sábado, 31 de diciembre de 2011

Escuchar con los ojos

                                                                                                                                                                                   "Óyeme con los ojos,
                                                                                                                                                                                    ya que están tan distantes los oídos(...)"

                                                                                                                                                                                    Sor Juana Inés de la Cruz


¿Cuál es nuestro proceso de seleccionar, leer y aprender una obra nueva?

Yo creo que hay mucho de salvaje en la decisión de aprendernos algo; hablo de esa parte de nuestro trabajo que no es en absoluto un "trabajo": cuando escogemos nosotros mismos el repertorio que vamos a tocar. Ese primer acercamiento, cómo nos enganchamos con una obra en particular y el proceso entero de volverla nuestra es toda una historia de amor, por lo menos para mí.

A veces nos sucede que oímos algo y nos decimos: guao, quiero tocar eso, qué gran obra, me debe quedar bien. Esa atracción inicial puede ser engañosa. El momento de la verdad es ese en que nos sentamos a leer por primera vez. Si esta primera impresión nos deja más bien indiferentes, probablemente no toquemos esa música, después de todo. El caso contrario es, ciertamente, amor  "a primera vista", literalmente.

Claro que a veces uno toma decisiones basadas en otras variables, como el virtuosismo o la selección del programa por compositores o estilos. Evidentemente, a veces el repertorio por cuestiones de trabajo nos es impuesto. Pero incluso en esos casos puede saltar esa chispa que nos incendia por dentro y crea ese lazo especial entre nosotros y cierta música que tocamos.

El momento crucial de sostener por primera vez en las manos la partitura es el de escuchar la música con los ojos. Con sólo ver el dibujo en el papel ya el alma comienza a inquietarse, pues se revela ante nosotros la verdadera belleza secreta de la música. La creación sonora es sólo el último estadio de un proceso que deberíamos sentir y disfrutar paso a paso. Escuchar la música con los ojos tiene también un componente técnico: podemos finalmente ver la verdadera dificultad que tendrá para nosotros el aprendizaje de la obra.

Deberíamos atesorar ese momento único entre la música escrita y nosotros, y dejar a youtube y a los CD's fuera de él. Puede que hayamos oído la obra con anterioridad en alguna de esas formas, pero la autenticidad y la frescura de nuestra relación con ella debería depender sólo de nuestros conocimientos, nuestra técnica y todas nuestras herramientas estéticas y culturales.

Me llamó mucho la atención en un concurso televisivo de música popular, El Factor X, el valor que le daba el jurado a lo original de la versión que un concursante podía hacer de una canción conocida, siendo que muchas de estas personas no leen música y su única manera de aprenderse una canción nueva es escuchar la grabación. Aún así, cuando alguien no le daba su toque muy personal a la canción, el jurado se refería a la interpretación irónicamente como karaoke. Debe ser mucho más difícil estudiarse una obra de esa manera. Supongo que quien lo hace saca en limpio una especie de "partitura" en su mente y luego la reinterpreta. A veces esta reinterpretación era tan osada que el jurado se quejaba entonces de lo contrario: decían que la canción estaba irreconocible. Incluso, en el caso de los cantantes de rap, se variaba la letra también, lo que hacía realmente difícil reconocer la canción original bajo la versión.

Nosotros que podemos leer lo que nos dejaron nuestros grandes antecesores escrito con lujo de detalles tenemos una evidente ventaja que deberíamos aprovechar al máximo. Sé bien que, cuando se es estudiante, se pasa uno un período de tiempo largo y doloroso, mientras se adquieren todas las destrezas necesarias, sin poder entender qué quieren de uno cuando le dicen que debe oír el sonido a producir antes de uno moverse o siquiera respirar (pues incluso el color, la calidad del sonido se deben escuchar en la mente antes de tocar). Pues bien, hay que comenzar por hacer un ejercicio de observación de la página escrita hasta perder la compulsión por oírla sonar antes de tiempo. Al principio será un triunfo el apenas tener una idea de qué suena, cuál es la melodía, el ritmo, cómo está armonizada (si no se lo había oído antes, claro) con sólo mirarla. Después podremos deducir el tempo (la velocidad). Luego podremos escuchar la pronunciación, prestando muchísima atención a la articulación. Poco a poco nos volveremos capaces de decidir nuestros propios tempi. Al mismo tiempo, debemos, a la hora de empezar a leer en la práctica, escuchar el resultado de lo que hacemos, obsesivamente. Por lo general, cuando empezamos a estudiar, descuidamos algunas cosas debido a las deficiencias técnicas y salen acentos donde no deberían o leemos la articulación fuera del contexto de la dinámica, y cuando somos estudiantes la calidad del sonido inicial es pobre. Y de la dinámica en adelante ya empezamos a llegar a la frontera entre las notas y la verdadera música, pues una dinámica es una atmósfera, un estado de ánimo.

La única manera de empezar a cambiar todo lo que no nos gusta es tener una franqueza descarnada con uno mismo sobre lo que se está haciendo. Ese es un momento difícil y decisivo. Hay que ser sincero, sin ser pretencioso o por el contrario autoflagelante sobre la realidad de lo que está sonando. Para eso hay que afinar el oído, y para afinarlo hay que usarlo, no sólo para oír (y muchas veces criticar) a los demás, sino sobre todo a uno mismo. Para saber si se está en el buen camino, es interesante grabarse, así sea con un celular, y comparar el resultado con lo que uno creía en su mente que estaba sonando.

Paradójicamente, la única forma de expresar emociones de manera válida en la música es estar intelectualmente preparado. Hay que conocer el texto, estar en una posición técnica que nos permita abordar esa obra en particular y tener los referentes culturales y emocionales necesarios para llegar hasta la realidad paralela que es esa música en particular. Como decía Heinrich Neuhaus en "El arte de tocar el piano": antes de tocar cualquier música hay que poseerla, hay que respirarla, hay que tenerla en la esfera personal, en la vida de uno. Para decir algo primero hay que tener algo qué decir.

Y en ese maravilloso proceso de aprendizaje, del cual compartimos con el público apenas una fracción (la punta del iceberg) llega el momento tan deseado: ese momento limítrofe entre no sabernos y sabernos una obra. Se busca diariamente, se pasa uno muchas horas estudiando y casi sin darnos cuenta llega ese momento. Es un cambio en el estado de conciencia. En estos días recordé una cita de Marguerite Duras en el libreto de la película "Hiroshima, mon amour" que me parece da con la sensación exacta de ese momento, la diferencia entre no saber y saber : «La locura es como la comprensión, ¿sabes? No se la puede explicar. Exactamente como la comprensión. Se te viene encima, te llena y entonces se la entiende. Pero cuando le abandona a uno, ya no se la puede entender en absoluto».


Y así, de tanto oírnos y de oír a los grandes maestros (el oírlos a ellos nos da un referente de las capacidades y los límites de nuestros respectivos instrumentos, no se trata de imitarlos como autómatas sino de llegar a nuestras propias conclusiones sonoras teniendo el conocimiento previo de cómo se puede llegar a sonar ) llegaremos a producir, como decía Neuhaus, una imagen artística musical con sólo mirar el texto, en nuestros sucesivos encuentros con nueva música. A veces esa imagen llega después, en el proceso, pero hablamos del ideal. Como también decía el maestro, el saber cuál es el nivel más alto nos debería dar la medida, no deberíamos tomarla de la media. Llegará entonces el momento en que nunca estaremos satisfechos con lo que suena, pues lo que oímos en nuestra cabeza con sólo mirar la partitura siempre será mejor, quiero decir, siempre tenderemos a eso pero pocas veces lo alcanzaremos (es mi sincero deseo para todos que sean muchas). No se trata de vivir en un estado perpetuo de insatisfacción. Se trata de vivir la vida y el trabajo de nosotros los músicos: mirando siempre hacia a las estrellas y tratando de alcanzarlas.



lunes, 28 de noviembre de 2011

El poder del sonido

La materia con la que trabajamos los músicos es el sonido, así que toda reflexión acerca del mismo es primordial. Durante nuestros estudios nuestros profesores se esfuerzan muchísimo en enseñarnos todos los medios para producirlo, controlarlo; están pendientes de su calidad, de que no forcemos los límites de nuestros instrumentos llegando al ruido. Nos obsesionamos con la calidad del sonido. Pero tenemos que ir más allá, pues hacer verdadera música no se trata sólo de producir un sonido "bello". Tampoco creo (y tuve profesores que pensaban eso) que la única preocupación acerca del sonido sea la de tocar "con la técnica" y confiar en que el sonido producido es "de calidad" y que esa es toda la "belleza" (como si se tratara sólo de eso...) que podríamos esperar.

En una entrevista a Pierre Boulez en el programa "School for the Ear" (Escuela para el Oído) , grabación de una serie de talleres del maestro Daniel Barenboim, el primero explicaba cómo hacer que la música "moderna" llegara al público no especializado. Habló de ser muy cuidadoso en la lectura del texto musical, ya que, no porque la música sea disonante y desconocida puede uno permitirse leer cualquier cosa, y dijo algo que me impactó (parafraseo): el hecho de transmitir el texto de una forma clara produce una calidad de sonido que le llega al  público, pues, claro, es el sonido con lo que podemos tocar los corazones de la audiencia.

Y es cierto. Cuando entramos en youtube y empezamos a oír una grabación, no hace falta más que oír el principio para "engancharnos". Una nota, un acorde, es suficiente. Adoro ésta anécdota sobre el legendario violonchelista catalán Pau Casals, tomada del libro "Pablo Casals cuenta su vida", de J.M. Corredor, Editorial Juventud, Barcelona (España),1975, pie de las pp 70-73:

"Para el siguiente relato nos valemos de un artículo publicado en La Suisse, de Ginebra (25 de mayo 1958), que llevaba por firma únicamente la letra 'M'. El día 4 de noviembre de 1905, en San Petersburgo, Siloti -discípulo de Liszt, primo de Rachmaninov- estaba desesperado porque acababa de recibir un telegrama en que la cantatriz polaca Marya Freund -ídolo de los melómanos rusos- le comunicaba que, debido a la huelga de los ferroviarios, no podía participar en el gran concierto anunciado para el día siguiente. Ya estaban vendidas las tres mil localidades de la suntuosa sala...

