domingo, 30 de enero de 2011

Apología de las lágrimas

Hace unos días, recibí un correo insultante en reacción a mi entrada sobre Jackson Pollock. En él se daba a entender (esa era la única parte no insultante), entre otras cosas, que las lágrimas no eran una reacción digna ante una obra de arte, menos ante una pintura del expresionismo abstracto. Uno de los argumentos de la carta era el de que a veces se pretende (o sea, yo pretendo) reducir las reacciones y los criterios artísticos en que supuestamente éstas se basan a expresiones puramente naturales, en este caso las lágrimas, lo cual en cierta forma rebaja de categoría el encuentro con la obra de arte pues, según el crítico, se puede tener la misma reacción (u otra bastante más escatológica descrita por él) ante cualquier otra cosa de la cotidianidad, como una colilla de cigarro o una cuenta por pagar. Como si necesitáramos de todo un nuevo juego de sentidos para la percepción del arte y el viejo, el que ya tenemos, lo usaríamos para lo demás. Esta entrada no es una respuesta a ese correo. Pero éste me dejó pensando en por qué las reacciones emotivas producen tanta incomodidad en el medio artístico, sobre todo entre los "eruditos". Hasta el extremo de llegar a pelearse con un amigo y colega.

Defiendo la postura de que, quien se enfrente a una obra de arte, lo haga con lo que tenga, con aquello de lo que emocional e intelectualmente disponga,  pues quienes somos y lo que sentimos es suficiente. ¿Por qué tendríamos que convertirnos en alguien más, saber algo más, tener algo más que el momento presente para poder disfrutar del arte? Esa actitud tiene que ver con aquello del "más" y del "mejor" que es característico del ego, del que tanto he escrito ya .

Las reacciones puramente emocionales ante lo artístico son válidas, en mi opinión. Si poseemos alguna cultura previa al respecto, claro, eso contribuye con un disfrute más profundo del fenómeno, pero yo no lo considero una condición "sine qua non". Junto a la posesión de cierta cultura (entendida como conocimiento previo sobre el asunto, la cual no necesita defensa y por eso no me detengo en ella, pero la que por otra parte considero sobrevalorada al igual que la educación universitaria) desgraciadamente a veces viene el esnobismo. Tanto de los mismos artistas como del público que "consume" arte. Hay un esnobismo vulgar que consiste en imitar las maneras de aquel que sabe, de llenar con una actitud docta las lagunas del propio conocimiento verdadero. Hay uno más profundo: el de los que verdaderamente saben y creen que eso los hace superiores a los mortales comunes, y comparten esta característica con sus pares artistas. Todos tienen en común el culto por la apariencia y el desprecio de los que consideran "inferiores". Tienen toda una lista no escrita de cosas prohibidas: odian a los iconoclastas que aman despojar a las celebridades culturales de su halo de seres inalcanzables (como aquellos editores quienes en el s. XIX borraron muchas expresiones vulgares usadas por Mozart en su correspondencia para no herir los sentimientos de los melómanos); no les agradan aquellos que, cándidamente y sabiendo menos que ellos, osan expresar su opinión en asuntos de apreciación artística, como si la opinión no fuera libre; persiguen con palos, estacas y antorchas a los ignorantes (como si la ignorancia no fuera un "derecho humano", a veces una condición inevitable, y como si no existieran además "los doctos ignorantes", aquellos que, sabiéndolo todo sobre algo, ignoran el resto) y, en general, detestan a los que gustan de gritar que el Rey (a veces) en realidad va desnudo.

En el caso específico de las lágrimas, están asociadas a la sensiblería y, según los misóginos, "son cosa de mujeres". ¿Qué es lo que tiene de negativo lo femenino? Pero no entraré a defender lo que no necesita defensa. Esa postura es absurda, pues los seres humanos del sexo masculino también están provistos del mismo mecanismo. Atacar a las lágrimas, por otro lado, es, en cierta forma, atacar lo humano, lo vulnerable. El ser humano es el único animal que llora. Es, junto con el habla, lo que nos separa de los otros animales y nos define como humanos. Las lágrimas expresan lo que a veces las palabras no pueden. Las lágrimas son necesarias para la salud mental y emocional. Son una salida para el dolor. En el caso de la pérdida de un ser querido, son indispensables. A veces nos bloqueamos, en casos incluso por años, y somos incapaces de llorar. Es un síntoma de desconexión con el alma, de represión, un mecanismo de defensa. Pero debe ser desmontado: el río de las lágrimas debe fluir y, como dice la Dra Clarissa Pinkola Estés, éste nos llevará a alguna parte.

Lo que defiendo es la sinceridad y libertad absolutas en nuestras actitudes cuando contemplamos las obras de arte, pues de lo contrario considero que se desvirtúa el significado del último. Ahora además disponemos de la Internet para averiguar más (y más rápida y fácilmente) sobre aquello que nos conmueve, pero ese primer encuentro entre el espectador y la obra de arte es sagrado y sólo le incumbe al interesado. No nos sintamos culpables ni pidamos clemencia porque no nos guste algo que se supone maravilloso y famoso: cada quien trae consigo sus antecedentes estéticos (que tienen que ver con su propia vida) y no todos sentimos lo mismo ante las mismas cosas, aunque a veces compartamos, por otro lado, el gusto de muchos, lo cual tampoco es un pecado. A mí me sucedió con una pianista alemana que conocí en Kíev. Me preguntó: ¿Cuál es tu compositor favorito? Le respondí: Johann Sebastian Bach. Me espetó, desilusionada: Esa respuesta no es muy original. Le respondí: Pues es la verdadera y no tengo otra. No dejemos que el palabrerío sordo de lo que debería gustarnos o deberíamos saber nos afecte y evite que como humanos nos conectemos con el ser humano detrás de esa pintura, de ese concierto, de ese libro. Toda la información que necesitamos la tenemos enfrente. Cuando posteriormente deseemos profundizar y averigüemos sobre eso que nos ha impactado tanto, estaremos sólo fijando ya en nuestra carne esa experiencia y la archivaremos como un conocimiento, pero será conocimiento de primera mano. Esos son los que nos afectan y nos cambian. Y creo yo que eso es lo que buscamos cuando salimos al encuentro con el arte: la experiencia de un momento único y sobrecogedor, fuera de lo cotidiano y al mismo tiempo íntimamente ligado a ello.

Yo creo que el meollo de este asunto no es cuánto sabe uno de arte previamente al encuentro con el objeto artístico o la justificación de cualquier reacción que ante él podamos tener, sino el hecho de que este encuentro requiere (eso sí) de una inversión de energía intelectual y emocional que uno debe estar dispuesto a entregar. Es mucho más fácil manejarse con clichés, con recetas, formulitas (con el artículo que escribió el crítico: ya alguien ha masticado por uno y sólo hay que tragar). Es definitivamente mucho menor esfuerzo el traer bajo el brazo una actitud prediseñada, preconcebida, además por otro (aunque también por uno mismo, cuando se es uno de esos fulanos "expertos", en cuyo caso ya se está muerto, pues se tratará de ir siempre a lo mismo para pensar y sentir lo mismo de siempre). Y no es sólo menos esfuerzo: también lo protege a uno del tremendo impacto que puede suponer enfrentar la obra de un gran artista. Porque todo lo verdadero conlleva el peligro de afectar profundamente a quien lo enfrente. ¿Queremos eso?¿Nos atrevemos?¿O preferimos seguir viviendo una pequeña vida "normal" y que nada nos afecte demasiado, sino sólo "lo necesario" como para entretenernos? Georges Braque decía que el arte se hizo para perturbarnos. ¿Nos vamos a dejar?¿Nos atreveremos a ser vulnerables?¿O permaneceremos impertérritos?



domingo, 23 de enero de 2011

Retórica de la disonancia

Me opongo rotundamente a esa posición teórica que considera a la disonancia como el simple disturbio de lo armónico, como una molestia, una paja en el ojo. La dramaturgia de la historia musical con respecto al uso de  la disonancia va de un caos a otro caos. Entre uno y otro, hasta un acorde de séptima de dominante (o aún peor, la dominante de la dominante) le ha quitado el sueño a los puristas y a cierto público (ese público que en diferentes épocas ha abucheado los estrenos de obras absolutamente geniales). No le ha quitado el sueño ciertamente a los mismos compositores, quienes crean las obras a partir de las cuales a posteriori se elaboran las fulanas "reglas". De tales reglas toda obra genial es justamente (qué casualidad) la excepción.

Todo vuelve, como decía Salomón. Los intervalos de cuarta y quinta fueron los primeros intentos medievales de armonización. Volvieron a estar de moda a principios del s. XX, con los impresionistas. Son intervalos vacíos que no nos proveen de un estado de ánimo definido (mayor o menor) sino nos dan una sensación flotante, atmosférica, como la que tenemos dentro de una gran catedral. Al construir estos maravillosos edificios dedicados al sentimiento de la fe, los arquitectos también buscaban eso: que los presentes en tal recinto se perdieran a sí mismos para dejar a Dios pasar a las emociones (aunque la fe no se trata de sentimientos o de emociones. Pero digamos que la producción o búsqueda de sensaciones en lo religioso desde el principio fue una especie de "marketing" del éxtasis, o bien, para no sonar irónica, una metáfora (una manera de producirlo). Tal sensación, en el s. XX, también se puede asociar con estar debajo del agua (una combinación de ambas sería "La Catedral Sumergida", de Debussy) o de estar en el espacio, ambas cosas asociadas al Progreso y a la Ciencia, los ídolos del s. XX. La "cualidad flotante" de una armonización tal se debe a que, al no haber intervalos que evoquen el mayor o el menor (como la tercera, pues la quinta se considera consonante y la cuarta, disonante, al menos en armonía de los ss. XVIII y XIX pero no son definitorias de la tonalidad: son ambiguas) la música tiene tendencia a no moverse, transmite una sensación estática.

