lunes, 22 de noviembre de 2010

El músico y el alma



Pareciera (y es la opinión generalizada) que no se puede ser un instrumentista sin tener un ego bastante notorio. Hay varias formas de interpretar ese término y evidentemente resalta la psicoanalítica, ya que de allí es originario. Pero yo lo circunscribiré a un significado específico y lo usaré de esta forma: el ego es esa parte del yo que proyectamos hacia los demás de forma consciente, y se diferencia del “alma” pues, como la definiré para este escrito, ésta es el yo intuitivo y salvaje, donde residen las emociones y la cual constituiría nuestra verdadera esencia, sobre la cual no tenemos control de acceso, pues es quien somos, así no nos guste.
La magia de la interpretación musical (hablo de magia pues quiero escribir justo sobre esa “zona viva” de la música que tiene más que ver con la intuición que con cualquier teoría musical) para el intérprete comienza con el encuentro de una persona con un texto musical. Luego de “abrir todas las puertas” formales de la lectura, el análisis, el estilo, etc. hénos allí, por milésima pero por primera vez, con toda la libertad de crear una “versión”. Pero ¿cuáles son nuestros criterios? Sabemos (lo hemos visto, lo hemos oído y hemos escuchado a nuestros colegas músicos hablar de ello) que hay quienes buscan tocar lo más velozmente posible; quienes, yendo un poco más allá (pero no tanto) buscan mostrar una paleta de colores de sonido lo más impresionante que se pueda; algunos buscan volumen…entran en esa dinámica del “más” y del “mejor” que es característica justo del ego musical.
Por otro lado hay quienes tocan desde el alma. Lo reconocemos en cuanto lo escuchamos, no es una elaboración: esos grandes artistas después de cuya interpretación ya no somos los mismos. ¿Cómo lograrán ESO?
Sviatoslav Richter, al final de su vida, tomó la costumbre de tocar casi a oscuras y con la partitura enfrente. Decía que para qué querían ver sus manos, que todo eso era circo y que prefería que la audiencia se concentrara en lo que sonaba. Lo de la partitura era, según él, para poder ser lo más fiel posible al compositor. Muchos de estos grandes artistas hacen énfasis en esta fidelidad. En las clases magistrales de Maria Callas en Juilliard (se pueden escuchar en youtube) la mayor parte de las indicaciones de la maestra eran referidas a la exactitud en la articulación o la dinámica, siempre la partitura por delante. Y no se trata de “objetividad”, pues, aunque lo intentemos, en música eso es una entelequia. No se trata de crear una versión seca, automática y sin vida: se trata de ser absolutamente libres dentro de unos parámetros sin los cuales, el compositor sería irreconocible.
Así que hay otra persona detrás de la partitura: el compositor. Y aunque esté vivo, todos tenemos una “interpretación” de esta persona en nuestra mente. Todos hacemos énfasis en ciertos aspectos u otros de la vida de esta persona, los que nos dan el cuadro de quién creemos que fue o es esta persona. Lo que es del ego en este caso es el cliché: cuando creamos una versión con información del tipo “Bártok es rítmico”, “Chopin requiere sonido perlado”, “Brahms es masivo”. No porque no haya mucho de esto en la música de estos compositores, sino porque no es lo único y porque además es una postura creada de antemano, pasada de mano en mano, desde la cual no se puede “interpretar” realmente. Es información muerta, de la cual no puede surgir nada fresco.
En este punto surge una aparente contradicción: no es a mí mismo, o mi personalidad o mis cualidades lo que debo proyectar, ya que la música está por encima de todo esto, pero tengo que partir de mí y no de elaboraciones ajenas o generalizadas para realmente interpretar… Pero no hay tal. La diferencia está en desde dónde (dentro de nosotros mismos) y para qué (tanto como motivación personal musical nuestra como por el resultado que buscamos). Nuestras motivaciones musicales deben ser profundas y no superficiales. Pasamos por un proceso interno que debe ser fiel a sí mismo y al yo salvaje, y asumimos el resultado sin pensar en si gustará allá afuera a la audiencia o no. Eso ya no nos incumbe: es nuestro hijo y debe salir al mundo a defenderse por sí mismo. Pero la audiencia, como los niños y los animales, reconoce inmediatamente lo auténtico, independientemente de sus referencias culturales o de la falta de las mismas. Si creemos en esto deberíamos despreocuparnos del efecto que causaremos. Lo que debe ocuparnos, como dijo Dmitri Hvorostovsky en una entrevista,  es el "actuar con una sinceridad extrema, además de no permitirnos chapuzas de ninguna clase."