De pronto entró un criado y le dijo que le llamaba por teléfono un señor que hablaba en francés y que no hacía más que repetir: '¡Monsieur Siloti!¡Monsieur Siloti!' Éste se puso al habla, escuchó y contestó (a Pablo Casals, naturalmente): 'Mon cher, no le dejo doscientos rublos; le doy dos mil para que sea el solista de mi concierto de mañana por la noche. Dentro de un momento vamos a buscarlo en trineo.'

El día 5, por la mañana, terminado el ensayo, 'la Orquesta de la Ópera tributó una ovación tumultuosa al artista catalán, cuando hubo ejecutado la última nota del concierto de Saint-Saëns. En la sala, Rimsky-Korsakov, Glazunov, Liadov, Ossovsky, Blumenfeld, etc., no cabían en sí de gozo.'

Pero Siloti y todos sus amigos estaban inquietos porque conocían muy bien el verdadero fanatismo del público petersburgués por Marya Freund. 'Inquietud que se transformó en angustia cuando, en el descanso del concierto, al anunciar Siloti el cambio de programa, se produjo en el auditorio un rumor de desaprobación general. Era evidente que el público estaba muy mal dispuesto. Y las cosas tomaron un cariz aún peor cuando la concurrencia vio aparecer en el estrado al minúsculo joven un poco encorvado y ya medio calvo, que llevaba un violoncelo casi tan grande como él y se abría paso entre los atriles de la orquesta, seguido por el gigantesco y mefistofélico Siloti.

'El espectáculo resultaba tan irresistiblemente cómico, que la hilaridad era general. Por todas partes se oían burlas. La gente se reía a carcajada suelta...

'No obstante, Casals se había sentado. Con la mayor calma, como si no hubiese visto ni observado nada, afinaba minuciosamente el instrumento. Luego, satisfecho, con la cabeza hizo una señal al director de orquesta. Éste levantó el brazo. Resonó un poderoso y seco acorde en la menor...

'¡Y se produjo el milagro imprevisible!

'Declamado con una autoridad soberana por una voz estremecida e imperiosa que se proyectaba hasta el fondo del vastísimo local, el apóstrofe perentorio y apasionado con que principia el concierto de Saint-Saëns aún no estaba enteramente expuesto e, instantáneamente, ya se había apoderado de toda la sala un silencio de muerte. Cinco arcadas, diecinueve notas habían bastado a Pablo Casals para cambiar a un público que un minuto antes sólo tenía sarcasmos para él y que, subyugado súbitamente por una elocuencia tan apremiante, una precisión de acento y entonación tan absoluta, una sonoridad tan generosa y penetrante, ahora escuchaba con ojos atónitos y se aguantaba la respiración para no perder nada de esa revelación tan prodigiosa.

'En cuanto terminó el Allegro non troppo inicial, se oyó en toda la sala una salva ensordecedora de aplausos y gritos. Puestos de pie, delirantes de entusiasmo, los melómanos petersburgueses no se cansaban de aclamar al joven artista, que, emocionado por estas demostraciones estruendosas, saludaba con toda sencillez a unos y otros."

El autor de este artículo no necesita adiciones cuando describe lo que impactó a la audiencia esa noche: "una elocuencia tan apremiante, una precisión de acento y entonación tan absoluta, una sonoridad tan generosa y penetrante". Calidad de sonido, expresión, declamación. Luego usa la expresión revelación prodigiosa. Hay mucho de iluminación y de misticismo cuando escuchamos a los grandes, como he escrito en este blog antes, a nuestra "Liga de David" personal, aquellos que nos mueven y que cambiaron nuestra vida para siempre en un instante. En este momento recuerdo de mi experiencia personal a Lazar Berman tocando los "Cuadros en una exposición" de Mussorgsky en la Sala Ríos Reyna del Teatro Teresa Carreño. Yo estaba en balcón, pero en el momento de los aplausos me hallaba, sin poder recordar cómo había llegado hasta allí, al pie del escenario, en patio. Supongo que me encontraba en una especie de trance.

El sonido no sólo varía con el estilo, sino que forma parte de la interpretación, una muy importante pues es su espíritu, su cuerpo y su vehículo. Hay que crear una "imagen sonora" con cada obra que interpretamos (como dice nuestro viejo y querido Heinrich Neuhaus en "El arte del piano": antes de decir algo, se tiene que tener algo qué decir). No hablo de técnica, aunque la producción del sonido evidentemente depende de ésta y no puede ser encarnada sino a través de la técnica: hablo de teatro. Así como un actor decide cómo habla, camina, se viste, se comporta su personaje, así nosotros debemos darle "una voz" particular a la obra que interpretamos. Es por eso que en el Conservatorio en Ucrania mi profesora me aconsejaba leer a Stanislavsky, específicamente, en su traducción al castellano, "Un actor se prepara".

El sonido viene de los escondites del alma de los que habla Stanislavsky. Es parte elaboración y parte fuerza salvaje, incontrolable. No debe ser, en el aspecto técnico, como dice Barenboim, sólo destreza digital; tampoco puede ser sólo caos pues entonces no sería música, como también dice el maestro. El meollo del asunto reside en que el texto musical debe pasar por el tamiz de la mente y de las emociones y salir de allí transformado en algo nuevo que, sin embargo, es fiel al texto original. Stanislavsky, en su libro "Mi vida en el arte" (edición rusa, "Моя жизнь в искусстве", Editorial Estatal "Iskusstvo", 1954 pág, 26, traducción mía) escribe: "Un artista debe mirar (y no sólo mirar, sino saber ver) lo hermoso en todas las áreas de su arte y su vida y en las de los demás. Necesita impresiones de buenos artistas y espectáculos, conciertos, museos, viajes, buenos cuadros de todas las tendencias, desde los más izquierdos a los más derechos, ya que nadie sabe qué conmoverá su alma y abrirá los escondrijos creativos." Pues según Stanislavsky, y ya he escrito sobre esto antes, no hay manera directa de abrirlos, sólo formas indirectas. Cualquier intento de forzar la entrada a ellos los cerrará, causando bloqueo artístico y tensión corporal.

En el mismo libro hay otra historia, esta vez venida de las impresiones del mismo Stanislavsky, que describe el impacto del sonido sobre la audiencia. Habla del tenor italiano Francesco Tamagno de quien dice que fue más grande que la Patti, Lucca, Cotogni (dejando aparte por supuesto a Chaliápin, quien para él se encontraba en la más absoluta cumbre). Pero lo que justamente le impactó de Tamagno fue el sonido (Ibid., pág.25, traducción mía):

"Antes de su primera presentación en Moscú no se le había hecho suficiente propaganda. Se esperaba a un buen cantante, no más. Tamagno salió en el traje de Otello, con su enorme figura de poderosa contextura, e inmediatamente aturdió con una nota contundente. La multitud intuitivamente, como una sola persona, se echó hacia atrás, como protegiéndose de una contusión. La segunda nota fue más fuerte, la tercera, la cuarta, más y más, y cuando, tal cual fuego salido de un cráter, en la palabra 'mu-sul-maaaa-ni' voló la última nota, el público por unos minutos perdió la consciencia. Todos saltamos. Los conocidos se buscaron, los desconocidos se dirigieron a quienes no conocían con una misma y única pregunta: '¿Usted escuchó?¿Qué fue eso?'. La orquesta se detuvo, en el escenario había turbación. Mas de pronto volvieron todos en sí, la muchedumbre se precipitó al escenario y enloquecieron de alegría, pidiendo un 'bis'."

Muchos intérpretes confunden esta grandeza de sonido con volumen: con gritos, los cantantes; con golpes, los pianistas (hablo de lo que conozco bien). Pero se trata en realidad de la intensidad, de la onda expansiva proveniente de una explosión interna, única, de la capacidad del artista de alcanzar a la audiencia como un rayo, como una especie de "golpe del odio de Dios" como escribió, con otro sentido, César Vallejo. Y escojo esa expresión en particular porque la sensación ante un fenómeno semejante es estupor, vulnerabilidad absoluta, como reaccionamos ante los fenómenos de la Naturaleza. ¿Y acaso no lo es, no nos viene el talento de Lo Inefable, no lo traemos en los genes? Porque nadie puede enseñarnos a tener "temperamento, sinceridad y espontaneidad", como escribe Stanislavsky en la misma página del texto más arriba. Los genios, los maestros de la técnica (y Verdi estuvo entre ellos, pues él mismo lo escogió y lo moldeó para su Otello) que ayudaron a Tamagno, según Stanislavsky, "supieron descubrir su esencia talentosa y espiritual". Pero también escribe inmediatamente que hay algo más que hacer: "entender y manejar el arte del actor."

Hay un dicho popular que reza: "Los ojos son los espejos del alma". El sonido es su voz, como decía el queridísimo maestro Vladimir Krainev: "El sonido es la prolongación del alma."



martes, 22 de noviembre de 2011

Beethoven 1815-16: la paradoja

Hoy Piano y Forte no sólo celebra el Día del Músico sino también su primer aniversario. Y qué mejor manera de hacerlo que reflexionando un poco sobre nuestro querido y viejo Ludwig.

El próximo domingo 29, 11 am, en el foyer de la Asociación Humboldt tocaré por primera vez la cuarta sonata para cello y piano, op. 102 no. 1 junto con el cellista Kenny Aponte. Durante mi trabajo sobre esta maravillosa obra advertí su evidente parentesco con la sonata 28 para piano solo, op. 101. A pesar de la numeración, que sólo indica el orden de publicación, la sonata de cello fue compuesta un año antes que la de piano, en 1815. En este momento de su vida ya Beethoven estaba sordo, lo que, sabemos, no sólo le producía un dolor emocional inmenso sino que afectó sus relaciones personales y profesionales. La vida de Beethoven, a partir del comienzo de su dolencia, fue en decadencia: cada vez peor de salud, solo, con la única compañía familiar de su problemático sobrino (cuyos líos en vez de disminuir al hacerse éste mayor sólo aumentaban), incapaz de dirigir o tocar en público, considerado insoportable por sus vecinos y sus amas de llaves...