He aquí una expresión importante en armonía tradicional (ss. XVIII y XIX): tender a. De eso se trata la armonía y no de los acordes considerados aisladamente: de movimiento musical, de la tendencia de un acorde a resolver en otro. Por supuesto, esta es una sensación subjetiva y es exclusiva de la música occidental. Para los intérpretes clásicos provenientes de culturas con sistemas musicales distintos, con música folklórica diferente, hay otra dinámica, otra reacción musical primaria ante ciertos intervalos o ciertas escalas o ciertas armonías. No todos oyen como oímos nosotros en Occidente.

La disonancia es el imperativo del movimiento. Es una tensión que debe ser liberada. En la dramaturgia musical, la disonancia representa el drama. Se convierte en una puerta hacia otros mundos, otros estados de ánimo, otras tonalidades. Se va lejos para de nuevo regresar. La música occidental se basa en la repetición y en este regresar, en la tensión y la distensión, en el problema y la solución. Toda la armonía del período clásico se mueve bajo este principio dinámico: un acorde de séptima de dominante que debe resolver en la tónica. Un impulso indetenible. Tanto que la dominante resolviendo en la tónica se denomina "cadencia perfecta". O sea, la manera perfecta de caer de nuevo en lo mismo, de volver a casa. El hijo pródigo en música.

El Barroco, (estoy consciente de que sufro de ruptura de planos temporales mientras me muevo mercenariamente a través de la historia musical) matemático, organizado y al mismo tiempo tan humano es el período que nos proporciona el verdadero significado de la disonancia. Una nota que forma parte natural de un acorde se sostiene hasta el siguiente cambio de armonía. Es la misma nota, pero ahora está fuera de contexto, flota, ajena, en otro ámbito, en aquel perfecto entramado de voces perfectamente organizadas. Y sin embargo he ahí la magia de ese instante, que no la habría sin la nota disonante. Trae a veces consigo una melancolía profunda, un acento desesperado aunque comedido.

Más adelante, al cruzar el s. XX, se van alterando cada vez más los acordes (quiere decir: se van llenando de más disonancias). La música académica llega a alturas disonantes insospechadas, se crean sistemas musicales enteros en intentos, a veces vanos, de volver "normal" lo disonante (como en el sistema dodecafónico) y de acabar con la "monarquía" de los grados de la escala tradicional (una especie de comunismo de las notas: todas valen igual, armónicamente hablando). Las músicas coexistentes, el jazz, el tango, se basan en acordes cuyo estado natural es el estar alterados. Es la inquietud de la época, de una vida que después de la 1era Guerra Mundial ya no podía ser la misma. Es triste pensar que lo primero que empezó a globalizarse fue justo la violencia. La música se mueve como se mueve el mundo; el mundo se mueve y a ese paso se mueve el oído. Un oído que a través de los siglos oyó morir gente en armaduras y sobre caballos y luego oyó bombas y ametralladoras y aviones. Además, ¿de quién hablamos? ¿De gente que oía música de su propia época o de nosotros, que oímos música académica de todos los siglos anteriores al nuestro en detrimento del propio? Quizás la expresión de cuánto ha cambiado nuestra vida aún es demasiado por manejar. Cuando estudié en Kíev, mi profesora de música de cámara, Irina Borísovna Borovyk, estaba empeñada en hacerme tocar la sonata de cello de Alfred Schnittke. Esta sonata está escrita en homenaje a los hebreos asesinados por los nazis en Baby Yar, en la misma ciudad donde yo estaba estudiando. Había por supuesto oído a Ligeti antes de eso y conocía y me gustaban la ópera Wozzeck de Alban Berg y el Pierrot Lunaire de Schönberg. Había tocado en Venezuela una sonata de Alta Gracia de Juan Vicente Lecuna (atonal), una sonatina de clarinete de Malcolm Arnold que también era música del s. XX, varios estudios de Scriabin, varias piezas del "Mikrokosmos" de Bártok volumen 6 y había leído la sonata 7 de Prokófieff, no es que fuera una clasicista a muerte ... pero esa sonata era como demasiado moderna para mí y me resistía a aceptarla. Había algo en ella que me era demasiado perturbador. Justo en ese semestre creo que yo quería tocar algo así como que un trío de Haydn. Irina Borísovna, una mujer de gran carácter quien, al tener una cantidad de estudiantes asombrosa no se iba por las ramas y resumía lo que quería decir siempre en muy pocas frases (pocas pero impactantes) me espetó: "-¿Cómo que Haydn? ¡Estamos en el s. XX! ¿Acaso no sabes que hubo una Segunda Guerra Mundial, así no haya afectado directamente a tu país? Ya no estamos en el s. XVIII, ¡qué Haydn ni qué Haydn!". A mí la sonata me resultaba bastante pesada e inclusó lloré un poco en la residencia cuando la tuve que leer, al principio. Irina Borísovna me asignó un "repetidor" hebreo que la conocía muy bien para que la tocara con él, un joven cellista, excelente aunque bastante formal (jamás nos llegamos a tutear y ni siquiera recuerdo su nombre). Poco a poco fue explicándome toda la simbología contenida en la sonata, y ahora, junto con la sonata de Shostakóvich de cello y piano, es uno de mis obras favoritas para este ensamble. Y además me abrió el mundo extraordinario de Alfred Schnittke, de quien ya conocía el Concierto para viola y orquesta y el Concierto para coro. Pero una cosa es sentarse a oír y otra muy distinta dejar pasar todo ese dolor musical a través del alma de uno.

En la música, como en la vida, lo perfecto no es lo que encaja y no desentona. Muy al contrario. La incomodidad de la disonancia es necesaria para movilizarse, tiene la capacidad de expresar la inconformidad del alma humana con el mundo. Y la naturaleza misma del alma es la inconformidad, pues le toca vivir en un entorno que le es ajeno y le imprime esa melancolía de quien, peregrino, pertenece a otro mundo. Su viaje es siempre un retorno a casa, en donde el acorde final, después de tanta disonancia, es el descanso.

Hay una tendencia destructiva en todas las esferas hacia la "normalización", pues lo único, lo original, es considerado una amenaza, un peligro. O, al contrario, existe también una manía de lo original per se, que también, como su contrario, nos aleja de nuestra verdad íntima como artistas. Creo que esto siempre sucede cuando los estilos van cuesta abajo, cuando llega la decadencia, pues la cultura reinante se aferra siempre a la constancia, al pasado o a la iconoclasia fanática. En todo caso, la tendencia es a negar lo auténtico, lo sensible, lo que nos hace vulnerables. Es una mascarada: como si lo que somos en verdad no fuera suficiente, como si tuviéramos que convertirnos en otra cosa, en una caricatura de nosotros mismos para que los demás nos vean. Está relacionado con el fenómeno lamentable de "la celebridad": la deshumanización (o hiperhumanización) de lo humano, la dialéctica del "super héroe". Quizás, después de tantas masacres, de las cámaras de gas, de la bomba atómica, nos sentimos en verdad demasiada poca cosa y pareciera que nuestra vida vale menos que en siglos anteriores. Por eso los juegos de video, en los que juegas a "matar gente" en masa, como si nada. Quizás por eso nos gusta pensar en lo sobrehumano y por otro lado también estamos obsesionados con lo demasiado "normal". La disonancia en música tiene como cualidad inherente la sinceridad; es como decir: "suena feo pero así es". La disonancia es, por excelencia, lo extraño, lo chocante, lo raro. Y, como en la vida, creo que el aceptarla y abrazarla por lo que es, sin demonizarla, nos llevará a un disfrute y un conocimiento más profundo de la música y la existencia. Si no, viviremos para siempre envueltos en plástico, en clichés y en la seguridad de la consonancia. Viviremos, prisioneros para siempre, en la deleznable mazmorra de "lo bonito".



jueves, 13 de enero de 2011

Jackson Pollock, la música y las estrellas

Durante mi reciente viaje de Año Nuevo a la ciudad de Nueva York y luego de un conmovedor encuentro con la pintura de Jackson Pollock, he reflexionado sobre el efecto subjetivo de la belleza del arte tal como lo he experimentado. Así que este es mi cuaderno de bitácora, en cierta forma, y registraré en él el evento más notorio de la travesía.

 Así como la Tierra está rodeada por una atmósfera consistente en varias capas, así nosotros poseemos varias capas de percepción. Hay cosas que afectan la más externa de estas capas, la cual podría denominar de goce puramente estético. Es la reacción ante la belleza evidente, y el placer producido es bastante parecido al de comer comida exótica: es inmediato, nos llena por ese instante y nos deslumbra, pero pasa rápido y aunque luego nos quede el recuerdo de la sensación agradable, el eco de la misma desaparece casi al mismo tiempo que el estímulo. En este viaje también he descubierto a este pintor de arte "fantástico", Daniel Merriam. Su pintura es muy detallada, técnica y estilizada y representa hadas y seres y lugares fantásticos. Es una especie de Bosco pintando escenas de Lewis Carroll. Algunos no consideran arte a esta pintura (yo sí), sino diseño. A pesar de que poseo cierta cultura al respecto, me he dejado simplemente llevar por la exquisitez de estas maravillosas representaciones como quien degusta un manjar y en verdad me importa poco la posibilidad de que, si lo analizo más profundamente, podría llegar a considerarlo kitsch. Pero no soy crítico de arte y he aprendido a simplemente disfrutar de lo que se presenta a mis sentidos, por lo que puedo ver películas de Fellini tanto como "El quinto elemento" (que para mí es una especie de Blade Runner destartalado pero encantador) sin juzgarme a mí misma, al igual que he decidido seguir un camino de lectura bastante mercenario y no leer necesariamente todos los clásicos, como planeaba de niña. La experiencia de estas pinturas deslumbrantes, volviendo a Merriam, ha afectado ciertamente esa capa externa de mi propia percepción: ha llenado mi vista y me ha hecho evocar literatura fantástica, ha creado asociaciones y las considero de entre las pinturas más bellas que he visto en mi vida. Es algo que podría tener en mi pared y verlo diariamente sin cansarme.