La verdadera interpretación nuestra la bosquejamos conscientemente en el proceso de estudio, pero luego hemos de dejarla libre en el momento del concierto. ¿Peligroso? Por supuesto. Si lo planeamos todo con detalle, será artificioso; si no tenemos idea de qué haremos, será caótico. Creo que se trata de “dejar libre”, de saber que hay cosas que no podremos controlar (no son técnicas o formales sino el flujo de la música en el momento…como en la vida). Glenn Gould decidió en un momento de su vida dejar de tocar en público. Quería tener absoluto control sobre lo que escucharíamos. Y en verdad sus grabaciones son una obra de arte, es indudable, y también lo eran sus interpretaciones en vivo. Pero él las comparaba con las peligrosas excursiones del montañismo, y decidió no arriesgarse más. Maria Callas decía que mientras estaba en el escenario había una mitad de su cerebro completamente consciente y la otra totalmente ida. También decía que en la escena alguien más parecía hacerse cargo. Una especie de posesión. Una amiga psicóloga me explicó que eso sucede, pero la persona que está en la escena es nuestro verdadero yo. El yo irreal es ese con el que andamos día a día, ese disfraz que nos ponemos para pasar desapercibidos. Así que podríamos ver la interpretación desde el alma incluso como un elemento para nuestra sanidad y autoconocimiento espiritual y mental.
Y es que sucede que no podemos controlar exactamente cuándo o cómo se creará ese tobogán magnífico de emociones entre nosotros y lo que hacemos y nosotros y el público. Konstantin Stanislavsky decía que no hay manera de actuar directamente sobre los  “escondrijos” del alma, pues cuando lo intentamos generalmente se produce el efecto contrario: se cierran, perdemos el acceso y se crea además tensión corporal y/o emocional. O lo que es peor, tocamos con frialdad y formalismo. Decía que debemos encontrar maneras indirectas de conectarnos con estas partes de nuestra alma, mediante recuerdos, impresiones… todo tan inasible… Pero podemos crearnos una “técnica” (en el buen sentido) para lograrlo, y creo que debe ser personalizada, aunque es evidente que podemos ayudarnos con talleres de expresión corporal, o de psicología, o de teatro.
La interpretación realmente sentida es original no en el sentido de que debemos hacerla diferente a las demás sino en el de que la creamos y la sentimos nosotros mismos, es sincera y consecuente con lo que somos. Por eso, como mis profesores, soy de la opinión de que no es saludable oír las interpretaciones de otros mientras estudiamos una obra nueva, mucho menos estudiar con grabaciones. Evidentemente habrá influencia de lo que hemos oído antes y nos gusta, pero en cuanto eso ya forma parte de nosotros mismos. El objetivo de la interpretación es llevarnos y por ende a quienes nos escucharán hasta esa música. Quiero decir con esto que será magnífico si la gente nos dice después del concierto “qué música tan hermosa es esa” en lugar de “qué bien tocas” (claro que esto último es agradable, pero ¿en verdad queremos ser unos “atletas musicales” en lugar de realmente conmover y conmovernos?). Y ¿para qué lo hacemos? En realidad buscamos un encuentro, con la música y la audiencia, en el que se conecten todas las almas: la de quien escribió lo que tocamos, la nuestra y la de quienes nos oyen, y que todos lo experimentemos, no con nuestra mente, nuestra cultura, nuestra educación sino con las entrañas. Que sea una experiencia humana y no simplemente un “entretenimiento” de alto nivel.
¿Cómo sabemos que está sucediendo en realidad? Lo sabemos. ¿Cómo llegamos a este conocimiento? Yendo a conciertos y escuchando grabaciones. Y luego creando nuestra “Liga de David” personal, sí, como la de Schumann, la de nuestros héroes musicales, a quienes no llamaremos “los mejores en esto o aquello” sino simplemente nuestros bien amados, los que cambiaron nuestra vida musical y espiritual. Los que cambiaron nuestra vida. Punto.
Con esta mi opinión sólo quiero abrir un espacio para hablar sobre la verdadera magia de la música. En nuestra época en la que todo el mundo toca bien pero cada vez nos encontramos con menos grandes artistas y personalidades de la música, es imperativo.  Para que luego no suspiremos melancólicos como las viejas bailarinas de la película rusa “Fouette” (1986), sentadas como jurado de un concurso: “Todos dan vueltas y vueltas…¡y no se caen!”


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