Hace unos días, recibí un correo insultante en reacción a mi entrada sobre Jackson Pollock. En él se daba a entender (esa era la única parte no insultante), entre otras cosas, que las lágrimas no eran una reacción digna ante una obra de arte, menos ante una pintura del expresionismo abstracto. Uno de los argumentos de la carta era el de que a veces se pretende (o sea, yo pretendo) reducir las reacciones y los criterios artísticos en que supuestamente éstas se basan a expresiones puramente naturales, en este caso las lágrimas, lo cual en cierta forma rebaja de categoría el encuentro con la obra de arte pues, según el crítico, se puede tener la misma reacción (u otra bastante más escatológica descrita por él) ante cualquier otra cosa de la cotidianidad, como una colilla de cigarro o una cuenta por pagar. Como si necesitáramos de todo un nuevo juego de sentidos para la percepción del arte y el viejo, el que ya tenemos, lo usaríamos para lo demás. Esta entrada no es una respuesta a ese correo. Pero éste me dejó pensando en por qué las reacciones emotivas producen tanta incomodidad en el medio artístico, sobre todo entre los "eruditos". Hasta el extremo de llegar a pelearse con un amigo y colega.
Defiendo la postura de que, quien se enfrente a una obra de arte, lo haga con lo que tenga, con aquello de lo que emocional e intelectualmente disponga, pues quienes somos y lo que sentimos es suficiente. ¿Por qué tendríamos que convertirnos en alguien más, saber algo más, tener algo más que el momento presente para poder disfrutar del arte? Esa actitud tiene que ver con aquello del "más" y del "mejor" que es característico del ego, del que tanto he escrito ya .
Defiendo la postura de que, quien se enfrente a una obra de arte, lo haga con lo que tenga, con aquello de lo que emocional e intelectualmente disponga, pues quienes somos y lo que sentimos es suficiente. ¿Por qué tendríamos que convertirnos en alguien más, saber algo más, tener algo más que el momento presente para poder disfrutar del arte? Esa actitud tiene que ver con aquello del "más" y del "mejor" que es característico del ego, del que tanto he escrito ya .
Las reacciones puramente emocionales ante lo artístico son válidas, en mi opinión. Si poseemos alguna cultura previa al respecto, claro, eso contribuye con un disfrute más profundo del fenómeno, pero yo no lo considero una condición "sine qua non". Junto a la posesión de cierta cultura (entendida como conocimiento previo sobre el asunto, la cual no necesita defensa y por eso no me detengo en ella, pero la que por otra parte considero sobrevalorada al igual que la educación universitaria) desgraciadamente a veces viene el esnobismo. Tanto de los mismos artistas como del público que "consume" arte. Hay un esnobismo vulgar que consiste en imitar las maneras de aquel que sabe, de llenar con una actitud docta las lagunas del propio conocimiento verdadero. Hay uno más profundo: el de los que verdaderamente saben y creen que eso los hace superiores a los mortales comunes, y comparten esta característica con sus pares artistas. Todos tienen en común el culto por la apariencia y el desprecio de los que consideran "inferiores". Tienen toda una lista no escrita de cosas prohibidas: odian a los iconoclastas que aman despojar a las celebridades culturales de su halo de seres inalcanzables (como aquellos editores quienes en el s. XIX borraron muchas expresiones vulgares usadas por Mozart en su correspondencia para no herir los sentimientos de los melómanos); no les agradan aquellos que, cándidamente y sabiendo menos que ellos, osan expresar su opinión en asuntos de apreciación artística, como si la opinión no fuera libre; persiguen con palos, estacas y antorchas a los ignorantes (como si la ignorancia no fuera un "derecho humano", a veces una condición inevitable, y como si no existieran además "los doctos ignorantes", aquellos que, sabiéndolo todo sobre algo, ignoran el resto) y, en general, detestan a los que gustan de gritar que el Rey (a veces) en realidad va desnudo.
En el caso específico de las lágrimas, están asociadas a la sensiblería y, según los misóginos, "son cosa de mujeres". ¿Qué es lo que tiene de negativo lo femenino? Pero no entraré a defender lo que no necesita defensa. Esa postura es absurda, pues los seres humanos del sexo masculino también están provistos del mismo mecanismo. Atacar a las lágrimas, por otro lado, es, en cierta forma, atacar lo humano, lo vulnerable. El ser humano es el único animal que llora. Es, junto con el habla, lo que nos separa de los otros animales y nos define como humanos. Las lágrimas expresan lo que a veces las palabras no pueden. Las lágrimas son necesarias para la salud mental y emocional. Son una salida para el dolor. En el caso de la pérdida de un ser querido, son indispensables. A veces nos bloqueamos, en casos incluso por años, y somos incapaces de llorar. Es un síntoma de desconexión con el alma, de represión, un mecanismo de defensa. Pero debe ser desmontado: el río de las lágrimas debe fluir y, como dice la Dra Clarissa Pinkola Estés, éste nos llevará a alguna parte.