Más profunda, hay otra capa de percepción que está más cerca del núcleo, del corazón. Cuando yo era una niña sólo dos cosas podían tocar esa esfera: la contemplación de las estrellas en el cielo nocturno y la música. Era una pequeña bastante cerrada que sólo leía y pintaba y luego cantaba y tocaba el piano, pero no disfrutaba otras cosas aparte de estas. Jugar o la compañía de otros niños me era indiferente. Y ya que las únicas dos cosas capaces de afectarme hasta las lágrimas eran la música y las estrellas, ya entonces decidí que sería músico o astrónomo.

El impacto inmediato, directo y profundo que tiene la música o la contemplación visual, en mi caso, es una flecha directo al corazón. Y me pregunto si acaso el parecido de este magnífico cielo nocturno, cuajado de estrellas (como es raro ver desde Caracas pero no desde este avión que vuela de Newark a Houston sobre las nubes en una noche clarísima y estupenda) y la pintura de Jackson Pollock en su etapa de action painting es providencial o proverbial. Jamás lloré antes delante de una pintura, y jamás imaginé que la primera pintura que ocasionaría esa reacción en mí sería de un abstracto salvaje y absoluto (hablo de "Autumn Rhythm Number 30" en el Museo Metropolitano de Nueva York). Al tener la misma violenta reacción emotiva ante "One: Number 31, 1950" en el MoMA, me senté un rato con mi amiga Verónica a tratar de dilucidar un poco y encontrar una razón medianamente objetiva al menos para explicar el impacto tremendo de estas pinturas en mí, quien antes, en una edad temprana, fuera más bien una adoradora absoluta de Salvador Dalí (aunque también de Armando Reverón) pues, según yo entonces, la realidad se puede torcer hasta un punto donde deja de significar algo, y de ese umbral en adelante en realidad no estaba interesada. Era una especie de clasicista de vanguardia (aunque justo en el ensayo introductorio del libro de Daniel Merriam que me traje de NY se habla de que los pro abstraccionistas furiosos consideran al surrealismo también como kitsch). Yo siempre pensé (y esta era mi posición juvenil) que el arte abstracto tenía mucho de cerebral, de efecto calculado fríamente, de experimento pictórico. Pensaba que existía todo un proceso mental muy depurado para ir de lo figurativo a lo no figurativo. Nunca fui, no obstante, de los que sacrílegamente consideran al arte abstracto como unas cuantas rayas al azar o como obra de niños.

Yo creo sinceramente que no se trata de "ismos" o de buen o mal gusto (los "ismos" no son más que elaboraciones mentales). Ni siquiera creo que se trate de una cuestión de "gustos" estrictamente, sino de estas esferas de las que hablo: cuál de ellas y en qué medida son afectadas por lo que percibimos, qué cuerdas logran tañer en nosotros.

En las relaciones interpersonales percibo algo parecido. Hay personas, compañeros de trabajo o conocidos, que nos agradan y con los que nos relacionamos en un nivel más superficial. Hay otras que afectan profundamente nuestra vida. Las obras de arte están "vivas" en cierta forma, y como seres vivos que son también nos relacionamos con ellas de maneras distintas. Y estas relaciones están predeterminadas por nuestras experiencias anteriores. Por eso relaciono mi amor infantil por las estrellas con el amor por Pollock: sus lienzos enormes no parecen tener principio ni fin, son como un pedazo de cielo recortado y puesto en la pared.

Cuando comencé a apreciar (a través de reproducciones, documentales y la película del 2000) la obra de Jackson Pollock, simplemente sucedió, en un momento. A partir de ahí empecé a justificar lo que sentía: que si la repetición de patrones, que si el ritmo interno de la pintura. En realidad no sabía lo que estaba sucediendo. Pero luego heme allí, en Nueva York, por primera vez, frente a mi primer Jackson Pollock de carne y hueso (¿o debería decir: de lienzo y pintura?). Solos, él y yo, en su territorio, en su país. Las lágrimas que se me vienen a los ojos al evocar ese encuentro son incontrolables y vienen desde lo más profundo, desde una parte de mi alma que es totalmente vulnerable. Pollock me afecta en lo más blando, en esa capa del alma donde las cosas te cambian para siempre.

Volviendo a mis reflexiones conjuntas con Verónica ahí mismo enfrente del Pollock (en ese momento tratábamos de ponerle palabras a mis repentinos ataques de llanto en plenos MoMA y Museo Metropolitano de NY que en realidad fueron mucho más que sólo eso: los puedo describir como espasmos del alma) vimos en esta maravillosa pintura (One: Number 31, 1950) la representación literal de las emociones. Al fondo, el goteado de colores verde oliva claro y amarillo mostaza pálido, transparentes, con una textura casi de acuarela eran para nosotras la representación de las emociones en su estado primigenio, viéndose como deben "verse y moverse" dentro del alma, si se las pudiera fotografiar. Encima, esos terribles chorros de blanco y negro, como latigazos, que transmiten la sensación de desesperación y tormento. Al leer un poco sobre el action painting en Wikipedia encontré una frase afortunada que me hace pensar que no estábamos tan lejos de la realidad (aunque ¿qué es la realidad cuándo hablamos de arte? y sin embargo ¿hay acaso algo más real en la vida?): según eso, la pintura automática es "capaz de desbloquear y sacar a la luz la mente inconsciente". Me emociona pensar que en la creación de estas dos pinturas que adoro los movimientos mismos y la ubicación de Pollock con respecto al lienzo le hacen muy cercano a ellas: es el resultado de tal danza, pintura en mano. Es como música improvisada grabada en un lienzo.

Ver estas pinturas es como si alguien se abriera el corazón con un cuchillo y te dejara mirar adentro: la conmoción de tal contacto se compara a ciertos encuentros breves pero conmovedores, cuando te conectas realmente con otra persona de una manera inexplicable que ni siquiera tiene que ver con la conversación que se está teniendo. Una conexión humana, de corazón a corazón. Y Jackson Pollock, ya ido, nos ha dejado pintado el interior de su alma. De repente, a la vuelta de una esquina de un hermoso gran museo en una hermosa gran ciudad, te encuentras con ese corazón, latiendo, abierto de par en par, y el tuyo se detiene por un instante para luego latir juntos en un gran sollozo que es el abrazo de dos corazones humanos vivos: uno en el lienzo, el otro en el pecho.


lunes, 27 de diciembre de 2010

La música y el amor: una delgada línea


Los actos de amor están siempre relacionados con la música: desde la famosa serenata a la antigua del cortejo de la mujer por el hombre hasta la canción de los enamorados, la que en estos tiempos modernos las parejas escogen como su leitmotiv musical y puede estar relacionada con su primer baile, con el día en que se declararon su amor, etc. Lo primero que hacen las parejas en sus celebraciones nupciales es bailar juntos, es su primera acción social como esposos. El libro de la Biblia dedicado al amor es un canto, el "Cantar de los Cantares", o sea, la canción por excelencia. Allí reza:

"2:10 Mi amado habló, y me dijo:
Levántate, oh amiga mía, hermosa mía, y ven.
2:11 Porque he aquí que ha pasado el invierno,
Se ha mudado, la lluvia se fue;
2:12 Se han mostrado las flores en la tierra,
El tiempo de la canción ya llegó"

También para el poeta persa del siglo XIII Yalal ad-Din Muhammad Rumi, el amor es la estación de la música:

“El corazón del hombre es un instrumento musical, contiene una música grandiosa. Dormida, pero está allí, esperando el momento apropiado para ser interpretada, expresada, cantada, danzada. Y es a través del amor que el momento llega.”

La música es numinosa. Desde culturas ancestrales está relacionada con el arte de curar. En el capítulo dedicado al amor del libro “Mujeres que corren con los lobos” de la Dra Clarissa Pinkola Estés el momento del cuento de “La mujer esqueleto” en que ésta sana y le sale carne se realiza con un canto en que la Mujer Esqueleto usa el corazón del hombre como un tambor. Así que aquí tenemos una simbología en la que el acto de sanar emocionalmente para finalmente entregarse es un canto.