Pero la gran paradoja de Beethoven reside en el contraste entre ésta situación personal terrible y la música que componía. Yo considero que ésta época de los años 1815-16 ( juzgo por estas dos obras que como pianista conozco bien) es el comienzo del viaje a las estrellas del Maestro, el arranque, el momento de empezar a elevarse de la superficie de la tierra. Se les puede escuchar en esos largos trinos en pianissimo, que flotan sobre o entre lentas melodías o en los trinos brillantes, eufóricos, de los movimientos rápidos; en el uso del fugato (una técnica polifónica venida del barroco en que un tema se repite en imitaciones, para mis lectores no músicos. Es como si el tema se mirara a sí mismo en diferentes espejos...). Una de las cosas que más me impresiona es la ausencia de melancolía en los movimientos lentos. Sí hay un instante de pathos (πάθος) en el brevísimo movimiento lento de la op. 101, pero la indicación, en alemán, es "lento, con afecto", nunca cae en un dramatismo desgarrador, y ciertamente no es melancólico, no es un estado de ánimo deprimente: es una especie de reconocimiento sabio y triste de una situación dura y real...que desemboca en una de esas breves cadencias de Beethoven que adoro, donde el tiempo se detiene para caer de nuevo en la dulzura del primer tema del primer movimiento. Es un momento realmente moderno, que influenciará la forma sonata hasta el siglo XX, ese retomar en un movimiento temas de otro, como los personajes de los cuentos de Gabriel García Márquez, que se mueven de un cuento a otro como si todos vivieran en una gran casa de muchas habitaciones. En los momentos lentos de la sonata de cello, que tiene sólo dos movimientos, cada uno muy complejo (y en la que sucede justamente lo mismo: una remembranza del primer tema del primer movimiento antes del Vivace del segundo) no existe depresión. Esos momentos son de contemplación, de humilde reconocimiento de la maravilla de la Naturaleza y de lo mejor del ser humano; son momentos elevados, de una especie de éxtasis que sin embargo viene de las entrañas del ser, de la tierra. Hay un instante muy declamatorio al principio del segundo movimiento, en el Adagio. En el auftakt del cuarto compás el cello prefigura (en mi opinión) el recitativo del barítono en el cuarto movimiento de la novena Sinfonía. Lo que quiero decir es que el cello casi habla; esa necesidad de decir llega hasta justo ese punto final y culminante de la Novena Sinfonía (porque en Beethoven el camino hasta el final es siempre hacia arriba: hacia Dios, la Naturaleza, la hermandad de toda la Humanidad). Y en este op. 102 no. 1 se empiezan a oír esos ecos del futuro beethoveniano.

No todo es contemplación en ambas obras, por supuesto. Evidentemente se mantienen los rasgos característicos del período anterior de creación, se pueden oír en el Vivace del primer movimiento de la sonata de cello, ese dramatismo al mismo tiempo rítmico que nos mata a todos de su obra, que nos gana, nos seduce, esa llamada del destino a la puerta que no es un cliché, un lugar común: simplemente es así y todos podemos sentirlo y oírlo, por eso todos lo decimos . Hay, como siempre en Beethoven, algo que el Maestro nunca perdió: humor, alegría desmedida. Se oye en los ritmos punteados del segundo movimiento de la 101, en la fuga del último movimiento de ésta misma, en el loquísimo Vivace del segundo movimiento de la sonata de cello. Éste último es tan brillante, tan lleno de contrastes que parece una obra bufa de teatro instrumental, con sus momentos elevados, claro está (allí en el medio de éste movimiento está el fugato de esta obra).

Así que este momento especial, 1815, 1816, cuando se habla de una transición en la obra de Beethoven, en donde la forma sonata cambia para siempre, no es una mera formalidad. El contenido empieza a desbordar el molde clásico porque el espíritu del Maestro desborda su Humanidad y afortunadamente nos lleva con él al escucharlo o interpretarlo. No me gusta hablar de moralidad en la Música, pero en este caso de verdad ésta música nos eleva, nos instruye internamente, nos lleva a donde de otra manera no podríamos llegar. Somos realmente afortunados de tener a Ludwig van Beethoven en nuestras vidas, tenemos la suerte de poder volar al cielo musical, humanista, junto con él. Ésta música no tiene fin: cuando uno toca la fuga de la 101 sabe que está en una especie de espacio exterior musical, donde no hay arriba ni abajo, donde sólo hay estrellas, música y silencio.


martes, 20 de septiembre de 2011

La verdad en música

Estoy consciente de lo pretencioso del título, y de mi descaro al pretender hallarme a la altura de semejante desafío. No lo estoy, como es evidente. Y a pesar de eso, me lanzaré a la piscina vacía pues, como dicen los rusos, "el que no se arriesga no toma champaña",  y el sólo hecho de reflexionar sobre el tema tiene el dulzor de lo espirituoso para mí.

He aquí una primera aproximación. La verdad en la interpretación es un lenguaje  inteligible. Sin él, como bien decía Neuhaus, no hay sino balbuceo y la imagen artística musical no puede ser entregada (en: Heinrich Neuhaus, "Ob isskustve fortepiannoj igry", Editorial "Muzyka", Moscú 1982). El vehículo es indistinto del contenido (como dice Barenboim, el hecho de que el contenido de la música no se pueda formular con palabras no implica que no lo tenga). El decir de la música es ella en sí.

Intuitivamente, al escuchar, vislumbramos esta cualidad de verdadero en el discurso. Tenemos esa sensación subjetiva de algo que encaja, una especie de clic: eso es. Claro que ese clic depende en mucho de los referentes culturales que se tengan, y por eso esta cualidad de verdadero no necesariamente depende de la aceptación por parte de la audiencia, aunque por lo general coinciden ambas variables (se produce entonces un momento musical memorable). Como escribe Gómez de la Serna en su biografía de Dalí: "Es absurdo que cuando no se entiende un cuadro, se le achaque falta de sentido sin que pase por la cabeza del espectador que él puede ser el que carezca de entendimiento"(en: Ramón Gómez de la Serna, "Dalí", Editorial Espasa-Calpe, S.A., Madrid 1989, pág. 34, Eduardo A. Ghioldi 1977 todos los derechos reservados). No se puede desligar la idea musical de nuestra naturaleza subjetiva, pues, como decía Neuhaus en "El arte de tocar el piano", "en realidad el mundo de las ideas vive dentro de nosotros, de nuestro cerebro, en la consciencia, en las emociones, en el oído". Por tanto, debe existir en la percepción un mecanismo disparado desde una subjetividad a otra...

No tiene la verdad en música que ver con sus posibles contenidos éticos: la obra musical está cubierta con el manto de la ingenuidad (por no decir en ocasiones de la impunidad) con respecto a la intención en sí misma. Por eso las críticas con respecto a la "moralidad" de la obra musical están totalmente fuera de lugar y sólo pueden ser interpretadas como censura de parte de mentes estrechas o respuesta a intereses extramusicales.

Para que el lenguaje musical sea inteligible, el discurso musical debe tener ciertas características. En primer lugar, una de las acepciones de "inteligible" según la RAE es: "que se oye clara y distintamente". Es un buen punto de partida. De ahí se deduce para lograr la inteligibilidad necesitamos de la correcta realización de la articulación, y de un balance sonoro adecuado a la sala en que tocamos (como decía mi profesora Galina Neporozhnya, "que un pianissimo se oiga en la última fila del balcón".)

Un elemento muy importante es la organicidad. Esto se refiere a la relación de las partes con el todo, ya sea en asuntos de tempi (velocidad) o de dinámica (cantidad de sonido) y las transiciones entre unos estados y otros (ritardandi, accelerandi; crescendi, diminuendi). Estos cambios deben ser proporcionados y estas proporciones son dinámicas, pues la música conlleva un movimiento.

Es imprescindible el equilibrio entre lo formal y lo emocional. Barenboim (en su prólogo a "Las elaboraciones musicales" de Edward Said, Random House Mondadori, S.A. Barcelona 2007, primera edición en castellano traducida por Roberto Falcó Miramontes, pág. 17) va más allá cuando asevera:  "(...)la música no puede crearse exclusivamente a partir de la razón o la emoción. Es más, si se separan estos dos elementos, dejan de ser música y se convierten en una mera compilación de sonidos. Si un melómano afirma que lo que está escuchando posee una lógica impresionante, pero no le ha resultado convincente desde el punto de vista emocional; o, por el contrario, dice que le ha resultado muy atractivo, que posee una fuerza emotiva apasionante, aunque carece de lógica, en mi opinión, eso ya no es música."

Y sin embargo el todo no siempre resulta ser la suma de las partes, así como no crearíamos un ser vivo sólo juntando carne, huesos y sangre. ¿Qué le insufla a la música el hálito misterioso de la vida?¿Qué es y de dónde viene el numen, el espíritu que la anima? Hay un margen de misterio inexplicable que emana no sólo de ciertos maravillosos conciertos sino también de ciertas milagrosas grabaciones. Una música verdadera tiene todas las cualidades anteriores y un  algo más. Carga en su seno un peso áureo e inexplicable. Y así como el contenido es el mismo vehículo, ¿no será esta vida inexplicable de las ideas musicales puestas en movimiento (en sonido) lo  que las hace verdaderas? ¿No es la verdad en música el de facto ser tangible para el alma?

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Mozart en el metro

La música nos sostiene a través de las dificultades cotidianas. No es un simple entretenimiento: es una necesidad básica, como el comer, dormir y respirar.

Nuestras sendas "play lists" nos han mantenido de buen humor hoy a mi hermana Jeannette  y a mí durante una salida de Caracas más absurda y demorada de lo acostumbrado (3 horas entre El Paraíso y el peaje de Los Anaucos), aunque no todo debido al tráfico de día viernes y la manifestación en la redoma de Hoyo de la Puerta sino también por, digamos, "errores humanos". Previsivamente ambas estuvimos escogiendo y guardando en pendrives montones de música la noche anterior al viaje, de hecho hasta altas horas de la madrugada. Valió la pena: el bienestar que produce tener la música que te gusta a mano marcó la diferencia entre amargarse el resto del día o sobreponerse al reemprender la marcha (para luego detenernos en cinco colas más, sumando el loco total de más de seis horas de viaje entre Caracas y Chichiriviche en el estado Falcón). Más tarde Jeannette (quien manejaba) sentenció: "-Si no fuera por la música me hubiera devuelto."

