice en demasía se decoloran y dejan de significar. También son asesinas de ideas. Por eso las
palabras no son de fiar.