La música y el amor son hermanos. Sobre todo en este siglo se valoran, quizás demasiado, la lógica y la razón. Otra vez, como en siglos anteriores, pues como decía Salomón "no hay nada nuevo bajo el sol". La lógica es buena para ciertas cosas, pero no se puede vivir sin poesía. Sin poesía no hay amor. No hablo de la poesía como forma literaria, sino como aspecto numinoso de la existencia. La música trae poesía a la vida. Nos hace vulnerables, "descascara" el ego que cubre la parte "blanda" de nuestro corazón y lo vuelve permeable a la entrega, al darnos. Sin entrega y sin ese dar no habrá amor. La música ayuda a "desordenarlo" todo un poco, a ponernos "de cabeza", pues en la matemática inflexible del ego, en ese campo terrible de gravedad en que debemos caminar con los pies "en la tierra" (lo cual implica unos definitivos arriba y abajo) nos movemos en una esfera emocional ajena, glacial. La música rompe las cuadrículas heladas de ese implacable orden, nos permite movernos libremente, abre los espacios para nosotros volar, llena el aire psíquico de magia de forma inexplicable y misteriosa. Es el misterio de los misterios del arte, la madre de todos los conjuros (los cuales siempre se inician con una sílaba sagrada, con un sonido venido de lo alto o lo profundo), el susurro de Lo Divino en los oídos, el idioma de la intuición. La música es un mundo de símbolos hechos carne y el amor es su catalizador, un "insuflador" de vida del alma, pues todo aquello que tiene la música de verdaderamente conmovedor viene del amor (no me refiero exclusivamente al amor romántico, pues este es sólo una fracción de ese gran todo que es el amor). Beethoven escribió su música más sublime, más llena de amor por la humanidad, por Dios y por la naturaleza, hacia el final de su vida, ya sordo, enfermo, despreciado por todos, incluso por su sobrino al que adoraba y cuidaba y quien nunca se lo reconoció. Esa música es la más alta expresión de lo que significa dar, y para el Beethoven tardío el dar sin recibir absolutamente nada a cambio de parte de las personas en su entorno. Pero fue el suyo un corazón noble y amante; dando tanto recibió mucho pues la música siempre lo sostuvo en su soledad. La música llevó su amor a los otros y se lo devolvió con creces muy en el fondo de su corazón.

El amor nos vuelve infinitos en la profundidad de un instante. La música tiene ese mismo efecto y además nos vuelve inmortales a través de los siglos. Ambos hacen "que cien velos caigan cada momento", como dice del amor Rumi. El amor que es entrega nos inspira. Y creamos y así nos entregamos a los demás, a los que no conocemos, a los que no han nacido todavía.


lunes, 20 de diciembre de 2010

El jardín del alma


Dentro de nuestra alma existe un jardín lleno de todo aquello que es inalienablemente nuestro, que nos hace fecundos y que nacimos para compartir con el mundo a través de nuestra forma de expresión personal, ya sea el arte, la ciencia o lo que sea que hacemos en este valle de lágrimas. Muchas veces no lo vemos en nosotros mismos o en los demás sino sólo en el momento de la creación (o la interpretación). El momento de la creación en realidad no es tal. Lo creado ya existía, y ese momento es el del paso  de lo que está adentro del jardín del alma hacia afuera, hacia el papel, la partitura, el lienzo... Lo que por ejemplo Mozart escribía ya estaba allí y él sólo lo copiaba, de un tirón, como tomando dictado. Eso demuestra un flujo creativo de adentro hacia afuera totalmente abierto, como un grifo de agua. Algunos, como él, por razones que supongo pertenecen al ámbito de la psicología infantil, tienen desde su primer momento consciente, ese grifo abierto; es también el caso de la niña poetisa rusa Nika Turbina, de la pianista venezolana Teresa Carreño y de tantos otros niños prodigio o wunderkinder. Supongo que no todos disponemos de nuestro talento desde tan temprana edad (o nunca) debido a bloqueos que tienen que ver principalmente con limitaciones emocionales y/o culturales que nos vienen del entorno en el que crecemos. No debemos desconsolarnos por este hecho, empero: creo firmemente que no todo está perdido si empezamos mal nuestra vida creativa, pues la naturaleza humana intrínseca es mucho más fuerte que las condiciones en que nos desarrollamos. Si es nuestro caso, debemos encontrar la manera de reconectarnos con nosotros mismos y limpiar nuestro jardín del alma de cuanta mala yerba ocupe el espacio de todo aquello que está destinado a florecer desde nuestro interior.

La demostración empírica de que existe ese jardín del que hablo es la consciencia que tienen de él algunos grandes creadores. En el Testamento de Heiligenstadt, Beethoven escribió: "(...)solo el arte me sostuvo, ah, parecía imposible dejar el mundo hasta haber producido todo lo que yo sentía que estaba llamado a producir". Este tipo de afirmaciones es común entre los artistas: perciben lo que llevan por dentro y saben que están llamados a compartirlo con los demás. Es extraño cómo muchos de los más prolíficos murieron jóvenes: es el caso de Hugo Wolf, de Franz Schubert, de Maria Callas, del mismo Mozart: de tantos otros maestros que alcanzaron las más altas cimas de la música antes de dejarnos tan pronto, como si sintieran que debían apurarse para tener tiempo de darnos todo lo que tenían. 

Para algunos de nosotros ese paso, ese momento de la creación es tan doloroso como lo es el parto. Por eso puede que caigamos en excesos, que busquemos maneras de aliviar ese dolor. Opino que, como en los problemas del parto, ese dolor de la creación tiene que ver con dificultades para expresarse, obstáculos en ese flujo que he mencionado. A veces llegamos a creer que ese dolor es inherente a nuestra personalidad o profesión, sobre todo los artistas. Pensamos que no podemos crear sin sufrir, y pagamos lo que creemos es el obligado tributo a ese dios terrible del miedo escénico, del insomnio, de la soledad, de la desesperación. Pero no. Yo encuentro la explicación de este fenómeno en el libro "Mujeres que corren con los lobos" de la Dra.Clarissa Pinkola Estés. Todas esas terribles molestias nos vienen de un depredador interno que todos tenemos suelto en la psique: es una fuerza contra natura que atenta contra nuestros intentos de vivir, nos sabotea. Y no se trata de que seamos neuróticos si lo tenemos: es parte natural de nuestra estructura psicoemocional. Y para crear, simplemente debemos acostumbrarnos a "hacer el trabajo", a limpiarnos de estas ideas autodestructivas, a enfrentarlas y no dejarlas detenernos en nuestro camino creativo diario. Una manera es la práctica diaria,  tanto de nuestra profesión como de nuestros mecanismos de defensa conscientes. En nuestra ciudad del alma simplemente debemos tener una torre con un vigilante apostado para proteger nuestros sueños y nuestra paz. 

Yo creo, porque lo he visto, que hay también un dolor de la no creación. Es uno de los dolores más intensos del alma y su único alivio está en crear, pues hay algo que pugna por salir y está atascado en alguno de los múltiples canales de salida del jardín de nuestra alma. Si no encuentra una vía libre, puede que se active un mecanismo de defensa terrorífico: la anestesia del alma. Sentimos que estamos vacíos o simplemente no vemos lo inmensamente ricos que somos, y despreciamos lo poco que llega a salir inevitablemente, ya sea apilando nuestros manuscritos en un rincón, dejando inconclusos nuestros proyectos o simplemente preocupándonos más por tareas cotidianas sin ningún valor (para las mujeres, esa manía de tener que arreglarlo y limpiarlo todo antes de comenzar a trabajar, por ejemplo). Lo peor de esta anestesia es la actitud tremendamente negligente y despreciativa que podemos llegar a tener hacia nuestros "hijos" espirituales. Debemos asumir nuestro tesoro con seriedad y responsabilidad, y activamente, y poner cuanto antes manos a la obra. Debemos hacer lo que esté a nuestro alcance para lograr sobreponernos a tal bloqueo, o el vacío, la desesperación y la sensación de soledad nos comerá vivos.

También existen obstáculos en el camino creativo que nos vienen de afuera, pero sólo se convertirán en verdaderos tales si logran conectarse con nuestro depredador interno, en cuyo caso no podríamos defendernos. Como también dice la Dra Estés, la cultura dominante se roba nuestra alma cada día, y cada noche debemos robárnosla de vuelta. En la práctica, significa entre otras cosas tener un firme criterio ante todo tipo de comentarios tanto de presuntas "amistades" como de  los críticos. Los artistas sabemos cómo nos fue en realidad (claro, si no tenemos a un depredador diciéndonos cosas al oído). Sobre todo hagamos de oídos sordos a las comparaciones, tan inútiles y dañinas, aún cuando salgamos favorecidos. Como decía Stanislavsky, cuídate de los elogios de tus fanáticos y busca de escuchar sólo la opinión bienintencionada de los maestros en tu arte. Tampoco permitamos intromisiones en la valoración de cualesquiera motivaciones o ideas que tengamos con respecto a nuestra profesión: el por qué o para qué hacemos lo que hacemos  pertenece al dominio de lo estrictamente personal. Permitir contaminaciones de ese tipo puede llegar a hacernos extraviar nuestro camino y nos retrasa (pues no nos detendrá, ya que la riqueza del alma es como un río salvaje que no puede ser embaulado).

Hay ciertas cosas que a veces se enganchan y se confunden con nuestra percepción del jardín interno propio. Una de ellas es el fenómeno de la musa. Una musa (hombre o mujer) es una persona bajo el hechizo o influjo de la cual creemos que hacemos lo que hacemos. A veces podemos llegar a creer que sin esa persona al lado no podremos crear. En realidad estamos conectando nuestra emoción creativa con el amor. El amor, esa fuerza inconmensurable, salvaje, incomprendida, inasible, inmensa es tan conmovedora para todos que solemos mezclarla y confundirla con muchas cosas que no son ella. Pero el principio de la sanidad mental, como lo dice la psicóloga venezolana Gabriela Barragán Geánt, de quien he aprendido muchas cosas, (entre ellas la misma imagen del jardín del alma, lo que yo personalmente solía más bien denominar "la vida paralela") es el separar lo que está mezclado -mal mezclado- ya sea que se trate de ideas o emociones propias o de las interrelaciones en un grupo familiar o laboral, las cuales deben estar definidas por límites. No hay límites, no hay separación: no hay equilibrio. Como en el Génesis, lleno de metáforas: lo primero fue separar la luz de las tinieblas y el cielo de la tierra y del mar.