Eso me recordó una mañana sobre la que he querido escribir hace tiempo. Yendo a la Sede de las Orquestas muy temprano, hubo un retraso terrible en el metro, en la estación Capitolio. Yo puedo perfectamente soportar hacer la cola y esperar a que se llenen cuatro trenes antes de poder entrar finalmente a un vagón de metro. Pero ese día ya la gente había entrado al tren, y éste no arrancaba. Pasaron 20 minutos. Todo el mundo estaba silencioso, como congelado. En las mañanas la agresividad natural del caraqueño, recién levantado, bañado y desayunado, no se ha despertado todavía. Será ese azul Modigliani del cielo de Caracas al amanecer, será ese fresquito ingenuo de la mañana que no se repetirá hasta la siguiente...

En esa inmovilidad hipnótica de la mañana detenida en el andén, el silencio no era absoluto. Al levantar la cabeza buscando un poco de oxígeno y paciencia para evitar la amenazante desesperación ya cercana por estar varada sin remedio, descubrí para mi sorpresa que, sobre todos, caía como un manto de estrellas el concierto en la mayor para piano de Mozart, como una corriente de otro aire, como una nebulosa repentina que se desplazara por encima nuestro. Y allí mismo dejó la vida de ser pesada y difícil; allí mismo fuimos transportados a un espacio donde no había la espera, el apuro, la indignación. Sólo Mozart.

Pienso que por eso en los últimos tiempos todos están tan obsesionados en Caracas por poseer aparatos electrónicos capaces de almacenar música y reproducirla en cualquier momento y lugar. Muchos caminan, hacen deporte, esperan en colas con audífonos en Caracas. Nuestra ciudad es difícil de vivir, lograrlo manteniendo la paz es una proeza. Y a muchos escuchar música les ayuda en tal empresa, y no me refiero a nosotros los músicos quienes no podemos vivir sin ella, sino a todos. Los caraqueños viven en dos Caracas: una, la de afuera, la calurosa, la peligrosa, la congestionada; otra, la de la "play list" personal, la de la música en el iPod o en el celular, donde siempre puedes esconderte, recogerte, encerrarte, consolarte. Tu mundo privado y paralelo.

Pues la música es numinosa y tiene poderes como es sabido, algunos de ellos inexplorados, desconocidos y todos ilimitados. Es inmediata en su acceso a la parte blanda del corazón, como una espada benévola. Convierte a la vida en algo más elevado, menos vulgar. Es la llave de acceso a un mundo otro. Es una de las muchas cosas que nadie puede quitarnos.



martes, 6 de septiembre de 2011

Iván el Terrible

Por supuesto me refiero a las dos películas de Sergei Eisenstein "Iván el Terrible parte 1" e "Iván el Terrible parte 2: La conjura de los boyardos". Sé que el director tenía en mente un tríptico y que sólo tenemos dos terceras partes del proyecto ante los ojos, pero aún así me parece interesante la simbología que he advertido en estas dos.

Antes de empezar a develar algunos de los misterios de estas dos maravillosas obras de arte, quiero hacer notar algo curioso. Todo el mundo conoce la cita que se hace de "El acorazado Potemkin" en la película "Los intocables". Pues bien, yo veo una cita de Iván el Terrible en "El último emperador" de Bernardo Bertolucci: la escena de la coronación del niño-emperador es parecida a la audiencia del niño-Zar en la parte 2 de Eisenstein. Se muestra en esta escena que el niño-rey es tan pequeño que los pies le cuelgan sentado en su trono, y también hay un parecido en el corte del atuendo real, sobre todo en la corona que es en ambos una shapka de diseño similar.

Ambas partes están plagadas de magníficas metáforas. La segunda parte, "La conjura de los boyardos" parece constituir el lado oscuro de la primera. La ceremonia de la coronación en la parte 1, que se lleva a cabo en la Catedral, tiene su contraparte en la otra ceremonia de "La conjura..." en donde el ahora Mitropolit moscovita, el boyardo Fedor Kolychyov y posteriormente monje Filipp, antiguo amigo del Zar,  pretende humillar a Iván "aplástándolo con todo el peso de la Iglesia". Iván, por consejo de sus opritchniki y anticipándose al nombramiento hecho por él mismo, el cual sabe que Filipp usará para interceder por los boyardos, ha mandado a decapitar a tres familiares de éste, boyardos enemigos suyos. En la primera ceremonia le visten con los atavíos propios del Zar: la shapka, el traje y los atributos; en la segunda el Zar viste la capucha negra que es el traje que él mismo se ha escogido. En la primera le nombran Zar dándole el poder de lo Alto; en la segunda Iván se declara "terrible" a sí mismo, luego del intento de humillación pública y excomunión: "-Desde hoy seré como me han pintado, seré Terrible". La misma ceremonia es en sí una metáfora interna: se representa el milagro descrito en el libro de Daniel donde un ángel salva del fuego a los tres adolescentes Ananías, Misael y Azarías lanzados al horno por Nabucodonosor. Es un paralelismo con la escena anterior, el funeral de los tres Kolychyov decapitados por los opritchniki de Iván. La discusión entre Iván y Filipp es paralela al canto de los tres adolescentes en cuyo texto se reprocha a quienes siguen "a un Zar pagano".

En la primera parte hay una fiesta: la boda de Iván con Anastasia Románovna . La escena es muy iluminada y el color blanco predomina. La comida es traída en unas bandejas en forma de cisne, también blancos (o plateados o dorados, la película es en blanco y negro, el asunto es que son de color claro). En la segunda parte la fiesta es preparada por Iván y los suyos para confirmar sus sospechas de que su primo Vladimir Andréievich quiere el trono y de que su tía, Efrossinia Starítskaya, madre de éste último, envenenó a Anastasia (lo cual ocurre en la primera parte). La música de esta escena, compuesta por Prokofiev (como toda la música de ambas películas), me parece curiosamente emparentada  con la de la escena del cisne asado de Carmina Burana de Carl Orff, que es anterior (cuyo texto reza: "era blanco y hermoso y ahora estoy negro y chamuscado"). La comida también es traída en los cisnes, pero esta vez son negros. Esto representa la era del terror del reinado de Iván, quien ha ido descomponiéndose moralmente desde la pérdida de Anastasia, la única persona que en verdad lo amaba, su "única amiga", el último reducto de humanidad que le quedaba. El cisne simboliza la transformación interna de Iván, y de hecho es central en esta escena. Luego de la llegada de las bandejas se hace un acercamiento a la cabeza de uno de los cisnes negros, el cual lleva una corona. Vladimir, borracho, se abalanza sobre ella, demostrándole a Iván, quien le observa, que su primo en verdad desea ser Zar. Esta escena del banquete en "La conjura...", de alegría bacanal, es la única a color de toda la saga, aparte de su "segundo final". A mi parecer, es una manera de indicar la falsedad oculta (la fiesta es una emboscada en la que Iván revierte el intento de asesinato en su contra y lo convierte en el de su primo). Luego de invitar a Vladimir al banquete, le envía a Efrossinia la copa en que ahora sabe ésta vertió, años atrás, el veneno que mató a Anastasia. Ésta se extraña de que la copa esté vacía. En realidad Iván le está anunciando la devolución de una muerte por otra, la entrega del vacío, de la pérdida. La canción de cuna de Efrossinia para Vladimir (que es un personaje infantil y sin voluntad propia, un títere de las ansias de poder de su madre) también es una metáfora de sus deseos: trata del castor negro (que sería Iván, cuyo atuendo en la segunda parte ya no es el imperial sino una túnica negra larga con capucha) al cual los cazadores persiguen para matarlo y usar su pelaje para bordar la pelliza del nuevo Zar Vladimir. El mismo hecho de que la canción es de cuna (una canción para dormir) prefigura la muerte de su hijo, al cadáver del cual por segunda vez, perdida la razón, Efrossinia arrulla.

El asunto, bastante espinoso políticamente, del segundo final lo interpreto como una concesión a Stalin (quien de todas formas prohibió la exhibición de la película en el momento, lo cual le produjo al director un ataque cardíaco), ya que el final original es bastante fuerte. Luego del asesinato de Vladimir y la locura de Efrossinia (más la ejecución de los Kolychyov y la neutralización de Filipp) han sido exterminados todos los enemigos internos de Iván. Estando en la Catedral (donde ocurrió el último asesinato) Iván y sus opritchniki  se acercan al altar y rezan una especie de Credo diabólico, en donde ejecutan "un juramento de hierro" ante Dios: exterminarán a los enemigos del Zar y "mancharán sus manos con la sangre de los traidores, sin perdonarse a sí mismos ni a los demás". Iván eleva su mirada al Cielo pero se tapa los ojos, y dice como en una queja: "En nombre del Gran Reino Ruso". Es la justificación psicópata de sus atrocidades. Mira hacia el Cielo pero sin verlo, su terrible mano "justiciera" le cubre, le nubla, la vista. Por supuesto "La Conjura..." no podía terminar así: entra el color (Eisenstein nos está poniendo claro que es un final falso) y se ve a Iván en su trono haciendo la apología de su "justicia" como defensa de la soberanía rusa. Ésta película le fue encargada a Eisenstein por la dirección de Mosfilm en enero de 1941, cinco meses antes de la entrada en guerra de la Unión Soviética. Se incorporó al rodaje en septiembre de 1941 cuando empezó a trabajar sobre el guión, el storyboard, etc. Filmó las dos partes que conocemos y elementos de la tercera entre abril y junio de 1944. Fue, junto con "Berlín" de Iuli Raizman, la última película soviética inspirada por la Segunda Guerra Mundial. (Tomado de "El cine soviético (1930-1945)", ensayo de Barthélemy Amengual en "Historia General del Cine, volumen VII: Europa y Asia (1929-1945)", Ediciones Cátedra, S.A., Madrid, 1997). Las últimas palabras de Iván son: "a partir de ahora la espada de justicia brillará contra aquellos que ataquen la grandeza del Gobierno de Rusia y sobre ellos ésta vencerá", lo cual es evidentemente símbolo de la anhelada victoria sobre los alemanes. A Stalin no le gustó ver la metáfora de sí mismo en Iván en "La Conjura de los boyardos" y su estreno se pospuso ¡13 años!







martes, 30 de agosto de 2011

Lo comercial

Definitivamente los artistas y quienes determinan cuáles de ellos "triunfan" son dos bandos a veces separados, si no opuestos. En el ámbito de la música académica los grandes jueces son las salas importantes, los sellos discográficos y los concursos. Y, por supuesto, los críticos. Tengo la impresión de que, paralelamente a la explosión del "star-system" en Hollywood y en la música pop, ha habido en la música académica (puede que en el arte en general pero sólo hablo de lo que conozco) una tendencia parecida, la cual, en mi opinión muy personal, ha derivado en una crisis artística, a pesar de que el nivel "técnico" se supone cada vez mejor.

