Para traer al mundo físico esa abstracción que son las notas en el papel lo primero es el silencio, el no saber, la inacción. Cada música interpretada es traída de nuevo al mundo, adonde antes de ello no existía. Había la quietud, la inmovilidad, el orden del aire no perturbado por las ondas de sonido. En el cerebro, la oscuridad, el desconocimiento, la ignorancia.
Leemos, y un haz de luz atraviesa la consciencia: hay una música en el papel que pugna por la tridimensionalidad, que clama por la existencia, por la pertenencia al mundo de las moléculas alteradas, vibrantes en el espacio antes sólo pleno de oxígeno sin sentido.
Durante el proceso, el sonido es una piedra sin forma. Hay que crear la coreografía de ese golpear la piedra, herirla: luchando contra la resistencia ante la silueta, el ritmo, la velocidad. Pedazos y pedazos otrora sin sentido se van uniendo en una cadena irrompible de sucesos musicales unidos por el latido invisible del tempo, van ganando un rostro surgido de miembros que a diario realizan tareas banales por siempre olvidadas.
Piedra somos nosotros mismos: a través de la práctica nos moldeamos también, antes amorfos y mudos, ahora rindiéndonos a refinados movimientos, a la danza del cincel. Piedra somos antes de que la música nos atraviese como un rayo, volviéndonos chispa, encendiéndonos, cambiándonos para siempre. Piedra es el mundo antes de que con música le demos forma y le insuflemos una vida otra que la de la carne siempre deseosa y hambrienta, una que teniendo raíces en lo inefable (pues la música no puede ser dicha con palabras sino que está hecha de su propia sustancia la cual se dice a sí misma) es sin embargo tremendamente física y físico es el impacto sobre toda otra carne que se atraviese en su carrera de ondas enloquecidas pero terriblemente conscientes y dirigidas con una voluntad toda que antes de esa escultura del aire era sólo un caballo desperdiciado. Escultura viva y vibrante, que se autoinvoca y se trae a sí misma al mundo en cada concierto, teniéndonos como rehén y mago obligado, carne conductora de magias que se pasean por los siglos como fantasmas obstinados en no morir.