Así que la creación puede ser sanadora tanto para el creador como para el espectador. Esa es la fuerza que mantienen las grandes obras de Arte a través de los siglos: no podemos vivir sin ellas, o simplemente nuestra vida sería peor. Sanadora en un muy amplio sentido de la palabra: obtenemos catarsis, alivia nuestro dolor existencial e inmensa soledad conectándonos con el arquetipo del creador, podemos decir Dios para quienes creen en él, con el creador de la obra que interpretamos o contemplamos, aún ya ido de este mundo, o con nuestro propio creador interno, con los otros, con la belleza, con la armonía de la naturaleza. Nos trae una memoria adelantada del Cielo (sea cual fuere nuestra creencia o no creencia o religión) entendido como el modelo de todo lo hermoso de este mundo y de todos los mundos que no conocemos sino a través de la creación o del disfrute de lo creado. Junto con el Amor y en cuanto acto de Amor por la entrega, le da sentido a nuestra existencia, pues si sólo creáramos para nosotros mismos sin compartirlo con los demás, estaríamos (y aquí viene de nuevo) en la esfera del Ego. La creación se completa cuando es entregada, compartida, y lo que hace notables a nuestros grandes maestros bien amados (los "genios") es quizás la persistencia a través de los siglos de esa infinita entrega. Y finalmente la creación nos cobija como una madre que nos susurra que no tengamos miedo de la muerte, pues al crear (y ahora esto significa todo el acto de crear: desde el jardín del alma a la expresión y luego la entrega a los demás)  nos volvemos eternos, permanecemos en el mundo para siempre en nuestras obras y no sólo el recuerdo de nosotros o de estas: al momento de la contemplación o interpretación o lectura de nuestras obras estaremos vivos de nuevo, verdaderamente vivos en el más alto grado, en la más sublime acepción del término. Por lo que considero que lo que a veces los artistas rebajamos llamándolo "nuestro trabajo" es más que una profesión o un entretenimiento: es un verdadero acto de fe.


lunes, 13 de diciembre de 2010

¿Qué es el éxito?

El éxito siempre se relaciona con la fama, el dinero, con "ser el mejor". Por tanto, en contraste, se considera "fracaso" a la no tenencia de ninguna de estas cosas. Si uno es un músico, se supone que toque por todo el mundo, gane concursos, grabe con una gran disquera, cobre cifras astronómicas por tocar sólo en las mejores salas...Pero en realidad son pocos los que de nosotros viven de esta manera, y aún así somos muchos los que vivimos de la música. ¿Qué quiere decir eso, que esa multitud cuasi anónima de músicos nos consideramos fracasados o frustrados? Aunque quizás algunos pocos se sientan así (en cuyo caso deben ser muy desdichados, pues atentan en contra de su propia integridad artística, espiritual y hasta mental) la gran mayoría (hablo por mí y por los colegas con los que me relaciono, que no son pocos) incluso toleramos bajos ingresos e inestabilidad económica con tal de hacer música cada día.

Volvamos ahora a mi primera entrada de blog, en donde escribí sobre el ego y el alma. ¿Qué cosas son del ego? El anhelo por tener lo mejor, lo más vistoso, y con el menor esfuerzo. El público asistente a los conciertos tiene la idea de que un músico que responda a exactamente este criterio, debería ser llamado "genio". El término viene de la Estética musical y originalmente se refiere a un trozo musical que, sin tener relación alguna con la estructura o la forma o alguno de los temas o leitmotivs de la obra en la que se encuentra, y sin reaparecer luego, funciona perfectamente en ella y además la completa, revistiéndola de un carácter especial, insospechado;  deviniendo en un rasgo distintivo de la misma. Un término para denominar lo inexplicable en música: magia.

Yo pienso que a partir de la Revolución Industrial hubo un cambio en la manera de percibir el arte y a los artistas. Siendo ahora el comercio el motor de las relaciones socio-económicas, el arte se convierte en un producto y los artistas deben "venderse". El término "genial" se empieza a usar en la acepción de personas. Si bien es cierto que los grandes maestros que todos estudiamos produjeron obras de rasgos "geniales" ( y de ser válido el término deberían ser denominados como tales) es un adjetivo dudoso que además no nos provee de ninguna información válida. Como decía el maestro Timoféev, mi profesor de Historia del Piano en el Conservatorio de Kíev (ahora Academia Nacional de Música de Ucrania): "-Si me vienen a decir que alguno de los compositores que estudiamos es genial, no me han dicho absolutamente nada todavía", y no sólo porque se supone que estudiamos a aquellos que alcanzaron las más altas cimas de nuestro Arte, sino porque, en realidad ¿qué demonios se supone que signifique eso?

La primera asociación que viene a la mente es la de que a los genios no les cuesta trabajo realizar esas obras maravillosas de las que son autores, son "genios" en cuanto poseedores de una facilidad asombrosa, casi inconsciente. Pero ¿cuántos bocetos dibujó de la Mona Lisa Da Vinci antes de empezar a pintar?¿Cuántos de los frescos de la Capilla Sixtina Miguel Ángel? Me dirán: Mozart escribía sus manuscritos sin titubear. Eso tiene que ver con la rapidez en el flujo "de adentro hacia afuera" en el momento de la creación. Y he ahí que Beethoven hacía muchos borrones en los suyos, le costaba más: ¿es por eso menos genial? Mozart empezó a escribir música desde niño, pero ese asunto del "niño prodigio" es otra cosa, muchos grandes músicos no lo fueron. Beethoven no lo fue, por ejemplo, ni Sviatoslav Richter, ni Vladimir Horowitz. ¿Que como compositores o intérpretes nos emocionan a todos? Todos ellos producen ese efecto en personas distintas, algunos de ellos no nos "llegan". ¿Es porque fueron famosos en vida? Muchos nunca lograron sino una fama local, como Johann Sebastian Bach, quien se volvió famoso dos siglos después de muerto gracias a Mendelssohn. Con esto quiero demostrar cuán poco claro es el criterio para considerar a alguien "genio", cuán empírico y borroso. Simplemente muchos engloban en ese término un montón de virtudes variopintas que admiran y les gustan de sus artistas preferidos.

Independientemente de a qué edad comenzaron, de la cantidad de obras que compusieron, de la facilidad, todos los grandes maestros invirtieron no sólo tiempo (tiempo de calidad) sino atención, concentración, devoción, pasión en lo que hacían. Quizás lo que realmente los caracteriza es el gran amor, amor genuino, amor del bueno que le tenían a su profesión, que era lo mismo que su vida (y he ahí que decía Lazar Berman: "Una carrera sucede si amas a la música. Y si no logras una carrera, no te preocupes, pues aún tienes a la música, que es lo que amas"). ¿Y quién puede hablar, como sucede tanto en los comentarios de los videos musicales en youtube (los cuales terminan a veces en verdaderas batallas campales), de quién de ellos es mejor? Eso me recuerda a Tomás de Kempis en su "Imitación de Cristo", regañando a sus lectores por preferir a unos santos más que a otros. Decía que todos ellos eran amados de Dios, en cuyo Reino no había grandes o pequeños. Yo creo firmemente que el Reino del Arte en eso se parece mucho al de los Cielos: somos bienaventurados todos los que nos encontramos allí, pero es absurdo considerar a unos "más" bienaventurados que a otros. Evidentemente, y de eso también hablaba Kempis, se trata de nuestras pasiones personales, de nuestras preferencias, las cuales proyectamos en los demás (eso último ya no es Kempis...) que en nada afectan la capacidad o la fecundidad de nuestros bien amados artistas modelo. No es inconveniente tener preferencias: eso nos moldea en nuestros años formativos. Simplemente comparar es una pérdida de tiempo lamentable.

Los que llamamos "genios" son grandes apasionados de ciertas "zonas" de la música. Bach, quien amaba la forma musical denominada fuga, llegó a donde nadie lo había hecho antes y nadie lo logró después, pues prácticamente dedicó su vida a componer fugas mayormente entre otras formas musicales. Las improvisaba, y dice de él Forkel (quien llegó a hablar con sus hijos) en su biografía que a veces andaba por ahí oyendo a músicos y escuchaba a alguien improvisando una fuga; se detenía a escuchar y luego, cuando oía que la música no tomaba un rumbo digno del sujeto utilizado, chasqueaba la lengua. A veces oía o leía fugas de otros compositores y le parecía que los temas eran buenos pero no habían sido desarrollados en todo su potencial, así que escribía él mismo una fuga propia sobre ese tema ajeno. Al parecer incluso en su escaso tiempo libre pensaba en fugas todo el tiempo.

Sviatoslav Richter (ya se habrán dado cuenta de que es mi más amado pianista maestro) era famoso por tener un muy extenso repertorio. En realidad se imponía a sí mismo el reto de estudiarse siempre una obra nueva en cada nuevo programa de recital, y por lo general se sentaba después de sus conciertos a estudiar cosas nuevas, esa misma noche. María Callas interpretó en sus sólo diez años de carrera una gran cantidad de óperas, y en entrevistas decía que le gustaban los retos y le fastidiaba repetir siempre lo mismo. Todos sabemos lo estudiosa que fue, al punto de que una vez dijo de sí misma que llevaba vida de sacerdote antes de conocer a Onassis.

Algunos de nosotros, por diversas razones, no pueden entregarse tan de lleno a nuestra hermosa profesión. Algunos deben hacer "trabajos" musicales que no les agradan mucho para subsistir. Y sin embargo, lo siguen haciendo. Y algunos nos dedicamos de lleno y no obtenemos lo que obtienen otros. Pero ¿qué nos importa lo que sucede con los demás, si tuvieron mejor suerte o mejores contratos o vivían en un país menos complicado?¿Y a dónde se supone que deberíamos llegar como artistas?¿No se trata, como en la vida, de la eternidad del momento, ese momento en el que estamos tocando frente al público, aunque sea bajo un entoldado, como decía el cellista catalán Pau Casals?