Yo no soy una de esas personas que creen en "el arte por el arte": por supuesto que debe haber un proceso de contratación y debe estar relacionado con la calidad del trabajo del artista. Lo que hallo perturbador es el que se haya llegado a un extremo en el que los jóvenes intérpretes sólo buscan ganar concursos, "triunfar" y miden su desarrollo personal de acuerdo a estos sucesos, los cuales en muchos casos, dependen de tener ciertos contactos o del azar. No necesariamente todo el que es famoso es un genio y no todo genio es conocido públicamente.

En el ámbito, muy personal, de la preparación y búsqueda personal de una voz artística propia es fácil perderse si lo que se tiene en cuenta es el "éxito". Yo creo que esta búsqueda debe ser íntima y sincera, debe estar relacionada con la historia de la cultura y la interpretación y con la persona en sí, entendida ésta última como quien en realidad somos y siendo esto que somos algo único e irrepetible en todos los casos, y, al mismo tiempo, el reflejo externo de ello, la máscara. No debe quedarse anclada la persona en dicha historia o depender demasiado de ella, pero tampoco puede liberarse de tales referentes sin pasar por el profundo conocimiento de la misma. De lo contrario no podría tener originalidad, pues quiéralo o no (y peor aún, no sabiéndolo) el artista en ciernes estará inevitablemente repitiendo algo ya creado y conocido.

Esto sucede del lado del artista. ¿Qué pasa del otro lado? Si existe este conflicto en el "taller" por así llamarlo, en la audiencia sucede algo correspondiente. ¿Quién guía a los espectadores en su viaje hacia el encuentro con el arte, si lo hace alguien? ¿Cómo determinar la calidad de lo que vemos/oímos/leemos?

Ya en una entrada anterior, en mi "Apología de las lágrimas", defendí el derecho que se tiene de enfrentarse a la obra de arte de forma espontánea. En esta se trata de revolver un poco en el asunto del criterio personal, ya que lo que percibimos siempre pasará por un filtro, consciente o inconsciente, que no sólo almacena todas nuestras experiencias estéticas, sino determina lo que nos gustará cada vez. Se trata de lo que sucede luego de experimentar el performance.

Tiene la audiencia, como he escrito en otras ocasiones, una manera de saber cuándo lo que se le brinda es verdadero o falso. Pero parece que, mientras de más información dispone, esta magnífica intuición pierde su pureza e ingenuidad iniciales. Dado que ahora existe la red, pareciera que hay más a su alcance, pues antes se tenían sólo las caras posteriores de los LP's y luego los libritos que se incluyen con los CD's, aparte de las revistas especializadas. Pero no hay que olvidar que una cosa es el cúmulo de información y otra es el saber algo. La diferencia entre una cosa y otra es sencilla de definir: el saber implica procesar de alguna manera, así sea muy elemental, la información que se tiene, obteniendo además la capacidad de producir ideas personales al respecto. La capacidad de llevar a cabo este proceso se convierte en una cualidad personal: el criterio.

Con respecto a lo verdadero artístico, que es tema pendiente digno de reflexión aparte, en un nivel bastante elemental el público con su magnífica intuición lo diferencia de lo falso usando una denominación bastante reveladora: comercial.

Comercial es lo anodino elevado a una potencia inexistente para poder venderlo. Me dan escalofríos por todo el cuerpo cuando alguien se refiere al arte o a un artista como “un producto”. Claro que a veces “el producto” resulta ser algo de elevado nivel artístico, no se trata de que una cosa excluya a la otra, para nada. Pero no siempre es así. Y puede que esa sea una de las razones por las que el gusto del público no especializado se ha extraviado tanto: los “encargados” de insuflarles un poco de criterio se han convertido en viles propagandistas… No se trata de demonizar la comercialización, los artistas necesitamos comer, entre otras cosas. Pero debe haber algo más allá de lo vendible, algo que tiene que ver con la estética y con la realización personal del artista y del espectador, independientemente de que el "consumo" sea la forma de ambos encontrarse, de volver disponible el arte para el público y de hacer viable y práctica la vida de los artistas. Es curioso recordar por un momento que no siempre fue así, en aquella época en que los únicos que pagaban por el arte y podían disfrutarlo eran la Iglesia y los nobles..
Quizás uno de los problemas más grandes con respecto al criterio es el no aceptar lo que se tiene enfrente, comparando todo con los únicos referentes culturales que se tiene,  pues la crítica diletante típica se refiere a cómo debía haber sido esto o aquello. Pues no, no hay aquello o lo otro, hay esto que tienes enfrente, ¡ábrete a ello! Debe haber un paso más adelante de la comparación cruda y literal: hay que crearse un criterio, muy personal y hecho de lo que hemos visto, leído u oído. Un criterio es más que una opinión: es un sistema interno de catalogación de lo que percibimos. Debe tener elementos relacionados con el gusto muy personal y también un mínimo de información, la que esté disponible o simplemente a la que hayamos estado expuestos, no hablo de reglas precisas y rígidas al respecto. Un extremo curioso es la terrible sordera de algunos sectores del público altamente especializado a verdaderamente buenos nuevos intérpretes, lo que los lleva a anquilosarse en viejas interpretaciones ya generalmente aceptadas como de alta calidad estética. Es el fenómeno de los eternos adeptos a Maria Callas (siendo yo uno de ellos, pero sin fanatismos). En verdad hay gente muy buena cantando hoy en día por ahí, pero hay quienes no hacen más que compararlos a todos con ella sin ver los méritos de los nuevos artistas. Nuestro juicio sobre lo que vemos no puede ser: "canta mal porque no hace esto o aquello como la Callas". Hay que preguntarse: ¿qué es lo que me gusta e impresiona tanto de la Callas? Las respuestas serán cualidades que buscaremos encontrar en otros, como por ejemplo la seriedad con respecto al texto musical, el pathos (πάθος) o capacidad dramática, etc.
Luego está la actitud ante el performance o la obra de arte. Preferiblemente debe ser abierta, flexible y ubicada en el presente. La elaboración de lo visto y la comparación deberían ser posteriores, no simultáneas. En el momento del hecho artístico, entreguémenos a vivir  a través de lo que se nos presenta, de una forma muy pura e ingenua, sin expectativas o prejuicios. Dejémonos conmover, convencer. Claro que podemos hacer lo contrario, pero nos perderemos de una experiencia transformadora, la catarsis (κάθαρσις)  que es el fin último del performance artístico, si acaso se le puede atribuir alguno.

jueves, 14 de julio de 2011

El concierto: un deporte extremo

Tocar frente a una audiencia es un deporte extremo. Es correr con el riesgo de "ponerse uno allí afuera", asumir el peligro de la máxima vulnerabilidad posible y justo ante una muchedumbre.

Podríamos no arriesgarnos. Irnos por lo seguro. Ser fríos, metódicos, matemáticos. Tocar como acróbatas amaestrados. Y dejando bien oculto al animal que vive dentro de nosotros, encerrado, encadenado en la jaula más remota que tengamos, para que no moleste, no ladre, no gruña, no salga rasguñando y asustando a todo el público.

No es fácil. Da miedo. Y en medio de que tenemos que estar corporalmente lo más relajados posible no podemos tener el alma relajada. Debe estar al acecho salvaje de los dedos, lista para atacar. Pero requiere un esfuerzo emocional sacarla de ese punto muerto donde solemos ponerla a vivir para que no se note, para "ser normales", para "comportarnos". Y si por otra parte la forzamos (de esto habla Stanislavsky cuando se refiere a los "encondrijos secretos del alma", que sólo pueden ser abiertos de forma indirecta pues de lo contrario se cierran) será peor: se esconderá de nosotros y para colmo nos pondremos físicamente tensos.

¿Qué hacer entonces? Prepararle el escenario, el momento del concierto como si fuera su casa, para que viva cómodo ahí nuestro animal. Convencerle de que estará como de vacaciones, se divertirá, podrá salir y saltar y sonreírle con sus dientotes a la audiencia. Preparar su llegada como preparamos las fiestas navideñas, los cumpleaños, las vacaciones, las salidas: con gusto. ¿Cómo? Tocando sin vestigio de duda, sin jamás abandonar el convencimiento de que lo que estudiamos, leímos, pensamos, interpretamos está BIEN, está LISTO y ES SUFICIENTE. Defender lo que hemos creado, poniéndonos de nuestro lado y no convertirnos (como solemos hacer) en nuestros peores enemigos, en nuestros más grandes críticos, en nuestros propios más sangrientos adversarios. Convenzámonos de que todas esas fuerzas sobre las que no tenemos control estarán de nuestro lado. Pero traigámoslas a este lado nuestro estando nosotros allí primero, como un buen anfitrión. Y siempre, siempre, entre el buscar seguridad, tocar limpio, no molestar y el arriesgarnos, escojamos SIEMPRE el riesgo,ese peligro sabroso de estar presentes y estar tan vulnerables. Todo el mundo nos está viendo pero ¿qué importa? No somos neurocirujanos ni cardiólogos, nadie morirá si cometemos un error, si tocamos una nota falsa. Se magullará un poco nuestro ego, pero allá él, igual se comporta siempre como los chismosos: hagas lo que hagas siempre hablará mal y se quejará. Como dice la Dra Clarissa Pinkola Estés, siempre llevará cuentas. Haz oídos sordos a sus quejidos inútiles y ESTÁ PRESENTE, siempre. Arriésgate, siempre.




viernes, 10 de junio de 2011

La importancia del gesto: Armando Reverón y Jackson Pollock

Por supuesto que la razón principal que me ha movido a escribir sobre Pollock y Reverón es el amor, no hay otra explicación y no hace falta. Lo que justamente me ha intrigado, con respecto al gesto, en ambos, es la necesidad del mismo "desde adentro", como movimiento al crear y no como acto teatral, como performance, aunque en el caso de Reverón lo pareciese.

