A veces creemos que lo que nos hace únicos, originales, especiales, es nuestra locura, nuestra adicción, nuestra enfermedad. Permanecemos embrujados por quien en realidad es nuestro carcelero porque la vida cotidiana, sus exigencias, sus expectativas, nos aterran, nos ahogan, nos hacen desaparecer. Pero en realidad no es allí donde reside nuestro talento. La locura nos quita tiempo, sueño, tranquilidad, disciplina, todo aquello que necesitamos para realizar, diariamente, el trabajo creativo.
La vida cotidiana y el statu quo pueden resultarnos aterradores, y no sin razón. Se roban la magia, la cuota de absurdo necesaria para respirar. Son los rieles terribles de un tren que podría llevarnos adonde no queremos ir. Caemos entonces en el cliché del artista maldito, confundiendo el pathos con hacer un drama para sentirnos vivos de nuevo. Nos volvemos adictos a la adrenalina, a la inestabilidad, al sufrimiento, porque eso nos procura una versión deformada del éxtasis, una caricatura de la catarsis que es crear.
Existe una lamentable confusión entre el desenfreno y el descontrol y por otro lado el lado oscuro o salvaje de la psique, que no necesita domesticación ni salvación. La fuerza salvaje es fertilizadora, creadora; el desenfreno es estéril. Lo salvaje funciona a favor nuestro, es como un viento terrible que sin embargo, en medio de la tormenta más cerrada, lleva nuestro barco a puerto. El desenfreno sirve para embriagarnos de emociones durante un momento, por un tiempo. Pero quedaremos con las manos terriblemente vacías, con obras mediocres. O, en el peor de los casos, encontraremos la muerte, como los músicos del "club de los 27".
Creamos no gracias a nuestra locura, sino a pesar de ella. Jackson Pollock produjo sus pinturas más significativas durante el verano de 1950 cuando Lee Krasner se lo llevó a vivir a los Hamptons para alejarlo de alguna forma de la bebida. Pollock creaba no por ser alcohólico; de hecho, en esa época, que fue tranquila y feliz para él, estaba desintoxicado. El alcohol fue lo que hacia el final de su vida lo llevó a la crisis creativa y a la muerte.
Hay que dejar de glorificar a la locura como a una musa. El hecho de que muchos grandes artistas hayan tenido problemas mentales no significa que eso es lo que los hizo geniales. Robert Schumann en uno de sus ataques maníacos se dañó una mano, lo cual frustró su carrera de concertista de piano. No fue precisamente en el manicomio, donde murió, el lugar que acobijó su maravillosa obra musical. La locura y el vicio no son bonitos, no son excitantes: son trágicos, son una desgracia.
Creamos no gracias a nuestra locura, sino a pesar de ella. Jackson Pollock produjo sus pinturas más significativas durante el verano de 1950 cuando Lee Krasner se lo llevó a vivir a los Hamptons para alejarlo de alguna forma de la bebida. Pollock creaba no por ser alcohólico; de hecho, en esa época, que fue tranquila y feliz para él, estaba desintoxicado. El alcohol fue lo que hacia el final de su vida lo llevó a la crisis creativa y a la muerte.
Hay que dejar de glorificar a la locura como a una musa. El hecho de que muchos grandes artistas hayan tenido problemas mentales no significa que eso es lo que los hizo geniales. Robert Schumann en uno de sus ataques maníacos se dañó una mano, lo cual frustró su carrera de concertista de piano. No fue precisamente en el manicomio, donde murió, el lugar que acobijó su maravillosa obra musical. La locura y el vicio no son bonitos, no son excitantes: son trágicos, son una desgracia.
Tenemos que defender nuestro derecho a ser diferentes, con las uñas, con las garras, con los dientes. Pero no actuemos como nuestro peor enemigo al tratar nuestra locura como un don: no lo es. Está de hecho ahogando nuestro verdadero talento y obstaculizando nuestra capacidad de trabajo. No le debemos ningún sacrificio a ese dios del sufrimiento al que nos creemos plegados.
FInalmente, citaré a Konstantín Stanislavski, el creador de la moderna técnica de actuación, quien, en su autobiografía "Mi vida en el arte", escribió: "En el caos no puede haber arte."