Y así volvemos a la espontaneidad de la creación artística de la que hablamos en nuestra primera entrada, y a Erich Fromm y su libro "El miedo a la libertad". Él decía que es veleidosa la espontaneidad en el artista, pues sólo se consideraba un atributo en aquellos que tenían éxito, y ponía de ejemplo al revolucionario. Si triunfa, es un hombre de estado; si fracasa, es un criminal. Si el artista triunfa, es un genio; si fracasa en vender su arte, es un neurótico. Como en la entrada anterior en donde escribí sobre la muerte, la sincronía con la naturaleza y sus leyes hace de la creación un acto de comunión y la eleva de la categoría de simple "trabajo". Lo importante es el acto de crear en sí, pues, como dice Fromm, el estar activo es lo que fortifica al yo. La fuerza no viene de la posesión, en este caso de las cualidades musicales. Sólo el obrar con espontaneidad musical, el crear desde el fondo de nosotros mismos con autenticidad, el expresar lo que es realmente nuestro nos llevará al mayor logro y nos producirá felicidad.

Debido a que en nuestra sociedad todo puede ser vendido y comprado le damos una importancia exagerada al producto terminado y perdemos la valoración del proceso, del viaje a Ítaca, según Kavafis. Dice Fromm que la experiencia de la actividad del momento presente, que es lo único capaz de proveernos del interminable goce diario de la felicidad verdadera, es malograda por la persecución de ese fantasma que llamamos éxito. Dice que la frustración viene de esta separación del yo lejos de los otros, de la naturaleza y de la espontaneidad. Si se logra superar esta separación, se disiparán las dudas, se logrará una seguridad que ya no dependerá de poderes supremos o de la eliminación del carácter trágico de la vida. Es una seguridad dinámica, que depende de la fuerza del individuo (recordemos que esta fuerza le viene del actuar espontáneamente)  y de su esfuerzo, al crear cada día.

Y al final de todas estas consideraciones, parece que la conclusión a la que se llega es tan simple que no es necesario enunciarla. Pero si pensamos que a la misma conclusión aunque de otra forma llega Viktor Frankl, neurólogo y psiquiatra austriaco quien sobrevivió el horror de dos campos de concentración, veremos que no hay nada simple en esto. Hablamos, a fin de cuentas, de la vida misma, y es por eso que la música es nuestra vida, pues es la actividad que nos da fuerza, que nos expresa auténticamente y nos trae el goce más grande. Le dejo la palabra a Fromm: "- Sólo existe un significado de la vida: el acto mismo de vivir". Y para nosotros, músicos: el verdadero éxito está en el acto de tocar o componer; de hacer música.

lunes, 6 de diciembre de 2010

La música y la muerte

En la música occidental, la muerte es un tema frecuente. En muchas obras (sobre todo en óperas) es un momento de iluminación y de descanso. Pero en otras se revela como lo que significa para mucha gente: una experiencia horrible, dolorosa y mediante la cual dejamos esta vida, que es lo único que tenemos con certeza y que conocemos; también expresa el terror de enfrentar el Juicio Final, ese día en el que Dios nos verá a los ojos y tendremos que rendirle cuentas. A pesar de que la idea de ser juzgados al morir nos da la esperanza de que habrá ALGO más allá de la vida, en la Sinfonía 14 de Shostakóvich, en la cual el compositor usó como tema el leitmotiv medieval de la muerte, el Dies Irae (Día de la Ira), el maestro decidió tratar esta vez el tema de la muerte sin esperanza, sin redención. Quería componer algo para contraponerlo a la muerte "tranquila" y "esclarecedora" de una gran cantidad  de obras de otros compositores. Hay dos momentos terribles que me cautivaron desde la primera que la escuché (en un LP ruso, interpretada por la gran Galina Vishnévskaya dirigida por su esposo Rostropóvich): el canto de la suicida y la fuga de las cuerdas tocando "col legno" para describir la opresión del encierro en la cárcel en uno de los movimientos.

"Tres lilas, tres lilas...son tres las lilas sobre mi tumba sin cruz", reza el poema de Apollinaire usado por Shostakóvich.  A aquellos que deciden irse antes de la vida se los estigmatiza, se les entierra fuera de los cementerios, se les niega la misa: están fuera de toda ley natural, en contra de la sociedad. La música de Shostakóvich describe perfectamente la terrible soledad de quien en la muerte está más solo que en la vida. También está presente el tema del "outcast", del marginado social, como los leprosos en la Galilea de Jesús. En la fuga que mencioné antes el golpe de los arcos contra las cuerdas expresan muy bien tanto la violencia en una cárcel (por los golpes de arco sobre las cuerdas) como lo mudo del sonido, la desesperación de estar encerrado en el horror de días que nadie ve ni puede comprender. La muerte ciega. La gente sorda. La soledad y el espanto extremos.

Como él mismo lo dijo en una entrevista respondiendo a sus críticos (que fueron innumerables en su país y alrededor del mundo, pues es realmente opresivo el carácter de esta obra) Shostakóvich quiso mirar a la muerte directo en la cara. Y es justamente ese aspecto el que quiero resaltar. Todos firmamos (sin querer) al nacer un contrato con la vida, en el que se estipula bien claro que moriremos, y ni siquiera podremos escoger cuándo o cómo. La muerte está en ese contrato, en letras pequeñas, pero nunca las leemos. La muerte siempre será inoportuna, la muerte siempre será demasiado lejos. Por razones en las que no profundizaré, en nuestra sociedad occidental la muerte causa miedo y  horror y siempre nos sorprende. Parece que, mientras vivimos, lo hacemos en negación y olvidamos que moriremos. Se nos haría insoportable un día a día con la muerte presente, caminando a nuestro lado. Y este gran artista nos obliga a verla en su peor acepción: la muerte temprana e injusta.

El "Dies Irae" también fue usado por Liszt en su Totentanz o Danza de la Muerte. Liszt, de quien como de Paganini se decía que tenía un pacto con el demonio para ser tan virtuoso, en esta etapa de su vida (pues luego terminó convirtiéndose en abad), celebra la muerte con un baile brillante, orgiástico y demoníaco. El escuchar a la muerte en esta obra nos causa un placer frenético, una atracción fatal. ¿Coincidencia curiosa o cita textual usada por Shostakóvich luego?: aquí también se usa el efecto del col legno de las cuerdas, representando el choque de los huesos entre sí. Es otra forma de ver a la importuna muerte: la sensación al escuchar la obra es la de que se le disfruta pues no se pasará por el juicio...se sabe qué sucederá, se ha negociado la vida con el Destino como en un fatídico juego de dados donde posiblemente se perderá el alma. Es la máxima expresión de lo grotesto, lo humorístico, lo macabro de la muerte: miro a la muerte en su cara, y me río. Una risa que en realidad es una mueca, pues de todas formas moriré.

A pesar de que a medida que avanza el escrito históricamente estamos retrocediendo en el tiempo (cada compositor sobre el que escribo vive un siglo antes del anterior) volvemos al "Dies Irae", pero esta vez usado por Mozart en ese Requiem (Misa de Difuntos) que terminó escribiendo para sí mismo. La música y la vida de su compositor se funden y se confunden. El "Dies Irae" del Requiem de Mozart suena tal como imaginamos que debe sonar la música el mismo día del Juicio: la ira de un Dios terrible del Antiguo Testamento, del cual nadie se burla cuando Su voz truena. Y sin embargo la muerte sorprende al maestro escribiendo la "Lacrimosa", llena de humanidad y melancolía. Como lo dice su texto, "día de lágrimas aquel" en que el gran compositor murió en la pobreza más absoluta y, como hombre, condenado al olvido de sus restos en una fosa común, aún habiendo mirado a la muerte con temor santo y respeto.

Lo que este "Día de la Ira" tiene en común en las tres obras que me ocupan es la desesperanza, la tristeza
de dejar la vida, el miedo, como si la vida y la muerte fueran antagónicas, como si pasar de la una a la otra fuera un exabrupto. También se representa al Juicio, humano y divino. La afirmación bíblica de que todos nuestros cabellos están contados, así como lo están los latidos de nuestro corazón, nos habla de un Destino que desembocará en ese día. Algunos dirán: lo terrible es la muerte temprana (como la de la Sinfonía 14 de Shostakóvich). Pero la muerte tiene su tiempo y su hora, y esa hora nadie la sabe sobre la Tierra.  Esa hora en que caeremos como una piedra en un precipicio, a una velocidad que, según León Tolstoi (en "La muerte de Iván Ilich") es "inversamente proporcional al cuadrado de las distancias de la muerte".