En el libro de Juan Calzadilla "Armando Reverón" (Ernesto Armitano Editor, 1979, págs. 30 y 31) se lee la descripción de la forma de pintar de Reverón hecha por Alfredo Boulton y Julián Padrón. Boulton: "Era un ejercicio extremadamente libre y sutil durante el cual las formas cobraban vida a medida que el movimiento de su cuerpo mantenía su ritmo. Era una gesticulación que sugería reminiscencias de tipo erótico y ancestral ante la presencia del toro, tan constante en algunos pintores ibéricos y que en el ímpetu con que Reverón embestía el lienzo pudiera significar una velada intención de tipo sexual. En aquellos momentos el artista se aislaba de todo contacto exterior: no tocaba metales, taponaba sus oídos con grandes tacos de algodón o pelotas de estambre, y dividía su cuerpo en dos zonas, ciñéndose cruelmente la cintura. Luego, mediante un ritual lleno de gestos y ruidos, como entrando en trance ante el lienzo, entornaba los ojos, bufaba y similaba los gestos de pintar hasta que el ritmo del cuerpo y las gesticulaciones hubiesen adquirido suficiente ímpetu y velocidad. Entonces, con actitudes de espasmo, era cuando embestía la tela como si fuese el animal que rasgaba el trapo rojo de la muleta. A veces, en esas embestidas, lograba perforar la obra". Boulton describe "el ritmo de algunos gestos que tenían como reminiscencias toreras y que resultaban del impulso del cuerpo desnudo -vibraciones como de espasmos, como un prolongado orgasmo- cuando el artista se movía delante de la obra". A este respecto es interesante el relato que sobre una sesión de pintura nos dejó el novelista Julián Padrón en 1932: "El pintor se atavía con su guayuco de cañamazo fajándose fuertemente la cintura, esconde bajo la tarima sus alpargatas y se queda descalzo. Saca de una de las cajas dos palitos, forrada una de las partes en cañamazo y se los atornilla en los conductos auditivos para poder concentrarse en su mundo interior. Se acuesta en el suelo boca arriba con las piernas encogidas y las manos por debajo de la cabeza en una invocación a los espíritus propicios a la inspiración. Después se levanta, desenvuelve los pinceles y los tubos de pintura y otros mil pañitos de diferente tacto, extendiendo todo en una plataforma al pie del caballete (...) El pintor palpa febrilmente los diferentes pañitos impregnados de aceite hasta encontrar el tacto de su inspiración. Cualquier otro tacto más o menos duro puede hacerla huir. Toma la paleta y el pincel apropiados, entorna un poco los ojos como si quisiera ver más allá del contorno de las cosas y empieza a pelear con la tela hasta matar en ella los colores vivos. Se siente cantar la tela bajo los embates de la mano fuerte, armada con el pincel reforzado y casi sin cerdas."

Jackson Pollock explicó su forma de pintar, el dripping (chorreado) en una entrevista a Robert Motherwell: "Prefiero fijar el lienzo sin extender al duro suelo. Necesito la resistencia de una superficie dura. En el suelo me encuentro más que a gusto. Me siento más cerca de la pintura, más parte de ella, ya que de esta forma puedo moverme alrededor del cuadro, trabajar desde los cuatro costados y, literalmente, "estar" en la obra. Es parecido al método por el cual los indios del Oeste pintaban sobre la arena. Cuando pinto no me preocupo de lo que estoy haciendo. Sólo después de un breve período de "toma de conocimiento" veo lo que he hecho. No tengo miedo a hacer cambios, destruir la imagen, etc., porque el cuadro tiene vida propia. Intento que salga por sí mismo. Sólo cuando pierdo el contacto con la obra el resultado es un desastre. En caso contrario, es pura armonía, un fluido toma y daca, y el cuadro sale bien". (Tomado de "Pollock" de Leonhard Emmerling, editorial Taschen, Köln 2003, pág. 65). No había nada de azar en su pintura (como escribieron algunos críticos contemporáneos suyos en la prensa y algunos desconocedores aún puedan pensar). Respondiendo a un crítico de Times quien escribió que sus cuadros  "se caracterizaban sobre todo por el caos, Pollock envió furioso un telegrama al editor: "MUY SEÑOR MÍO: NADA DE CAOS. CUADROS RECARGADOS, COMO PUEDE VERSE [...]". Lo importante que era para Pollock aclarar ese punto, se confirma en unas notas manuscritas que fueron publicadas póstumamente: "[...] control total   negación de     el accidente   Estados de orden    intensidad orgánica   energía y movimiento hechos visibles    recuerdos detenidos en el espacio[...]" (op. cit., pág. 69).


Reverón, quien después de todo era figurativo, mediante el gesto, que en él era todo baile, todo embestida torera, todo ritual, aprehendía la luz, que le obsesionaba. Representándola hacía salir justamente a la luz sus ángeles (y demonios) internos. En Pollock, el gesto buscaba conectar con el insconsciente, lo cual sabía al pintar, pues tenía conocimientos de psicología jungiana (estuvo en terapia con un psiquiatra discípulo de Jung, Joseph Henderson) y de cómo la "pintura automática" era como soñar encima de una tela. Reverón también iba al encuentro de su inconsciente, con el paso extra del "tema". Ambos tenían una dificultad que superar: para Pollock era su alcoholismo y para Reverón su esquizofrenia. No pintaban "gracias a" sino "a pesar de". En ellos el gesto tenía mucho de exorcismo.


El gesto me fascina en cuanto (en el caso de ser) necesario para conectar la mano con el inconsciente. ¿Cuándo nuestro gesto deja de estar definido por la técnica (sin la cual evidentemente no se inicia el movimiento pues ella es la forma relajada, "económica"  y definitoria de moverse) y empieza a estar conectado con algo más que nuestra habilidad aprendida para pintar o, en nuestro caso, tocar? ¿Por qué siempre cuando un pintor va más allá de la técnica llega justamente a un punto en el que da la impresión de no tener ninguna? Creo que es justamente porque sólo más allá del conocimiento, cuando llega la automatización del movimiento, se logra dejar de pensar en este y se deja fluir "lo de adentro" hacia afuera. Y, sin embargo, hay un tipo de automatización, cuando la técnica se convierte en fondo y deja de ser forma, en que justamente se cae totalmente fuera de contenido. En música eso es virtuosismo vacío, el movimiento por el movimiento en sí. "El propio Pollock era muy consciente de ello: "Naturalmente, el resultado es la cosa; carece de importancia, por tanto, cómo se haya realizado el cuadro siempre que éste exprese algo. La técnica no es más que el medio para llegar a un estado" (op. cit., pág. 69).


¿Depende de la voluntad llegar a ese punto o al extremo opuesto? Pienso que sí. Pienso que además la falta de voluntad cuando practicamos o adquirimos destrezas técnicas siempre nos lleva a donde no queremos. Creo que, así como en las cosas de la vida se toma la actitud de víctima, igual sucede en nuestro trabajo artístico. ¿Seremos aquellos a quienes las cosas en arte les suceden, o tomaremos el asunto en nuestras manos? Y sin embargo, no se trata de perfeccionismo o control neurótico sino de justamente lo contrario: dejarse llevar. Parece una contradicción, pero así funcionamos.

Miguel Ángel representó la creación de Adán en la Capilla Sixtina como un gesto de la mano de Dios, y no por casualidad. En el libro del Génesis Dios creó al hombre como una vasija, del barro, con sus propias manos. El gesto nos define como creadores. Con nuestras manos podemos tocar el infinito.


lunes, 6 de junio de 2011

Miedo escénico: unas pocas reflexiones

¿Por qué nos asustamos tanto a veces, si amamos tocar?¿Por qué a veces no nos sucede, pero no podemos controlarlo? No pretendo hacer un análisis exhaustivo, pero ayer, en medio de un recital que realmente disfruté mucho (entre una obra y otra, en mi camerino) se me ocurrieron algunas cosas que escribí en ese mismo instante. Hélas aquí.

Rimsky Kórsakov decía que el miedo escénico es inversamente proporcional al grado de preparación que se tenga. Pero a veces nos asustamos igual, estando muy bien preparados. Cortot decía (todas estas citas son de Neuhaus en "El arte de tocar el piano") que lo más importante es un buen sueño y un estómago sano. Concuerdo con esta opinión: a veces es mejor estar bien descansado que bien preparado pero agotado. Además, decía Neuhaus, muchas veces que creemos que nos estamos "preparando" muy bien, estudiando como locos a toda hora disponible, hacemos el doble y el triple del trabajo que en realidad necesitamos. También decía que no se siente uno igual de tranquilo tocando una serie de conciertos con el mismo programa que tocando un concierto aislado cada varios meses.

Por su parte, el mismo Neuhaus hablaba de su propia experiencia. Nos sale mejor aquello que tocamos muchas veces y nos gusta particularmente (le pasaba a él con el concierto en mi menor de Chopin). Decía que a veces el miedo escénico viene del temor a perder la buena disposición del público (les pasa sobre todo a quienes ya tienen una fama establecida). Y de lo que yo considero la columna vertebral del miedo escénico: la gran tensión emocional inherente a quienes tenemos como trabajo "caminar ante la gente". Cito a Neuhaus: quien va a la escena como un funcionario a su trabajo, no puede ser un artista.

