A veces caminamos entre una precaria calma y el desastre. El miedo nos toma del cuello y las entrañas con su garra y no nos deja respirar. Somos sus rehenes por días, horas, por minutos, que son los más largos de todos, con sus segundos que laten en las sienes.
En la superficie, paz, y en las profundidades, siempre una tormenta. Nunca me expliqué ese fenómeno. Allá adentro siempre está sucediendo algo, grande, profundo, doloroso, incluso en días en que amanece y todo parece estar normal. Si lo ignoras, bulle como un volcán obstinado y el humo termina saliéndote por las orejas, por la boca.
Es extraño cómo de repente te das cuenta de que algún gran esfuerzo que estás haciendo no vale la pena. Esos grandes sacrificios estériles que extrañamente no resultan en nada, no florecen, no valen la pena. Hay algo allí de calle ciega.
Y por eso el miedo. Porque te fuerzas a una hazaña, te pones la armadura. Siempre tienes que poder. Pero no siempre tienes que poder. Puedes sucumbir. Es más trabajoso luchar con todos los vericuetos de la negación que simplemente aceptar que tienes miedo. Y si es paralizante, a lo mejor hay alguna buena razón para ser paralizado. A fin de cuentas, para eso trajimos ese mecanismo de defensa incorporado en los huesos.
Puede ser que el miedo sea de mostrarnos a los otros. Pero ¿quién dice que ese desnudarse tiene que ser una ocasión feliz? Puede que obligarse a salir allí afuera sea violento de alguna manera. Puede que el gusano necesite estar envuelto en la seda un poco más. Puede que haya velos que no deban caer.
Creo que todo trata acerca de los ojos. Esos ojos nos privan de la alegría de la hazaña. ¿Qué ojos serán esos? Creo que esos ojos son la dependencia de la opinión ajena. Por eso nos enfurecemos cuando nos critican, nos desesperamos.
Y ahora recuerdo esa sensación horrible de haber perdido el control de cuando empiezas a tensarte en público. Pierdes el control por miedo. Así que de eso trata todo esto, y esa sensación horrible. Es miedo puro y duro.
A lo hermoso también puede temérsele, a la llegada de la luz, al despeje de todas las incógnitas, que nos cobijan dulcemente en la oscuridad.
¿Qué hacer?¿Retroceder?¿Enfrentarlo? A veces pienso que no es tan sano pasársela uno poniéndose en una situación así, y es mejor renunciar. A veces no renuncias y eso te trae cosas buenas. Pero no sirve de nada: viene la siguiente vez, y pasa lo mismo. Y no te puedes controlar: estás aterrado.
Y ahora pienso que el miedo es directamente proporcional a las heridas.
Al miedo hay que mirarlo a los ojos. A veces cuando se tiene miedo no hay otra cosa qué hacer sino tener miedo.
Excelente reflexión...
ResponderEliminarUn honor que hayas leído, gracias
EliminarPues si, a veces no nos queda otra que pasar miedo y vivir con ello.
ResponderEliminarDe la basura también sale a luz. Asumir el miedo no es una resignación mansa. Verlo a los ojos es quizás atisbar la sombra que también somos. El asunto es que el miedo esconde mucha información valiosa. Luchar o sucumbir, quedarse o salir corriendo, paralizarse, doblarse: todo es ejercitar el músculo de vivir. ¡Gracias por leer y comentar!
EliminarHabía escrito un extenso comentario y al pulsar Vista previa se ha borrado.
ResponderEliminarMe refería al miedo de no ser "reconocido" por la mirada del otro, para quien no son nunca visibles nuestras posibles riquezas interiores. La mirada del otro nos cosifica, dijo Sartre.
ResponderEliminarY a veces la mirada propia nos destruye. ¡Gracias por leer y comentar, un honor!
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