Pero quizás podríamos darle una gran vuelta a nuestra mirada e intentar  ver a la muerte como una extensión de la vida, como una parte de ella. Entender, como la gran psicóloga Junguiana la Dra. Clarissa Pinkola Estés, PhD (en el capítulo "La Mujer Esqueleto" de su best-seller "Mujeres que corren con los Lobos") que los arquetipos de la Muerte y de la Vida son las dos caras de una misma moneda; que al negar la muerte, le quitamos a la vida su significado pleno, pues la vida misma se distribuye por ciclos Vida-Muerte-Vida. Y es por eso, porque lo podemos observar en la naturaleza, que culturas como las que la Dra Estés señala que tienen una relación distinta con la Muerte, como la de las Indias Orientales y la maya, la relacionan con el nacimiento, la representan como a una comadrona. Todo lo que nace muere...y todo lo que muere nace. No se trata sólo de la idea católica del más allá: se trata del corazón de la vida misma, de la manera en que funciona la Naturaleza. Si no aceptamos a la Muerte nunca amaremos en verdad y por mucho tiempo, pues amaremos con el ego que sólo quiere lo bonito y lo agradable y nos perderemos de todas esas muertes en nuestras relaciones que en realidad nos llevan más lejos, más adentro, a nuevas vidas, a un amor más profundo y verdadero. Quizás ese miedo que se refleja en estas obras musicales se debe a que, como humanos, nos hemos separado de la naturaleza, hemos olvidado que somos parte de ella y que estamos sujetos a sus leyes. Quizás esa no aceptación de lo inevitable (y no aceptación de que no podemos negociar tampoco los términos en que ocurrirá) venga de nuestro orgullo como especie dominadora y destructora...el cual hará una terrible colisión con la realidad de Doña Muerte cuando esta se acerque o toque nuestras vidas, pues, como decía Shostakóvich, la muerte es omnipotente y no tenemos poder ante ella.

Mientras tanto, ya sea a través del arte de otros o del propio, o a través de la filosofía o la teología, o cualquier medio que se encuentre a nuestro humano alcance, podemos tratar de mirarla a los ojos, enfrentar nuestro miedo. Exorcizar, a través de la creación o de la contemplación de la creación de otros, los demonios que entorpecen nuestro encuentro con nuestra Hermana Muerte, como la llamaba San Francisco de Asís.

Termino dejando ya atrás el "Día de la Ira" para pensar en el día de la muerte de un gran artista: mi bien amado maestro Johann Sebastian Bach (21 de marzo de 1685 - 28 de Julio de 1750) . Tuve la dicha de estar sentada al lado de su tumba en la Iglesia de Santo Tomás en Leipzig. Saber que sus restos estaban ahí me produjo una hermosa sensación familiar: fue como estar sentada al lado de la tumba de mi madre aquí en Caracas, la tumba de ambos seres muy queridos que marcaron mi vida para siempre. Al morir estaba escribiendo "El Arte de la Fuga", el más grande monumento a la forma musical que más amó y en la que fue maestro de maestros. Y, aunque era un grande, humilde y sincero creyente que ponía a Dios como destinatario de toda su música (firmaba todas sus obras "S.D.G." = Soli Deo Gloria = Sólo para la Gloria de Dios), dejó la vida cuando, en medio de la escritura de la fuga número catorce, justo cuando el tema musical que era su nombre (B= si bemol, A=la, C=do, H=si natural) se entrelazaba en una fuga triple con el tema principal como contrasujeto. El encuentro de él mismo (nuestro nombre representa nuestra esencia ergo a nosotros mismos) con su música, allí en ese espacio musical que es la partitura  y al mismo tiempo, dejando la vida físicamente. Entrando al morir en la música y renaciendo en ella como parte suya, allí en donde vivirá por siempre jamás.



lunes, 29 de noviembre de 2010

Relaciones musicales


Para comenzar, comparto con ustedes un divertimento que escribí para mis amigos y colegas pianistas:


Decálogo de un pianista a nuestros estimados colegas monódicos



ADVERTENCIA: Si Ud. está leyendo esto, toca un instrumento monódico (o sea, tiene a su cargo sólo una voz, generalmente) y el contenido de esta carta no le es desconocido, entonces no es con Ud... ;-)


1. El pianista no es su esclavo (la esclavitud fue abolida hace más de un siglo). Es otro solista que está haciendo música con Ud.

2. El pianista no es un karaoke. Todo lo que se va a tocar en conjunto (tempi, dinámicas, etc.) debe ser negociado entre ambos.

3. El pianista no es una geisha. No le pagan para satisfacer todos sus caprichos, le pagan para hacer música con Ud.

4. Si es Ud. quien paga, páguele. Los pianistas se cuentan todo entre ellos, si Ud. es mala paga TODOS ellos se van a enterar.

5. Acéptelo, Ud. no es el único en la vida de un pianista. 

6. No se olvide nunca de que, en su recital, el pianista es la única otra persona en la escena con Ud. No le queda más remedio que tenerle buena fe y confiar en él. 

7. Cuando el pianista esté tocando su solo o su tutti, no lo moleste. Tiene demasiadas voces de las que hacerse cargo, la de Ud. incluida.



Como dicen los rusos, en toda broma hay un poco de verdad. En el caso de este escrito, hay un todo de cierto para mí. Habiendo trabajado de pianista acompañante, como muchos de mis colegas, me atañe directamente. ¿Quién de nosotros no se ha encontrado con un instrumentista (o un cantante) con el que tiene que tocar y éste ha comenzado el primer ensayo exponiendo detallada y verbalmente todo lo que tenía planeado (¡con premeditación y alevosía!) hacer en términos de concepción musical, agógica y tempi?

Ese es un mal comienzo para una relación musical (así sea breve). Muchos de ellos lo empeoran aún más declarando: “yo soy el solista”. Sí, eres el solista cuando tocas SOLO, cuando eres un cellista o un violinista y tocas una de las Suites de Bach, por ejemplo. Evidentemente, hay una terminología formal que se usa para los programas de concierto, los pensa académicos y para las nóminas de pago en los Conservatorios. Pero nuestros colegas a quienes acompañamos a veces llevan el significado de estas denominaciones demasiado lejos. ¿Cómo puede explicarse tal comportamiento?

En el caso particular de la relación musical, del “tocar juntos”, un intérprete intenta subyugar al otro, hacer que éste “le siga” sin discutir, “le acompañe”. El axioma: “yo soy el solista, tú eres el acompañante”. Muchos, haciendo alarde de flexibilidad, harán la excepción para la música de cámara. Pero ¿qué hay de las transcripciones y los conciertos con orquesta? Ahí inmediatamente saltarán: esas son las excepciones, pues como solista debo ser seguido, ergo, obedecido.

Mi visión personal musical (y la de TODOS los colegas pianistas con los que me relaciono en mi entorno) es la de que “el acompañante” es una entelequia. Tengo la suerte de trabajar en una organización musical como FESNOJIV, de la cual se ha desterrado ese término (aunque no necesariamente eso ha desterrado del todo la idea) y se ha sustituido por el de “repertorista”, la persona con la que tocas tu repertorio, precisamente tratando de evitar la connotación negativa del término que desvirtúa tal actividad musical.

Ahora me volveré al lado positivo de esta situación. Toda vez que hacemos música juntos, el espíritu de la música de cámara debe reinar. Según Erich Fromm lo que nos hace artistas es la espontaneidad. Claro que hay mucha gente de otras profesiones no relacionadas con el arte que también son espontáneas. Pero ciertamente, siendo artista de profesión, no es sólo la actividad de la vivimos lo que nos convierte con propiedad en tales. Existe lo que en su biografía de Beethoven Max Steinitzer denomina “funcionario musical”: aquel filisteo que toca un instrumento musical pero carece de sensibilidad, de entrega absoluta y ciega a la música, aquel que (recordando nuestro blog anterior) actúa desde el ego y no desde el alma. También el gran cellista Pau Casals en una de sus entrevistas comentó acerca de este tipo de músicos como uno de los fenómenos más tristes que le tocó presenciar (hablaba específicamente de un colega cellista perteneciente a una orquesta). Y Heinrich Neuhaus en “El arte del piano” habla de quienes, aún siendo capaces de “tocar”, y tocar bien, mecánicamente hablando, no deberían ser músicos, y ponía el ejemplo de un ex estudiante suyo, el cual, tocando solo, parecía acompañar (de nuevo el término usado con connotación negativa) a un solista imaginario. El joven en cuestión llegó a ser por cierto un excelente ingeniero, si su destino les interesa… Pero observemos brevemente este comentario de Neuhaus más de cerca: el acompañar al solista imaginario implicaría falta de iniciativa, de compromiso espiritual al interpretar, y me trae a la mente una imagen de muñeco de cuerda: la última amante del Casanova de Fellini.

Cuando tocamos juntos por primera vez con alguien, mi opinión personal es la de que el principal medio de comunicación debe ser el acto de tocar en sí y no las palabras, sobre todo al principio. Si al momento de tocar “sabemos”, en esa fracción de segundo antes de producir el sonido en que lo concebimos en nuestra mente, lo que haremos a continuación, nuestro compañero lo adivinará pues se lo habremos transmitido de forma intuitiva. Si tocamos de forma orgánica, “se entiende” y por tanto, es fácil para el otro prever la dirección que tomará la agógica. ¿Qué significa “tocar orgánicamente”? Con continuidad en el sonido y el movimiento, sin espasmos musicales, sin cambios repentinos de tempo donde no están indicados, espaciando proporcionalmente las variaciones de volumen (crescendi, diminuendi) y de tempo (ritardandi, accelerandi, rallentandi, etc.). Eso junto con nuestra articulación personal y nuestra paleta de colores tímbricos, constituye nuestra “manera de hablar” musical individual y única, y así debemos comunicar nuestras intenciones musicales durante el ensayo, no hablando. Así llegamos a “conocernos” y nos enteraremos de qué versión tiene bosquejada individualmente nuestro compañero. La versión del conjunto será el resultado de un compartir espontáneo en el cual nos comunicamos, nos enriquecemos y nos maravillamos mutuamente del otro y de quién podemos llegar a ser en el espacio musical donde esa o esas personas y nosotros coexistimos por momentos únicos e irrepetibles. Pues además no sólo es importante el producto terminado, el día del concierto, no es ese nuestro objetivo, sino todo el proceso, cada ensayo juntos. No solos: acompañados los unos con los otros (en el buen sentido) experimentamos a través de la música y del tocar un instante, breve y mágico.