Lo que defiendo es la sinceridad y libertad absolutas en nuestras actitudes cuando contemplamos las obras de arte, pues de lo contrario considero que se desvirtúa el significado del último. Ahora además disponemos de la Internet para averiguar más (y más rápida y fácilmente) sobre aquello que nos conmueve, pero ese primer encuentro entre el espectador y la obra de arte es sagrado y sólo le incumbe al interesado. No nos sintamos culpables ni pidamos clemencia porque no nos guste algo que se supone maravilloso y famoso: cada quien trae consigo sus antecedentes estéticos (que tienen que ver con su propia vida) y no todos sentimos lo mismo ante las mismas cosas, aunque a veces compartamos, por otro lado, el gusto de muchos, lo cual tampoco es un pecado. A mí me sucedió con una pianista alemana que conocí en Kíev. Me preguntó: ¿Cuál es tu compositor favorito? Le respondí: Johann Sebastian Bach. Me espetó, desilusionada: Esa respuesta no es muy original. Le respondí: Pues es la verdadera y no tengo otra. No dejemos que el palabrerío sordo de lo que debería gustarnos o deberíamos saber nos afecte y evite que como humanos nos conectemos con el ser humano detrás de esa pintura, de ese concierto, de ese libro. Toda la información que necesitamos la tenemos enfrente. Cuando posteriormente deseemos profundizar y averigüemos sobre eso que nos ha impactado tanto, estaremos sólo fijando ya en nuestra carne esa experiencia y la archivaremos como un conocimiento, pero será conocimiento de primera mano. Esos son los que nos afectan y nos cambian. Y creo yo que eso es lo que buscamos cuando salimos al encuentro con el arte: la experiencia de un momento único y sobrecogedor, fuera de lo cotidiano y al mismo tiempo íntimamente ligado a ello.
Lo que defiendo es la sinceridad y libertad absolutas en nuestras actitudes cuando contemplamos las obras de arte, pues de lo contrario considero que se desvirtúa el significado del último. Ahora además disponemos de la Internet para averiguar más (y más rápida y fácilmente) sobre aquello que nos conmueve, pero ese primer encuentro entre el espectador y la obra de arte es sagrado y sólo le incumbe al interesado. No nos sintamos culpables ni pidamos clemencia porque no nos guste algo que se supone maravilloso y famoso: cada quien trae consigo sus antecedentes estéticos (que tienen que ver con su propia vida) y no todos sentimos lo mismo ante las mismas cosas, aunque a veces compartamos, por otro lado, el gusto de muchos, lo cual tampoco es un pecado. A mí me sucedió con una pianista alemana que conocí en Kíev. Me preguntó: ¿Cuál es tu compositor favorito? Le respondí: Johann Sebastian Bach. Me espetó, desilusionada: Esa respuesta no es muy original. Le respondí: Pues es la verdadera y no tengo otra. No dejemos que el palabrerío sordo de lo que debería gustarnos o deberíamos saber nos afecte y evite que como humanos nos conectemos con el ser humano detrás de esa pintura, de ese concierto, de ese libro. Toda la información que necesitamos la tenemos enfrente. Cuando posteriormente deseemos profundizar y averigüemos sobre eso que nos ha impactado tanto, estaremos sólo fijando ya en nuestra carne esa experiencia y la archivaremos como un conocimiento, pero será conocimiento de primera mano. Esos son los que nos afectan y nos cambian. Y creo yo que eso es lo que buscamos cuando salimos al encuentro con el arte: la experiencia de un momento único y sobrecogedor, fuera de lo cotidiano y al mismo tiempo íntimamente ligado a ello.
Yo creo que el meollo de este asunto no es cuánto sabe uno de arte previamente al encuentro con el objeto artístico o la justificación de cualquier reacción que ante él podamos tener, sino el hecho de que este encuentro requiere (eso sí) de una inversión de energía intelectual y emocional que uno debe estar dispuesto a entregar. Es mucho más fácil manejarse con clichés, con recetas, formulitas (con el artículo que escribió el crítico: ya alguien ha masticado por uno y sólo hay que tragar). Es definitivamente mucho menor esfuerzo el traer bajo el brazo una actitud prediseñada, preconcebida, además por otro (aunque también por uno mismo, cuando se es uno de esos fulanos "expertos", en cuyo caso ya se está muerto, pues se tratará de ir siempre a lo mismo para pensar y sentir lo mismo de siempre). Y no es sólo menos esfuerzo: también lo protege a uno del tremendo impacto que puede suponer enfrentar la obra de un gran artista. Porque todo lo verdadero conlleva el peligro de afectar profundamente a quien lo enfrente. ¿Queremos eso?¿Nos atrevemos?¿O preferimos seguir viviendo una pequeña vida "normal" y que nada nos afecte demasiado, sino sólo "lo necesario" como para entretenernos? Georges Braque decía que el arte se hizo para perturbarnos. ¿Nos vamos a dejar?¿Nos atreveremos a ser vulnerables?¿O permaneceremos impertérritos?