El problema de la interpretación pública es, usando una expresión de Neuhaus de nuevo, que está sometida al "dominio del momento", al "poder del minuto". Con mi conocimiento diletante de psicología, añado que el salir a escena con una actitud arraigada en el ego, produce miedo. Si pensamos en cómo tocaremos, qué pensarán de nosotros o peor, con expectativas con respecto al resultado, esa carga no nos dejará disfrutar de lo que hacemos, como sucede en todos los demás aspectos de la vida en que el ego está involucrado. La solución es DEJARNOS LLEVAR. Tratar de controlarlo es inútil y contraproducente. Dejarse llevar da vértigo al principio, pero así nos subiremos sobre la ola.

Para los estudiantes de música, Neuhaus tenía consejos prácticos. Decía que los estudiantes tienden a confundir el estudio con la interpretación misma. Se mantienen demasiado tiempo en la etapa de estudio y olvidan para qué lo hacen. Todos tenemos etapas de preparación en la que "desconectamos" lo musical para resolver algún pasaje. Pero lo que debe estar siempre en nuestra mente es el resultado final, cómo queremos que SUENE. Así que debemos hacer, en nuestra casa, en nuestro cuarto, en nuestro piano, ensayos de "tocar", o sea, nos imaginamos que estamos en la escena y TOCAMOS. No estudiamos; no paramos para corregir. Si no hacemos esto, cuando salgamos a tocar tendremos la sensación horrible de que "eso" es otra cosa, para la cual naturalmente no estábamos listos. Hay además que tener cuidado con ese asunto de "estar listo". No estar listo jamás es un asunto del ego. Neuhaus decía que a veces nos ponemos nerviosos sólo con pensar que no nos preparamos lo suficiente. De lo que podemos deducir que tal creencia puede estorbarnos, y el ser perfeccionistas con respecto a estar listos nos paralizará. Aceptémoslo: si esperamos el momento "perfecto", la preparación "perfecta", nunca haremos nada. Como dice la Dra Clarissa Pinkola Estés con respecto al amor: hay momentos en que lo único que podemos hacer es saltar.

Y ahora sí, lo que escribí ayer en mi camerino. Cuando salimos a tocar, no nos pertenecemos. Somos del dominio de dioses más poderosos que nosotros y ellos deciden nuestro destino allá afuera. Cuando logramos tener alguna participación en este destino, cuando nos dejamos llevar y logramos estar cómodos, entonces estamos, usando una expresión de la Dra Clarissa Pinkola Estés, decidiendo con nuestros mejores ángeles. Quizás es eso lo que necesitamos para calmarnos: entender que esos dioses no nos son ajenos, son propios, son nuestros. Viven en el cielo de la música, pero tienen sus raíces incrustadas en la tierra, dentro de nuestro propio corazón.


sábado, 7 de mayo de 2011

Elegía a un gran pianista

Hoy en Moscú, en el cementerio de Vagankovsky,  se llevó a cabo el funeral de Vladimir Kráinev, quien nos ha dejado demasiado tempranamente. No será el mismo el mundo de la música al tener la certeza de no poder escucharlo en vivo de nuevo.

Y esto era realmente un suceso, el escucharlo. Tuve esa afortunada oportunidad en Kíev, a donde el maestro iba anualmente a tocar en el Festival en honor suyo. Allí lo escuché tocar el segundo concierto de Rachmáninov y el primero de Shostakóvich. Al oír, sobre todo el Rachmáninov que podríamos decir que es un concierto bastante trillado (hermoso pero demasiado tocado) inmediatamente pensé: para tocar por enésima vez una obra tan conocida hay que ser un gran maestro, y no menos; para lograr una frescura tal que dé la impresión de estar oyendo esa obra por primera vez, al punto de hacernos descubrir cosas nuevas, cosas que no habíamos oído antes en ella, hay que ser uno de los grandes. Esas obras maestras merecen no menos.

Frescura es una palabra que definitivamente asocio con Kráinev. Y en este mundo nuestro de la música académica eso es difícil de encontrar, sobre todo con un currículum como el suyo. Pues habiendo sido ganador nada más y nada menos que del Concurso Tchaikovsky jamás, al escucharlo, hubiera tenido uno la impresión de que fuera una persona pedante, cubierta de esa pátina cansada que tienen los virtuosos empolvados quienes se la pasaron encerrados practicando, sin vivir. Además de ser un gran artista y un gran pianista, Kráinev era una especie de activista pianístico. Viajaba siempre a Ucrania, ya teniendo una vida célebre y cómoda en Hannover, Alemania, y escuchaba y promovía a los jóvenes talentos que encontraba en los rincones más escondidos. Sus conciertos en Kíev estaban repletos de cátedras enteras de estudiantes de piano de todas las edades y niveles, algo de lo que formar parte era realmente conmovedor (yo fui uno de ellos).

Había algo extremadamente divertido y transgresor en su interpretación. Era muy teatral sin ser afectado o ridículo, pues todos sus gestos estaban relacionados con lo que "decía" al piano. En ningún otro concierto de un pianista he visto un efecto como ese: todos nos reíamos en pleno concierto de algún giro musical o gesto suyo que tenía la intención de ser pícaro o chistoso. Evidentemente, dada la altísima cultura musical de Ucrania, se "hablaba" un idioma musical, para todos los presentes en la sala de la Filarmónya, absolutamente inteligible. Pero estoy segura de que incluso en ambientes musicales menos desarrollados debe haber tenido el mismo efecto, pues era un gran comunicador y lo que transmitía era musicalmente (y humanamente) claro y evidente.

No todo en Kráinev era gracioso. Su inmensa personalidad abarcaba todo el horizonte emocional musical. En los momentos de gran lirismo llegaba, como una espada, directo a esa parte tan blanda de nuestro interior donde nos conmovemos hasta las lágrimas, donde, cuando un artista nos toca con su mano invisible o nos habla de esa forma ininteligible en que sólo la música puede hablarnos directo al corazón, cambiamos para siempre y ya nunca volvemos a ser los mismos. El impacto de su interpretación era tan grande y tan real que en ocasiones la vulnerabilidad del oyente era sacudida al punto de sentir una especie de susto. Ese miedo que a veces también nos inspira el amor cuando nos sorprende distraídos.

Por supuesto que el amor tenía que salir a relucir al referirse a Kráinev. Sólo un amor verdadero y profundo por la música puede hacer a alguien tan libre en la escena (ama y haz lo que quieras, decía San Agustín). Sé que muchos, sobre todos los participantes de concursos (de algunos de los cuales era jurado) lo verán con otros ojos, pues, como buen profesor al estilo de Rusia, Ucrania y otras repúblicas ex-soviéticas, debe haber sido terrible al juzgar. Pero puedo dar fe de que encontraba en sus juicios a sus iguales, como al joven pianista ucraniano Denis Proschaev, ganador del Concurso Horowitz, quien luego se trasladó a Hannover para estudiar con él y a quien también tuve la fortuna de poder escuchar en vivo. El único caso en que escuchar a alguien tan joven fue una experiencia real musical válida y no simplemente un circo de niño prodigio. Y no estoy hablando de virtuosismo a ultranza, pues eso no impresiona a alguien como yo que tuvo la fortuna de estudiar en un país como Ucrania donde tener una técnica impecable para tocar el piano es lo normal (y tampoco estoy diciendo que no lo poseyera Denis, pues evidentemente es un virtuoso de primera línea), sino de tocar, a los 16 años, una Partita en si bemol de J. S. Bach con una expresividad y una profundidad casi de profeta. Una personalidad musical avasallante como la de su maestro, que le hizo, ya con los laureles del concurso de piano para jóvenes pianistas más notable del mundo encima, escoger como siguiente concierto a interpretar en público el re menor de J. S. Bach. Una dimensión pianística paralela, donde, teniendo todo lo que se puede tener en términos de técnica, parece de todas formas prevalecer el eslogan: "La música por sobre todas las cosas".

Adiós, querido maestro. Me despido con la traducción literal del ruso de dos expresiones usadas para decir adiós a aquellos que se fueron de la vida antes que nosotros (y que en español suenan increíblemente poéticas): que la tierra le sea polvo y que luminosa sea su memoria. El recuerdo de haberle oído tocar en vivo siempre será una luz para mí.




viernes, 22 de abril de 2011

La hora nona

Éste ensayo es el análisis simbólico del Preludio y Fuga BWV 867 en si bemol menor, número 22 del primer libro del ”Clave Bien Temperado”, de J. S. Bach. Se pretende desentrañar el preludio y fuga a través de la figura retórica del símbolo: lo que podríamos llamar en cristiano, su “significado”. Usaré para esto algo de la información contenida en mi tesis de grado del Conservatorio, “Revisión de los problemas de interpretación de la música de J. S. Bach y análisis interpretativo del preludio en si menor BWV 923 y de la fuga en si menor BWV 951 sobre un tema de Albinoni”.

Bach fue una persona profundamente religiosa, de confesión luterana. Entre el inventario de sus pertenencias, al momento de su muerte, se encontraban dos ediciones de la obra completa de Martín Lutero, además de la edición de 1681 de la Biblia luterana en tres volúmenes (venía con comentarios): en total, más de cincuenta títulos de obras teológicas, muchas en varios volúmenes (Christoff Wolff, "Johann Sebastian Bach: el músico sabio", Ediciones Robinbook, 2003, pág. 112). Muchas veces dedicó su obra a Dios firmando con las siglas S.D.G. (Soli Deo Gloria: sólo a la Gloria de Dios), I.N.J. (In Nomine Jesu: En el nombre de Jesús) o J.J. (Jesu juva: Jesús ayúdame) – Albert Schweitzer, “J. S. Bach”, editorial “Muzyka”, Moscú, 1965, pág. 8 - . Para los que no están tan familiarizados con este gran músico señalo que siempre trabajó para la Iglesia en calidad de kapellmeister (maestro de capilla), que es un puesto que incluía componer la música de los servicios religiosos, ensayar a la orquesta y coro disponibles y algunas veces, dar clases.