En este orden de cosas, el compartir musical transcurre fluidamente, estamos cómodos. Las decisiones musicales se toman en conjunto, la libertad positiva individual coexiste con el interés por el otro y el respeto mutuo. Tal ambiente favorece la relajación, no sólo física sino espiritual y da la oportunidad de extender las alas musicales a todo dar. El tocar juntos se convierte en un encuentro fecundo entre almas. Culmino citando al pianista Igor Chetúev en una entrevista para la Revista Musical Ucraniana: “A los intérpretes les desearía el no olvidar lo más importante: para qué, después de todo, hacen música”. Agregaría yo en este caso: con otros.


lunes, 22 de noviembre de 2010

El músico y el alma



Pareciera (y es la opinión generalizada) que no se puede ser un instrumentista sin tener un ego bastante notorio. Hay varias formas de interpretar ese término y evidentemente resalta la psicoanalítica, ya que de allí es originario. Pero yo lo circunscribiré a un significado específico y lo usaré de esta forma: el ego es esa parte del yo que proyectamos hacia los demás de forma consciente, y se diferencia del “alma” pues, como la definiré para este escrito, ésta es el yo intuitivo y salvaje, donde residen las emociones y la cual constituiría nuestra verdadera esencia, sobre la cual no tenemos control de acceso, pues es quien somos, así no nos guste.
La magia de la interpretación musical (hablo de magia pues quiero escribir justo sobre esa “zona viva” de la música que tiene más que ver con la intuición que con cualquier teoría musical) para el intérprete comienza con el encuentro de una persona con un texto musical. Luego de “abrir todas las puertas” formales de la lectura, el análisis, el estilo, etc. hénos allí, por milésima pero por primera vez, con toda la libertad de crear una “versión”. Pero ¿cuáles son nuestros criterios? Sabemos (lo hemos visto, lo hemos oído y hemos escuchado a nuestros colegas músicos hablar de ello) que hay quienes buscan tocar lo más velozmente posible; quienes, yendo un poco más allá (pero no tanto) buscan mostrar una paleta de colores de sonido lo más impresionante que se pueda; algunos buscan volumen…entran en esa dinámica del “más” y del “mejor” que es característica justo del ego musical.
Por otro lado hay quienes tocan desde el alma. Lo reconocemos en cuanto lo escuchamos, no es una elaboración: esos grandes artistas después de cuya interpretación ya no somos los mismos. ¿Cómo lograrán ESO?
Sviatoslav Richter, al final de su vida, tomó la costumbre de tocar casi a oscuras y con la partitura enfrente. Decía que para qué querían ver sus manos, que todo eso era circo y que prefería que la audiencia se concentrara en lo que sonaba. Lo de la partitura era, según él, para poder ser lo más fiel posible al compositor. Muchos de estos grandes artistas hacen énfasis en esta fidelidad. En las clases magistrales de Maria Callas en Juilliard (se pueden escuchar en youtube) la mayor parte de las indicaciones de la maestra eran referidas a la exactitud en la articulación o la dinámica, siempre la partitura por delante. Y no se trata de “objetividad”, pues, aunque lo intentemos, en música eso es una entelequia. No se trata de crear una versión seca, automática y sin vida: se trata de ser absolutamente libres dentro de unos parámetros sin los cuales, el compositor sería irreconocible.
Así que hay otra persona detrás de la partitura: el compositor. Y aunque esté vivo, todos tenemos una “interpretación” de esta persona en nuestra mente. Todos hacemos énfasis en ciertos aspectos u otros de la vida de esta persona, los que nos dan el cuadro de quién creemos que fue o es esta persona. Lo que es del ego en este caso es el cliché: cuando creamos una versión con información del tipo “Bártok es rítmico”, “Chopin requiere sonido perlado”, “Brahms es masivo”. No porque no haya mucho de esto en la música de estos compositores, sino porque no es lo único y porque además es una postura creada de antemano, pasada de mano en mano, desde la cual no se puede “interpretar” realmente. Es información muerta, de la cual no puede surgir nada fresco.
En este punto surge una aparente contradicción: no es a mí mismo, o mi personalidad o mis cualidades lo que debo proyectar, ya que la música está por encima de todo esto, pero tengo que partir de mí y no de elaboraciones ajenas o generalizadas para realmente interpretar… Pero no hay tal. La diferencia está en desde dónde (dentro de nosotros mismos) y para qué (tanto como motivación personal musical nuestra como por el resultado que buscamos). Nuestras motivaciones musicales deben ser profundas y no superficiales. Pasamos por un proceso interno que debe ser fiel a sí mismo y al yo salvaje, y asumimos el resultado sin pensar en si gustará allá afuera a la audiencia o no. Eso ya no nos incumbe: es nuestro hijo y debe salir al mundo a defenderse por sí mismo. Pero la audiencia, como los niños y los animales, reconoce inmediatamente lo auténtico, independientemente de sus referencias culturales o de la falta de las mismas. Si creemos en esto deberíamos despreocuparnos del efecto que causaremos. Lo que debe ocuparnos, como dijo Dmitri Hvorostovsky en una entrevista,  es el "actuar con una sinceridad extrema, además de no permitirnos chapuzas de ninguna clase."
La verdadera interpretación nuestra la bosquejamos conscientemente en el proceso de estudio, pero luego hemos de dejarla libre en el momento del concierto. ¿Peligroso? Por supuesto. Si lo planeamos todo con detalle, será artificioso; si no tenemos idea de qué haremos, será caótico. Creo que se trata de “dejar libre”, de saber que hay cosas que no podremos controlar (no son técnicas o formales sino el flujo de la música en el momento…como en la vida). Glenn Gould decidió en un momento de su vida dejar de tocar en público. Quería tener absoluto control sobre lo que escucharíamos. Y en verdad sus grabaciones son una obra de arte, es indudable, y también lo eran sus interpretaciones en vivo. Pero él las comparaba con las peligrosas excursiones del montañismo, y decidió no arriesgarse más. Maria Callas decía que mientras estaba en el escenario había una mitad de su cerebro completamente consciente y la otra totalmente ida. También decía que en la escena alguien más parecía hacerse cargo. Una especie de posesión. Una amiga psicóloga me explicó que eso sucede, pero la persona que está en la escena es nuestro verdadero yo. El yo irreal es ese con el que andamos día a día, ese disfraz que nos ponemos para pasar desapercibidos. Así que podríamos ver la interpretación desde el alma incluso como un elemento para nuestra sanidad y autoconocimiento espiritual y mental.
Y es que sucede que no podemos controlar exactamente cuándo o cómo se creará ese tobogán magnífico de emociones entre nosotros y lo que hacemos y nosotros y el público. Konstantin Stanislavsky decía que no hay manera de actuar directamente sobre los  “escondrijos” del alma, pues cuando lo intentamos generalmente se produce el efecto contrario: se cierran, perdemos el acceso y se crea además tensión corporal y/o emocional. O lo que es peor, tocamos con frialdad y formalismo. Decía que debemos encontrar maneras indirectas de conectarnos con estas partes de nuestra alma, mediante recuerdos, impresiones… todo tan inasible… Pero podemos crearnos una “técnica” (en el buen sentido) para lograrlo, y creo que debe ser personalizada, aunque es evidente que podemos ayudarnos con talleres de expresión corporal, o de psicología, o de teatro.
La interpretación realmente sentida es original no en el sentido de que debemos hacerla diferente a las demás sino en el de que la creamos y la sentimos nosotros mismos, es sincera y consecuente con lo que somos. Por eso, como mis profesores, soy de la opinión de que no es saludable oír las interpretaciones de otros mientras estudiamos una obra nueva, mucho menos estudiar con grabaciones. Evidentemente habrá influencia de lo que hemos oído antes y nos gusta, pero en cuanto eso ya forma parte de nosotros mismos. El objetivo de la interpretación es llevarnos y por ende a quienes nos escucharán hasta esa música. Quiero decir con esto que será magnífico si la gente nos dice después del concierto “qué música tan hermosa es esa” en lugar de “qué bien tocas” (claro que esto último es agradable, pero ¿en verdad queremos ser unos “atletas musicales” en lugar de realmente conmover y conmovernos?). Y ¿para qué lo hacemos? En realidad buscamos un encuentro, con la música y la audiencia, en el que se conecten todas las almas: la de quien escribió lo que tocamos, la nuestra y la de quienes nos oyen, y que todos lo experimentemos, no con nuestra mente, nuestra cultura, nuestra educación sino con las entrañas. Que sea una experiencia humana y no simplemente un “entretenimiento” de alto nivel.
¿Cómo sabemos que está sucediendo en realidad? Lo sabemos. ¿Cómo llegamos a este conocimiento? Yendo a conciertos y escuchando grabaciones. Y luego creando nuestra “Liga de David” personal, sí, como la de Schumann, la de nuestros héroes musicales, a quienes no llamaremos “los mejores en esto o aquello” sino simplemente nuestros bien amados, los que cambiaron nuestra vida musical y espiritual. Los que cambiaron nuestra vida. Punto.
Con esta mi opinión sólo quiero abrir un espacio para hablar sobre la verdadera magia de la música. En nuestra época en la que todo el mundo toca bien pero cada vez nos encontramos con menos grandes artistas y personalidades de la música, es imperativo.  Para que luego no suspiremos melancólicos como las viejas bailarinas de la película rusa “Fouette” (1986), sentadas como jurado de un concurso: “Todos dan vueltas y vueltas…¡y no se caen!”