En la época en que vivió Bach, el período Barroco (s. XVII - primera mitad del s. XVIII) había una tendencia moralizante, edificante, lo cual contribuyó a que elementos de la retórica entraran a formar parte de la música (M. S. Druskin, “J. S. Bach”, editorial “Muzyka”, Moscú, 1982, págs. 157-158). André Pirro (“L’orgue de J. S. Bach, 1985) basa su análisis de  la obra de Bach revisando a sus predecesores en busca del origen de los motivos que usaba, los cuales son parte del texto musical y constituyen ciertas sucesiones de intervalos que expresan diferentes emociones. Estos motivos provienen de la tradición musical del Medioevo (el Stile Antico) y eran reconocidos por los oyentes de la época.

Sobre la simbología en la obra de Bach también escribieron Schweitzer, Schering, Yavorsky y Geiringer. La simbología también incluye, aparte del análisis de motivos, a la numerología. Por supuesto, la numerología a la que hago referencia es la ligada al pitagorismo, el cual impregnó la música del Medioevo.

La cultura del Barroco estaba atravesada por el espíritu del Racionalismo (según A. Mikhailov). Rameau publica en 1722 su “Traité de l’harmonie réduite à son principe naturel”, en el cual señala que no es suficiente con sentir la música, sino que ésta debe ser inteligible. Richard Wagner en su “La obra de Arte del futuro” escribe que la música protestante se caracteriza por su interpretación de la palabra, por su manera de tratar y transmitir el texto.

Leonid Lubovsky (“Pequeño librito sobre Bach-Técnica y filosofía de J. S. Bach”, Ministerio de Información, Kazán, 1994, pág. 8) señala otra razón por la que Bach usaba la simbología en su música. La Iglesia Luterana, al decidir no usar íconos en el templo, se encontraba desprovista de la imaginería típica de otras confesiones cristianas. Así que a la música le tocó el papel, no sólo de mensajero emocional de la idea teológica, sino de principal portador de imágenes asociativas.

Finalmente, le damos la palabra al mismísimo Maestro Bach. Se conserva un autógrafo de 1738 (la cita es traducida de la página 8 de la versión rusa del libro sobre Bach de Albert Schweitzer) de un dictado que le hizo Bach a sus estudiantes sobre las reglas de la elaboración del bajo cifrado: “El bajo cifrado es el fundamento perfecto de la música y debe tocarse con ambas manos de tal manera que la izquierda toque las notas escritas y la derecha lleve sobre sí consonancias y disonancias tales que la eufónica armonía sirva a la Gloria de Dios y al digno consuelo de los sentimientos, así que el último objetivo del bajo cifrado, como el de toda música, es el servicio al Señor y la iluminación del alma. Allí donde esto no se tome en cuenta, no hay verdadera música, sino charlatanería diabólica y ruido”.

Luego de escribirles a rasgos generales sobre simbología en la música de Bach, haré uso de ella para analizar su Preludio y Fuga BWV 867 en si bemol menor, número 22 del primer libro del ”Clave Bien Temperado”. Justo hoy es Viernes Santo, y este preludio y fuga representa la Pasión de Cristo. Pueden oírlo aquí.

La tonalidad, si bemol menor, tiene un carácter triste y melancólico. Bach la usa muy raramente, por lo que los musicólogos la comparan con las otras obras suyas escritas en dicha tonalidad y se encuentra en algunas cantatas, como indica Eric Chafe (ver más abajo los enlaces del libro digital de Timothy Smith sobre Bach) en recitativos para expresar "oscuridad, la cruz y el sufrimiento". En la "Pasión según San Mateo" la última (y vigésimo segunda) declaración de Cristo, "Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?" está en si bemol menor. Éste es el primer versículo del Salmo 22: la fuga en si bemol menor es la número 22 del libro. Tiene cinco bemoles en su armadura de clave, y he aquí otro símbolo numerológico: cinco son las llagas de Cristo. La fuga es, además, una de las dos del libro que están escritas a cinco voces. En http://www.filomusica.com/filo58/misa.html Modest Moreno i Morera indica que el número 5 también representa al Mal y que Werkmeister lo definía como el “número de los espíritus malvados”. Esto se puede interpretar como el transitorio triunfo de la Muerte el día de la Crucifixión y el descenso de Cristo a los infiernos.

Esta impresión es reforzada por la medida de compás. El compás del preludio es cuatro por cuatro y la fuga es Alla Breve, o sea, a dos. Los compases binarios representan lo terrenal, lo imperfecto, mientras que los ternarios representan lo perfecto, lo celestial. El día de la Crucifixión Jesús fue entregado a tormentos y escarnios inimaginables, aparte de las traiciones que les precedieron, y este predominio de la miseria humana ese día está relacionada con la imperfección y, por tanto, expresada en los compases binarios utilizados por Bach.

El símbolo más notorio presente en el preludio es el de la cruz o del "chiasmus", representado en la música religiosa de la época con la letra griega X ("chi" o "ji" ) que es la primera letra del nombre de Cristo en griego y gráficamente muestra a la cruz. Se encuentra en toda la "música de pasión" de Bach (Timothy Smith , J. S. Bach, ©2003,    http://www2.nau.edu/tas3/wtc/i24s_Spanish.pdf  y http://www2.nau.edu/tas3/wtc/i22s.pdf ). Musicalmente consiste en dos intervalos seguidos de segunda menor descendente, el segundo a más altura que el primero. En el preludio la cruz se encuentra por primera vez entre los cc 1 y 2, en la voz superior de los acordes del tenor: sol bemol-fa y en la voz inferior de los acordes del alto, si bemol-la y luego entre los cc 3 y 4,en el alto: sol-sol bemol y si bemol-la. En su carácter, los intervalos de segunda menor descendente son "suspirantes" pues suenan como quejidos, y esto fue ya indicado por Kirnberger, un discípulo de Bach.

En el preludio el compás es a cuatro, número que también representa la Cruz. El ritmo evoca el Via Crucis: se repite mucho la fórmula dos semicorcheas-tres corcheas, motivo rítmico que transmite al mismo tiempo la sensación de caminata (por la presencia del ritmo dos semicorcheas-corchea, el cual contiene un imperativo de movimiento) pero con un dejo de cansancio (las dos corcheas restantes). La repetición casi constante del motivo es hipnotizante y el movimiento continuo es de carácter procesional. Según Ledbetter, se denomina a este ritmo "bajo caminante" y se asocia con la música católica del s. XVIII.

La armonía del preludio sugiere sufrimiento, pues contiene muchos acordes alterados e intervalos disonantes. En este preludio y fuga Bach hace uso del Stile Antico (en el tratamiento de los intervalos y la simbología) tanto como de la Seconda Prattica (Stile Moderno). El Stile Moderno se encuentra en el uso de la armonía, que es bastante atrevida.

Y llegamos a la hora nona, la hora de la muerte del Cristo, las tres de la tarde. Al final del preludio, tres compases antes del final, la música se detiene en un acorde tremendo. Es un acorde disminuido, muy disonante… y está constituido por nueve notas.

En el Evangelio de San Marcos podemos leer:

15:34 A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz, diciendo: Eloí, Eloí, ¿lema sabactaní? que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
15:35 Al oír esto algunos de los presentes decían, al oírlo: Mira, llama a Elías.
15:36 Entonces uno fue corriendo a empapar una esponja en vinagre y, sujetándola a una caña, le ofrecía de beber,
diciendo: Dejad, vamos a ver si viene Elías a descolgarle.
15:37 Pero Jesús lanzando un fuerte grito, expiró.

El acorde tiene un calderón, el cual (para mis lectores no músicos) es un signo musical que indica que hay que detenerse un momento, alargar el acorde. Del principio del preludio hasta este acorde hay 22 compases (recuerden más arriba que la exclamación de Jesús antes de morir es el primer versículo del salmo 22). Luego de un silencio (el único silencio de todo el preludio) el bajo (luego de dos tiempos) termina con una sucesión de nueve si bemoles. La cadencia es de picardía, lo que significa que termina en modo mayor, sugiriendo un “final feliz”, que en este caso sería la Resurrección.

La fuga, a mi parecer, es el descendimiento de la Cruz. El primer intervalo del tema es una cuarta descendente, que simboliza el descendimiento. Y después de un silencio, el siguiente intervalo es, de nuevo, una novena, que simboliza la hora de la muerte. La novena es ascendente: es como mirar desde abajo al cuerpo sin vida del Cristo, colgado en la cruz. Este intervalo es el más largo usado en  un sujeto en una fuga de Bach. En esta fuga en particular, su presencia es inconfundible, pues, aparte de la cuarta o quinta descendente de las dos primeras notas del sujeto, el resto de las melodías se mueven por grado conjunto (sin saltos) y es el único salto ascendente. Kirnberger asoció este intervalo con la desesperación (1782) y Pirro, en su estudio de 1909 sobre la música vocal de Bach, con "gran sufrimiento". Después de la novena, hay cinco notas descendentes por grado conjunto: de nuevo las cinco llagas.

El movimiento de la fuga está constituido principalmente por negras y blancas, lo que le confiere un carácter resignado al movimiento: se acabó la tortura. Este tipo de ritmo nos remite también a los corales de Bach. La fuga está escrita en el estilo barroco de "durezze e ligature", con notas muy largas ligadas en la mano derecha  mientras tenemos de nuevo en la izquierda al "bajo caminante" . El compás, como ya escribí más arriba, es a dos. El 2 también representa la segunda persona de la Trinidad: el Hombre nacido de María la Virgen. La armonía es mucho menos alterada que en el preludio manteniendo, sin embargo, su carácter trágico. La fuga también, como el preludio, termina en la cadencia de picardía, representando el triunfo de Cristo sobre la Muerte. 

A pesar de que la música es intraducible a palabras, posee una retórica que le es propia y "habla" por sí misma, expresando contenidos inteligibles, lo cual hace posible el proceso contrario, el de la traducción de palabras (en este caso un pasaje bíblico) a música. Éste es un ejemplo bastante elocuente.